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Mientras tantoSarajevo, veinte años

Sarajevo, veinte años


 

 

El espigón de Zadar

 

 “En el verano de 1992, mientras Barcelona celebraba los Juegos Olímpicos, Sarajevo sufrió el asedio de las fuerzas armadas serbias. El 11 de julio de 1995, los serbios ocuparon el enclave musulmán de Srebrenica, donde tuvo lugar la peor matanza de población civil europea después de la Segunda Guerra Mundial. El mes de noviembre del mismo año se firmaron los acuerdos de Dayton entre Milosevic, Tudjman e Izetbegovic [Slobodan Milosevic y Franjo Tudjman, presidentes de Serbia y de Croacia, respectivamente, habían sido los principales instigadores de la guerra y el genocidio, y el presidente de Bosnia, Alija Izetbegovic, tuvo que sentarse con ellos a firmar un tratado de reparto del territorio], como si para la comunidad internacional no hubiera diferencias entre agresores y agredidos. Con ello, los conflictos se acabaron oficialmente en Bosnia. Y cuatro años más tarde, en 1999, el conflicto armado se reprodujo en Kosovo con la política de limpieza étnica que forzó a los albano-kosovares a un auténtico éxodo. Los bombardeos de la OTAN sobre Serbia en el mes de marzo detuvieron las hostilidades abiertas, pero las tropas internacionales que entraron en esa provincia en 1999 siguen allí. Siete largos años más tarde aún no se puede asegurarla paz sin la presencia de las fuerzas de pacificación, ni en Bosnia ni mucho menos en Kosovo”.

Ales Debeljak, poeta y ensayista esloveno

 

Hacía mucho tiempo que quería volver. Atesoraba sin embargo imágenes que no sabía si pertenecían a la realidad o a la imaginación. Si formaban parte de un sueño o de un deseo amartillado por una novela que todavía no había sido escrita, o fragmentos de historias que se habían quedado prendidas de la necesidad de encontrarle un sentido a lo vivido. Una de las más constantes pertenecía al espigón de Zadar, en la bellísima costa dálmata, donde las islas parecen cetáceos varados en un mar desmemoriado. Recordaba las siluetas de los paseantes al atardecer mientras en los hoteles donde se alojaban refugiados de la guerra buscábamos fragmentos de una historia que apenas empezábamos a digerir. Quería volver a aquel muelle en el Adriático en el que la memoria de la guerra en la vecina Bosnia se mezclaba con fotogramas de películas que no sabía si había visto ya o quería ver. Me obsesiona ser fiel a los hechos, no dar ninguna afirmación por buena sin someterla a escrutinio, indagar en las razones o los intereses del que habla, fiarme de lo que veía, pero preguntar después, y sobre todo contarlo de tal manera que mi madre pudiera entenderlo, y que la emoción estuviera al servicio de la verdad.

 

 

Los nombres en el cielo

 

Pero hubo intelectuales que se fueron volviendo nacionalistas, que contribuyeron a ese discurso del odio.

La mayoría. No algunos, la mayoría. Si no, no habría funcionado. Tudjman y Milosevic no habrían logrado nada sin la voluntad de la mayoría de la gente. No fue represión; nadie les dijo a mis colegas de la universidad, a mis amigos: ‘Vais a perder el trabajo si apoyáis a Ugresic y sus puntos de vista’. Nadie. Lo decidieron por sí solos, ¿comprende?

 

Las mujeres son las principales víctimas de la guerra, ¿no cree?

Sí. Pero también fueron las más rígidas seguidoras del nacionalismo, no lo olvide. En televisión, vi a muchas mujeres besando, literalmente besando las manos de Tudjman y recibiendo medallas en honor de sus hijos o adorando a Milosevic y besándole también las manos. Sí, las mujeres también hicieron eso. Sería injusto no decirlo”.

Dubravka Ugresic, escritora croata, autora de El ministerio del dolor

 

El mapa de la limpieza étnica se dibujó a sangre y fuego ante los cobardes ojos de Europa. Jajce perdió a su población musulmana bosnia (una variante del islam moderna o simplemente descreída) y Sarajevo su eminente condición cosmopolita y multiétnica. Todo lo que temíamos que ocurriría si se prolongaba el cerco, si no se prestaba atención a las víctimas, si no se evitaba que triunfaran los criterios de los ultranacionalistas, ha acabado por cristalizar en un país que no es un mosaico, sino un laberinto.

 

 

El deber de la memoria

 

“Por desgracia, los serbios demostraron una dosis considerable de energía destructiva, peligrosa e inhumana durante la guerra. También los bosnios cometieron actos criminales, pero no como parte de una filosofía y un sistema político basados en la destrucción del otro. Por otra parte, en Sarajevo, nuestro periódico informó y reflexionó acerca de todos ‘nuestros’ actos criminales de guerra. Pero en Banja Luka todavía no han empezado a escribir sobre ello. ¿Se imagina? Según datos de la ONU, el 90 por ciento de los crímenes de guerra en Bosnia y Herzegovina fueron perpetrados por las fuerzas serbias, el 7 por ciento por los croatas y el 3 por ciento por los bosnios”.

Ozren Kebo, escritor y periodista, redactor jefe de la revista Dani, hijo de croata y bosnio

 

Lo primero que hace Gervasio Sánchez cada vez que vuelve a Sarajevo desde que terminó la guerra es visitar en el antiguo cementerio del ejército la tumba de Nalena Skorupan (1993-1994) y dejarle flores. Apenas vivió unos meses. Una granada entró por una ventana del tercer piso de su casa de Sarajevo, a la niña la dejó herida de muerte y a su tía le arrancó la cabeza. Después fuimos al cementerio del León, junto al hospital de Kosevo, adonde llegaban los heridos, y al contiguo depósito de cadáveres. Era una obligación cotidiana. Como ir al cementerio. A menudo, los francotiradores serbios hostigaban a los deudos que ni siquiera podían enterrar a sus muertos en paz. Pronto se llenó el cementerio donde compartían tierra los partisanos de la Segunda Guerra Mundial y los muertos del cerco de 1992 a 1995 y hubo que habilitar un campo de fútbol como nuevo camposanto. Recuerdo cómo se repetía como una pesadilla la fecha de la muerte, el fatídico año de 1992 (sí, el de los Juegos Olímpicos de Barcelona, y el de la Exposición Universal de Sevilla: realidades simultáneas, que acentúan el absurdo de nuestro mundo). He vuelto por fin a Sarajevo después de veinte años de ausencia. No había regresado desde 1993, uno de los años más duros del sitio. Me emocionó volver a ver el Miljacka, pero mucho más poder subir al tranvía de Ilidza, y al volver bajarme junto al Holiday Inn, nuestro castigado hotel, en plena Avenida de los Francotiradores, y sobre todo recorrer una tarde de domingo, como en cualquier ciudad en paz del mundo, el bulevar del río, mientras pasaban los tranvías, me cruzaba con otros paseantes, ciclistas, pescadores, coches particulares, taxis, y nadie temía que le volara la cabeza un francotirador o una granada de mortero lanzada desde las colinas que circundan la ciudad. Como me asombró que hubiera la luz eléctrica, que al abrir el grifo manara agua y que además estuviera caliente. Como me asombró y me alegró ver con qué ansia trata la gente de recuperar el tiempo perdido, el tiempo arrebatado, y los bares y calles del centro estuvieran desbordantes de vida y de deseo y de belleza la noche del sábado.

 

 

Los recuerdos azules

 

“Yo creo que hay que culpar de lo que ocurrió sobre todo a los intelectuales porque ellos sabían lo que estaban produciendo. No podían ser tan ignorantes para desconocer lo que los media y el discurso nacionalista habían logrado en los años treinta; todo el mundo lo sabía… Cambiaron la estructura de la argumentación de la disidencia y, en vez de derechos humanos y libertad de expresión, promovieron el derecho colectivo… y la narrativa histórica, que era atractiva, sexy, ¡tenía sus héroes! (…) En el discurso nacionalista no tenías que leer nada, sólo escuchar unas historias simples y maniqueas, y tu única cualidad para acceder era haber nacido en una u otra comunidad, tener un tipo de sangre, la estupidez del discurso nacionalista. Ese cambio fue efectuado por intelectuales, y hay unos nombres, son personas aún vivas y activas y situadas en lugares de poder y no se sienten culpables… Y no creo que sólo fueran los intelectuales serbios o sólo los croatas o eslovenos o bosnios, creo que en cierta medida, todos estaban haciendo lo mismo muchos de ellos, pero yo culparía sobre todo a los intelectuales serbios, porque ellos podían reunir el ejército más potente y Serbia era la república más grande”.

Svetlana Slapsak, escritora serbia

 

Me hubiera gustado encontrarme con Alma o con Jadranka, nuestras traductoras sucesivas, una judía y una serbia. Como me hubiera gustado volver a encontrarme con Abdulah Sidran, el gran escritor, autor del guión que le sirvió a Emir Kusturica para rodar su mejor filme, Papá está en viaje de negocios. Me hubiera gustado llegar y salir de Sarajevo en tren. Desde el Café 35, que corona el nuevo techo de la ciudad, vi la vieja estación de ferrocarril, abierta al tráfico con el mundo. En las estaciones soñamos lo que no supimos ser, lo que no supimos apreciar, lo que no sabemos entender. Bosnia, mi querida Bosnia, donde me enfrenté a mi primera guerra, que me recordó a la Guerra Civil española, es ahora un país irreal, dividido en cantones, con los puentes rotos. Yo vuelvo a mis asuntos, regreso a casa, y contemplo con inquietud otros delirios nacionalistas que van cuajando por doquier como grandes soluciones, y no puedo dejar de inquietarme. Ojalá las estaciones y los trenes nos ayudaran a salir de la espiral del narcisismo, de la conversión de la historia en un prontuario sentimental.

 

 

 

Las palabras de Ales Debeljak, Dubravka Ugresic, Ozren Kebo y Svetlana Slapsak han sido extraídos de un libro imprescindible para conocer lo ocurrido en la antigua Yugoslavia: Si un árbol cae. Conversaciones en torno a la guerra de los Balcanes, de Isabel Núñez, publicado por Alba en 2012

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