Visité la madrileña basílica de san Francisco el Grande con una experta en arte, y admiré su imponente cúpula -33 metros de diámetro, la tercera más grande de la cristiandad y la mayor de España- aunque las vicisitudes sufridas por el edificio, de Francesco Sabatini, le quitaron prestancia desde el exterior. Dentro todo es grande y luminoso: abundan los mármoles de Carrara, las maderas talladas –una sillería de coro renacentista en roble que parece de encaje- enormes esculturas de profetas y santos (me encantó la del apóstol Tomás sumido en sus dudas) y pinturas de Luca Giordano, Zurbarán, Alonso Cano y hasta un gran Goya. Durante la visita nuestra guía nos mostró unos frescos y un texto expuesto en un atril que aluden a la relación del santo con la tradición de los belenes.
Yo sabía que no es tan antigua ni tan española: la costumbre de nuestros nacimientos procede de Italia y data del siglo XVIII. Lo que no sabía es que fue tradición entre los cristianos, a partir del siglo VIII, celebrar los belenes como “escenificaciones costumbristas” festivas en plazas y calles (también de la Resurrección), y que estas celebraciones eran cada vez más profanas; seguro que aquellos cristianos se creían que todo el monte era orégano (u orgasmo) y pasaba lo de siempre. El caso es que en 1207 el papa Inocencio III, alarmado por su deterioro, mandó parar.
Pero hete aquí que 16 años después, en 1223, llega san Francisco (de Asís) a la región de Greccia, conocida por la rudeza y descreimiento de sus habitantes, y pide permiso al papa Honorio III para celebrar una misa en una cueva, aprovechando un pesebre con paja y unos animalitos que allí había, y parece ser que entre la noche estrellada, los cánticos del pueblo en masa, la dulzura del santo y la ayuda de san Antonio de Padua, que también andaba por allí, todo resultó de lo más emocionante. Y la costumbre de montar el belén, en el sentido de un escenario, se fue extendiendo desde entonces a otros lugares del mundo cristiano.
Entonces yo me acordé de la frase “se armó un belén”, que nunca supe de donde procedía, y comprendí que no venía precisamente del pesebre con el Niño, la mula, el buey y los pastorcitos, sino de las juergas medievales que se montaba el personal hasta que Inocencio III, viendo que la libertad se estaba convirtiendo en libertinaje, las prohibió…