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Schönhauser Allee

 

Tenía ganas de conocerlo. Había leído sus historias sobre sexo, sexo guarro, sexo del bueno, y me preguntaba si solo se trataría de una ficción inventada, si sería de verdad el follador que pretendía ser. Siempre pensé que los grandes folladores eran los más discretos. Me tumbaba en la cama e imaginaba como tendría la polla, con qué fuerza embestiría, si sería capaz de hacer que un coñito chorrease de placer durante horas…Por las noches me masturbaba, jugaba con mis dedos como si fueran los de un desconocido que me forzaba en una estación en penumbra, oscura y fría, de un apartado lugar de Berlín.

 

No me costó conocerlo. Me citó en su empresa para que viese a todas las tías que se había follado antes, para que viesen ellas a quien iba a follarse ahora. Su cara no decepcionaba. Resultaba fácil vislumbrarla, sudorosa, fogosa, hundiéndose en un coño; creyendo con candidez infantil que la vida ya no era tan puta solo porque había un chocho en el que correrse.

 

Me invitó a cenar después de las cortesías de rigor. Apenas recuerdo de lo que hablamos, afuera nevaba, supongo que trataría de impresionarme mientras yo fantaseaba sobre como crecería su glande dentro de mi boca, si podría tragármela entera o si solo podría chupársela hasta la mitad. Tras los postres anunció, caballeroso, que me llevaría a casa. Antes nos detuvimos en un aparcamiento arbolado bajo la noche serena de la Schönhauser Allee. Me invitó a pasar al asiento trasero. Me bajó el tanga negro. Le desabroché el cinturón, llevaba los calzoncillos de hombre honorable que esperaba. Más difícil resultó desembarazarse del vestido y de la hipocresía de fingir no saber lo que realmente se desea…Quería que agarrara mis tetas, las manoseara, mordisqueara mis pezones. Él se bajó los pantalones para tener más libertad de movimiento. Nuestras lenguas se entrelazaron húmedamente. Por la calle circulaban algunos coches con pocas ganas de regresar a casa y ser felices.

 

Me estiré sobre el asiento y abrí las piernas, él se reclinó dispuesto a darme placer. Sin contemplaciones introdujo sus dedos en mi coño, retorciéndolos, haciendo que diesen vueltas y explorasen bien el terreno. Yo gemí, estirando los brazos hacia el techo. Le pedí que me besara pero él estaba demasiado ocupado. Su lengua tórrida se deslizó sobre mí, penetrante, cubriéndome el coñito de arriba a abajo, calentándolo, preparándolo para acoger y dominar a la polla más rebelde y llena de leche. Me olvidé de mi temor a que alguien pudiese vernos, separé las piernas todo lo que pude, sentía la sangre corriendo por todo mi cuerpo. Metió su lengua bien adentro, resoplaba, me sujetaba por los muslos, yo me mojaba los labios pidiendo más y más. Chupó mi clítoris con avidez, se lo metió en la boca, movía sus dedos con destreza en un coño a punto de rendirse en espasmos. Sus gruñidos me ponían aún más cachonda. Lo devoró entero y al final me corrí entre jadeos como una puta libre y satisfecha.

 

Me lancé a continuación sobre su polla erecta. Tenía las pelotas bien duras. Se las masajeé al tiempo que comencé a saborear su piel. Le gustaba mirarme, le encantaba que se la chuparan, separaba los mechones de pelo castaño para ver mejor el maravilloso espectáculo de una polla orgullosa ante su presa. Empezamos a bailar; yo disfrutaba, poderosa, de sus suspiros, notando como su verga se hinchaba poco a poco al contacto con mi lengua. Se la chupé con más fruición, la tenía a punto de reventar, quería restregarme con ella, que me follara como solo se folla la primera, la segunda, tal vez, la tercera vez. Me senté sobre él, cabalgando, mirando la ciudad desdibujada a través de los cristales empañados. Afuera, decían, estaba la realidad…Eyaculó con un chorro de leche espesa, densa, caliente. Tan real como el ideal de hombre que nunca pudimos ser.

 

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