Durante la campaña electoral de las elecciones presidenciales, Dilma Rousseff decepcionó a quienes pensaban que la candidata de Luiz Inácio Lula da Silva, que en su juventud combatió la dictadura militar y pagó su osadía con 22 días de torturas sistemáticas y tres años entre rejas, daría por terminadas dos décadas y media de silencio e impunidad. Al presidente elegido democráticamente, João Goulart , Jango, le costó muy caro atreverse a plantear la reforma agraria en uno de los países más latifundistas y desiguales del mundo. Pero a la cúpula de militares que sostuvieron dos décadas de autoritarismo, de 1964 a 1985, les salió bastante más barato, o gratis, los 500 muertos, alrededor de 150 desaparecidos y miles de torturados que conforman el triste balance del régimen militar.
En el fragor de la campaña, en ese afán de capturar los votos a los que llaman ‘moderados’, Dilma prefirió pasar con la mayor discreción posible sobre su pasado de guerrillera. Ahora, ya investida presidente de la República Federativa del Brasil, muestra otro orgullo por su biografía. El primer día del año, en la ceremonia en que tomó pose del cargo, Dilma colocó en un lugar de honor a once compañeras de cárcel y homenajeó en su discurso a los caídos en aquella batalla. “En la lucha contra la arbitrariedad”, dijo. Dos días más tarde, el lunes, su nueva ministra de Derechos Humanos, Maria do Rosário, aclaró que instigará la creación de una Comisión de la Verdad para dilucidar los crímenes que fueron cometidos durante esos años. Los mismos que siguen impunes en virtud de la Ley de Amnistía que se regalaron los militares en 1979. Gracias a esa ley, los exiliados políticos pudieron volver a Brasil. Después de la vuelta de la democracia, aquella norma ha garantizado la inmunidad a torturadores y asesinos. Cada vez que la amnistía ha sido puesta en cuestión, se han lanzado argumentos que suenan familiares tanto en la Argentina como en España: para qué abrir viejas heridas, si en realidad fueron años de barbarie, de “dos demonios”; si a ambos lados se cometieron brutalidades. Huelga subrayar la evidente hipocresía de este argumento: ni es asimilable la crueldad que protagonizaron uno y otro bando, ni puede encararse del mismo modo la delincuencia común y el terrorismo de Estado.
Maria do Rosário parece compartir el entusiasmo de su predecesor en el cargo, Paulo Vanuchi, pero tendrá que enfrentar la misma oposición por parte del Ejército, la Iglesia y los sectores más conservadores de la sociedad brasileña. Claro que algunas cosas sí han cambiado con respecto a hace un año, cuando Vanuchi vio desvanecerse las iniciativas de su Plan de Derechos Humanos –en lo tocante a la memoria histórica y a otros asuntos no menos delicados, como el aborto-. Para empezar, la reacción de Nelson Jobim, que sigue siendo como entonces ministro de Defensa, ha sido más tibia, más conciliadora. Para seguir, no estamos en año electoral, lo que suele otorgar más valentía a los políticos. Y Dilma seguramente tendrá más voluntad política que Lula para colocar el asunto entre sus prioridades. Claro que, ¿colocar qué? ¿Una Comisión de la Verdad que documente los casos y dé una versión oficial de lo que ocurrió en aquellos años oscuros, o llegará a plantearse también la derogación de la Ley de Amnistía?
Brasil, como España, sigue sin mirar hacia su pasado, y bien dicen que los pueblos que no conocen su historia están abocados a repetirla. La impunidad es siempre un ejemplo devastador. Más cuando es el Estado el que queda impune. Bien es verdad que la sociedad brasileña no parece tan preocupada por su memoria como lo estuvo, por ejemplo, la argentina. Tal vez porque fue menos sangrienta que otras contemporáneas del Cono Sur, o porque funcionó mejor el marketing político –como en España-, o porque, como me dijo una vez mi amigo Alisson, quienes tienen su corazón a la izquierda están más preocupados por los derechos humanos que hoy, ahora, está violando el Estado brasileño que por lo que pasó hace cuarenta años…