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Se acabaron los buenos tiempos

Mis abuelos lograron mejorar de vida: empezaron viviendo en un pueblo del interior de Mallorca, sin grandes medios –o con unos medios muy limitados-, y terminaron viviendo en una ciudad de mediano tamaño, con propiedades, un coche (un Seat 1500) y un comercio que era rentable y en el que trabajaban ocho o nueve personas. La vida de mi abuelo cubrió los dos primeros tercios del siglo XX. En sus tiempos, una empresa solía ser un negocio familiar. Un aprendiz entraba a trabajar con doce años y se retiraba cuando le llegaba la edad de jubilarse. Crecía con la empresa y envejecía con la empresa, y sentía hacia su patrono una especie de respeto familiar como el que se le concede a un tío lejano y benefactor. Si a cualquier empleado de mi abuelo le hubiesen hecho ofertas para irse a trabajar a otro comercio, las habría rechazado con la misma indignación que se le hubieran ofrecido participar en un negocio ilícito. Cambiar de empresa era un hecho inconcebible. La vida de un empleado era la empresa en la que trabajaba, y fuera de ella no había otra vida posible.

 

Y esa actitud también era la de mi abuelo, que no se hubiera atrevido a despedir a ninguno de sus empleados, aun en el caso de que hubiesen intentado desvalijar la caja fuerte (cosa tan impensable como que una damisela se paseara desnuda, a lomos de un caballo blanco, por el centro de Palma). Mi abuelo consideraba a sus empleados miembros de su familia, algo así como parientes lejanos a los que las cosas no les habían ido bien y a los que había tenido que acoger y proteger. Por eso iba a sus bodas, asistía al bautizo de sus hijos, y a veces incluso tuvo que acudir a sus funerales. Ni siguiera la guerra civil trastocó esta relación. Después de la guerra, las cosas continuaron igual hasta finales de los años 70, cuando mi abuelo tuvo que jubilarse y su negocio fue hundiéndose poco a poco, hasta que mi madre tuvo que cerrarlo y venderlo por muy poco dinero.

 

Mis padres también vivieron mejor que mis abuelos. Tuvieron suerte y les tocó vivir en un momento de gran prosperidad económica. La posguerra fue dura, pero a partir de los años 50 las cosas les fueron muy bien. Ninguno de ellos, estoy seguro, podía imaginarse cuando tenía diez años lo bien que iba a vivir cuando cumpliera los cuarenta. Es evidente que hubo muchas familias en España que no vivieron la misma prosperidad, pero la mejoría afectó de una forma u otra a la mayoría de la población. Quien más quien menos pudo comprarse un piso –algo impensable en un país de jornaleros y de obreros miserables-, y enviar a estudiar a sus hijos, y luego, al llegar el momento del retiro, conseguir una jubilación pasable. Es cierto que muchas familias vivieron en pisos húmedos y claustrofóbicos, con bombillas de 40 watios colgando de un hilo enroscado en el techo y la máquina de coser sonando a todas horas en el comedor. De acuerdo. Pero su vida anterior era una choza de cañas o un insalubre patio de vecinos en el que cuarenta familias compartían un retrete y una pila de agua.

 

Mi generación también vivió mejor que la de nuestros padres. Si no alcanzamos una gran prosperidad, al menos disfrutamos de una libertad que ellos no tuvieron. Nosotros pudimos viajar, leer libros que ellos ni siquiera sabían que existían, mantener relaciones sexuales con una cierta libertad, vivir a nuestro aire, hacer lo que quisimos. Quizá no nos hicimos ricos, ni falta que nos hacía, pero en general no tuvimos grandes motivos de queja. De acuerdo, vivimos los tiempos del sida, de la heroína, de las tumultuosas y estériles discusiones ideológicas, de la ofuscación política. Todo eso es cierto. Pero a cambio tuvimos marihuana, sexo, Londres y la convicción de que podíamos hacer con nuestra vida lo que quisiéramos. Que esta pretensión fuera tan infundada como cualquier otra no era culpa de nuestra generación, ni de nuestra época, sino de la vida, que no se deja engañar por nadie.

 

¿Y ahora? Pues ahora parece que se ha interrumpido ya esa mejora continuada en las condiciones de vida. Todos creíamos que nuestros hijos también estaban destinados a vivir mejor que nosotros, pero me temo que no va a ser así. Y no es sólo por los cambios inevitables en el modelo económico, sino porque nuestros hijos se han acostumbrado a vivir en unos niveles de bienestar que no sabemos hasta cuándo podrán mantenerse. Para ellos, un piso de cien metros cuadrados forma parte del universo de lo normal. En cambio, para un chino o un hindú que ha crecido en un cuchitril de diez metros cuadrados, un piso de cien metros cuadrados es un espacio tan portentoso como el Taj Mahal. Y lo malo es que los jefes de nuestros hijos –los directivos de sus empresas y los consejeros de los bancos que les concederán un crédito- van a ser gente así. No hay vuelta de hoja.

 

Por eso creo que lo único que se puede hacer con nuestros hijos es asegurarles una infancia feliz, que es lo mismo que decir una infancia segura. Lo mejor que podemos hacer es enseñarles a valorar lo que tienen y procurar que no se dejen engatusar por las innumerables tonterías de nuestra época. Y no hay que llenarlos de caprichos, porque la vida futura no va a permitirles ninguno, o sólo unos pocos, y eso sólo en el mejor de los casos. Su mayor herencia, su única herencia, va a ser el afecto, la atención y la seguridad que les hayamos proporcionado. Eso es lo más importante. El niño que ha de esperar solo en su casa, durante una o dos horas, a la madre o el padre que están en el trabajo, es un niño que sufre una ansiedad intolerable para su edad. Una persona sensata no debería criar a sus hijos así. Su futuro va a ser mucho más negro que el nuestro. Y las únicas reservas con que contarán nuestros hijos para enfrentarse a la vida van a ser esos momentos de felicidad que han acaparado durante sus primeros quince años: los partidos de fútbol de los viernes, las meriendas con chocolate caliente, la bicicleta de los veranos en el paseo marítimo, aquella lejana ocasión en que vieron saltar un delfín en el horizonte, el lento murmullo de las olas en una playa… Eso será todo. Su gran tesoro. Su único tesoro. «Mi te-so-ro», como decía el Gollum de «El Señor de los Anillos».

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