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Schwob

De libros raros, perdidos y olvidados   el blog de Carlos G. Santa Cecilia

 

Hay libros que cuando empiezas a leerlos no puedes explicarte cómo has podido sobrevivir tanto tiempo sin ellos y te embarga la firme convicción de que te acompañarán el resto de tus días. Es el caso de los Cuentos completos de Marcel Schwob que, en edición y traducción de Mario Armiño, publicó hace unos meses Páginas de Espuma. Había oído hablar de Schwob en las crónicas mundanas de los boulevardiers del París de finales del XIX por su paralelismo con Proust, en los debates apasionados del affair Dreyfus por su condición de judío, en los cantos a la vida a base de éter y libertinaje.

 

Apenas le había leído, alguna pieza breve y exquisita y las cartas a su mujer, Marguerite Moreno, al hilo de un viaje a Samoa para conocer la tumba de su admirado Stevenson. Una peregrinación azarosa e insensata preludio de su temprana muerte poco después, a los 37 años. Cuando llega al fin a la isla tiene fiebre, le horripila el lugar y regresa sin acercarse a la tumba. “Es un autor cada día más influyente en la literatura contemporánea”, escribe Enrique Vila-Matas, “aunque no tiene demasiados lectores”.

 

Entre nosotros le consagró Jorge Luis Borges, que prorrogó La cruzada de los niños y proclamó que Vidas imaginarias había sido una de las fuentes –“no señalada aún por la crítica”– de su Historia universal de la infamia. Ambos crecieron a la sombra de una biblioteca, en el caso del francés de la Bibliotèque Mazarine –la pública más antigua del país–, de la que su tío, Léon Cahun, era conservador y junto a quien descansa en el cementerio de Montparnasse. No escribió Schwob más que un puñado de cuentos, siempre breves, incisivos, y en poco más de cinco años de lucidez: de 1891 a 1896. Mauro Armiño, que ya había traducido sus principales obras (las dos citadas más arriba), añade el resto de sus libros y algunos cuentos dispersos y en su mayor parte inéditos. Creo que su prólogo es un poco corto –sin mención a la “pequeña comunidad secreta”, por utilizar la expresión de Borges, de seguidores hispanos– y sus notas un poco largas.

 

Un festín para amantes del preciosismo literario, para degustar en pequeñas píldoras que pueden cambiar el signo de un día aciago. Schwob es el artificiero de una narración que estalla ante el lector, desde el odio que puedes acumular hacia el dentista hasta la mujer marcada por el bandolero. Su huella se señala en escritores como Cunqueiro, Bolaño y Vila-Matas –su principal exégeta–, expertos todos ellos en fugas y en biografías evanescentes; entre los extranjeros, nombres tan distintos como Faulkner, Perec o Gide. “Los libros de Schwob obligan a reflexionar después de que han agradado por lo imprevisto de los tonos, de las palabras, de los rostros, de los ropajes, de las vidas, de las muertes, de las actitudes”, escribe Remy de Gourmont en el prólogo a la que es posiblemente la primera traducción íntegra de Vidas imaginarias, publicada en México en 1922 (Editorial México Moderno).

 

En realidad, hasta hace poco –ahora está traducido hasta al bable– era uno de esos autores de culto que no tuvo lectores en España sino de la mano de Borges y muchos años después. Vale la pena repasar libros, revistas y traducciones para plantear la sospecha de que el malvado bibliotecario Borges nos jugó una de las suyas. Extraña no encontrar rastro de Ramón Gómez de la Serna en la pléyade de seguidores de Schwob. Y sorprende más todavía que no se haga mención en ningún lado a las tempranas traducciones de Schwob en la revista Prometeo. En el número 4 (abril de 1909) se publicó una traducción de Le Livre de Monelle, uno de los relatos más inquietantes del autor, en el que evoca con inmenso lirismo a una niña prostituta que murió en sus brazos. En este caso se tradujo como El libro de Mónera y se vertieron las iniciales “Palabras de Mónera”. Al año siguiente, en el mismo número en el que se publica el Manifiesto Futurista de Marinetti (nº 20, 1910), se traducen dos de las Vidas imaginarias: la de Petronio y la de los asesinos Burke y Hare. El traductor es un joven Ricardo Baeza, muy cercano a Ramón.

 

Borges tuvo que saber de estas versiones, pero es conocida su aversión a Gómez de la Serna y a su tertulia, que detestaba, y la elección de Rafael Cansinos Assens como referente y maestro único de las letras españolas de la época. Se ha dicho que eligió al sevillano para eludir o ignorar a otros escritores contemporáneos que pudieran hacerle sombra y hacia Gómez de la Serna siempre se mostró reticente. No podía dejar escapar ni compartir a un autor de tal intensidad y tan afín a sus intereses, un ésprit d’élite, como le calificó la revista Nuevo Mundo en una nota con motivo de su muerte (16-3-1905).

 

También Borges se erigió como el “primer aventurero hispano” que había arribado a la obra de Joyce (Proa, enero de 1925), cuando meses antes Antonio Marichalar había traducido fragmentos de Ulises para Revista de Occidente. Todo esto, dicho no en demérito de nadie sino como curiosidad literaria y nota a pie de página que habría divertido sin duda a un autor tan devoto de las intrigas biográficas como Marcel Schwob. “La ciencia histórica”, escribe, “nos deja en la incertidumbre sobre los individuos. Solo nos revela los puntos por donde estuvieron unidos a los hechos generales”. Schwob nos cuenta lo demás.

 

 

 

En 1949, la editorial La Perdiz de Buenos Aires publicó en edición numerada un cuaderno de gran formato con la traducción de Ricardo Baeza de La cruzada de los niños, con prólogo de Jorge Luis Borges e ilustraciones (entre ellas estas dos) de su hermana Norah.

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