Unos niños juegan al baloncesto en un patio rodeado de varios edificios altos. Es octubre de 1993 en Sarajevo. La ciudad lleva cercada desde hace más de un año y medio. Se oyen disparos a menos de cien metros. Los francotiradores están batiendo varias calles cercanas. Parece un lugar seguro, pero las paredes están salpicadas de metralla. Los proyectiles no suelen seguir una trayectoria lógica.
Los niños ya no se estremecen. Ni siquiera paran el juego cuando se intensifica el tiroteo. Algunos contestan con risas cuando se les preguntan si tienen miedo. «Nos hemos acostumbrado a los bombardeos y preferimos divertirnos jugando», dice el más avispado mientras espera a que la pelota vuelva al campo improvisado.
El cerco ha provocado desórdenes en el comportamiento de muchos niños. Quieren imitar a los adultos mostrándose como héroes durante los bombardeos. Miles de niños han muerto o han sido heridos desde el inicio de la guerra mientras jugaban en la calle, esperaban su turno en las colas ante las fuentes públicas o acudían al colegio