Hace tiempo que sé que si algo define al emigrante es vivir acompañado de una inevitable y eterna nostalgia, esa tristeza doliente pero suave, casi dulce, que nace del recuerdo y de la ausencia y a la que la lengua portuguesa dio el bellísimo nombre de ‘saudade’ –eso que los gallegos llamaron ‘morriña’ y que no tiene una traducción al castellano-.
Lo jodido es que la saudade llega para quedarse. Sé que, cuando vuelva a casa, seguiré conviviendo con ella. Ahora que sigo fuera, tengo saudade de la pata de jamón y del buen vino, aquella musiquilla del telediario –el de Ana Blanco, ¿acaso hay otro?-, del olor a aceite de oliva en la cocina, de las aceitunas que acompañan a la caña en la barra del bar, éste siempre bullicioso, siempre acompañado del ruido de las tazas de café y los platos chocando –por cierto, ¿alguien podría desvelarme por qué misterio de la física las tazas y los platos hacen más ruido en los bares españoles, o, en su caso, por qué los camareros hispánicos consiguen proferirles tales golpes sin llegar a romperlos?-. Siento saudade del cante, de los acentos, del horizonte infinito de las castillas, de los girasoles del sur y de las plazas madrileñas que, con o sin crisis, se empecinan en ser el marco perfecto para el relajo. Pero sé bien que, el día que me vuelva, vou morrer de saudade delfeijão y el pão de queijo, y, cuando recuperadas las cañas, añoraré tomar cerveza en los copinhos americanos, esos vasos pequeñitos con los que los brasileiros comparten las típicas botellas de 600 ml. Y la samba como banda sonora inexcusable. Y el jeitinho, claro. Como hoy reservo un lugar en mi corazón, ya irremplazable, al tango y las arboladas calles de Buenos Aires, a los cafés porteños, a las conversaciones infinitas que sugieren el mate y el vino y a las mujeres porteñas y colombianas que me hicieron esa ciudad tan amable.
Supongo que la súbita cercanía temporal de mi Madrid querido es la que me hace pensar en todo esto el día de la víspera del comienzo de la primavera, que allí es otoño, tal vez la más bella estación madrileña. Elegí una vida gitana y se confunden quienes creen que el precio es la falta de estabilidad, de casa, de comodidades materiales. El precio por conocer cada lugar al que mis pasos me han llevado en estos últimos tres años de samba y tango se paga diariamente en nostalgia de cada paisaje y cada persona que me crucé en el camino, y, sobre todo, en esa saudade siempre de fondo de los míos, los que me esperan en casa.
Y me acuerdo una vez más de aquella frase que le encanta repetir a mi amigo Luis: Uno siempre vuelve a los lugares donde le esperan…