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Novela por entregasSe baja el telón

Se baja el telón

 

El mes de marzo de 2014, segundo consecutivo apartado de Flower, se complicó de manera comprensible: la distancia estaba matando una ilusión que como el nervio en la muela arrancada de cuajo ya no servía para nada. Las conversaciones se extinguieron y los mensajes casi siempre eran dardos. Y así, pasito a pasito, la historia de amor convertida en reliquia pasó a ser parte de nuestra memoria, en donde como los enfermos de Alzheimer, pero al contrario, recordando a granel, nos pasamos por el forro una realidad imparable: como pareja habíamos muerto, cuando aún recordábamos los sabores de nuestras salivas, inmersos en nuestras papilas gustativas, yemas de los dedos, y si me apuran, hasta en las almohadas sin visitas a lavanderías insidiosas, donde el detergente industrial actuaba de la manera más radical, arrancando de cuajo cualquier recuerdo en forma de olor. Aunque ella seguía insistiendo en vernos y mantener una relación que era un chiste yo estiraba, contra mi sueño, la cuerda hacia el lado contrario. Si algo puedo reclamar a Flower, con el tiempo, es que ha estado lejos de la sinceridad que yo gasto. No digo que ella estuviera en la estratosfera y yo al nivel del mar. Hablo de que la mentira –piadosa casi siempre, imagino– le era más productiva que la verdad, por indecorosa, dura o fabulosa. Porque hacerme creer, como en las películas más taquilleras y menos sesudas, que íbamos a vernos en París –la ciudad de los niños: ojo al dato–, Málaga –con mi familia: otro ojo al dato–, o Phnom Penh, era un sueño rocambolesco de infante de primaria, cuando ya sabía yo que Boston había quedado en una extraña lontananza imposible de alcanzar en donde el tiempo que nos separaba sacó a relucir que lo suyo fue sólo algo más que un amor de verano. Un amor, eso sí, de verano asfixiante; de ola de calor; un verano de esos que tildan los meteorólogos como “histórico” antes de dar paso a los deportes. ¿O es que para continuar este libro que a lo mejor no habría tenido final la ciudad de Boston iba a aceptar a un calvo con melenas que escribe pornográficamente, que está alcoholizado de manera empedernida, que gasta lo justo en dinero –y si toca en modales–, que además le da igual el tema judío y por ende, el de cualquier asociación, gremio, nacionalidad –histórica o real–, que eyacula dentro, y que viste ni fu ni fa, pasear por sus calles, cuando además no estoy circundado –ni falta que me ha hecho ni hace–? La distancia, para el amor, es lo más parecido a un enfermo que se acerca a urgencias: si de verdad estaba malo se quedará ingresado –y espérate que no lo bajen al sótano; a la morgue– y si todo era bruma saldrá con una baja médica por un par de días, ocho paracetamoles y una vergüenza ajena de no te menees.

 

Si algo bueno, por encima de su físico y psíquico, tenía Flower, era que me aceptó con posibilidades de que cargara con sida o hepatitis y que me dejaba beber, escribir sobre sexo además de que, supuestamente, no quería casarse ni tener hijos. Aunque esto último lo pongo en seria duda por los once meses de retrasos, ensoñaciones y amagos de viajes a Bangkok –para abortar– que padecimos, en otro de los resortes que convirtieron nuestra relación en una completa montaña rusa. A los cuarenta años de edad contra sus treinta y tres. Poca broma.

 

Una relación perdida ayuda a tranquilizarse a la hora de mirar el móvil y Skype, tecnologías ambas que me trajeron durante meses por la calle de la amargura. Que sin querer comparar, al menos, ese peso sí que me lo he quitado de encima, cuando en aquellos días grises creía que mi teléfono móvil no paraba de sonar y que cuando lo agarraba me daba cuenta de que o estaba enloqueciendo o mi pierna izquierda amagaba con una trombosis. Luego acudía a mi apartado de correos, el 2633, donde salvo el Foreign Policy de Sancho y alguna carta equivocada, nada más llegaba. Ya hacía semanas que había dejado de enviarle postales. Y el calor del verano, además, apretaba de lo lindo. Cuando para nosotros la canícula extrema mezclada con sexo había sido nuestra fuente perpetua de donde bebimos hasta el herpes.

 

Como los abuelos que agonizan durante semanas tras la sonrojante extremaunción, prematura y recaudatoria, mantuvimos la relación que ya ni siquiera pendía de un hilo, sino de una hebra de azafrán. Las llamadas desaparecieron, los rebotes aumentaron y los fantasmas tomaron asiento en nuestras vidas: los de ella, imagino, entre su coche descapotable y su oficina, surcando las eficientes autopistas de Massachusetts, y los míos, en la misma silla que hay frente a mí mientras les golpeo estas teclas con toda mi pasión. Porque si algo estaba claro desde que Flower abandonó Phnom Penh es que esta historia de amor ya sólo será libro: primero por fascículos quincenales, en FronteraD, y dentro de unos meses donde me concedan el derecho a la impresión y la distribución.

 

Pero como todos los grifos que gotean, siempre hay una última gota. En nuestro caso, fue en abril de este mismo año, hace poco más de siete meses, cuando disfrutaba de las vacaciones del Año Nuevo jemer en la isla de Koh Chang, sita en Tailandia, donde tomé tres decisiones únicas: cortar por lo sano, asunto que haría oficial días después ya en Phnom Penh; visitar a un cardiólogo, que aparte de decirme que el incidente del 30 de diciembre no tenía nada que ver con el corazón me desvió al psicólogo el cual me prohibió beber, el café y me obligó a hacer deporte; y, mira tú por dónde, volver a beber, tras 83 días de abstinencia. Recuerdo, en una de esas decisiones históricas, que tras mi primera melopea de la segunda época, en una isla preciosa llena de gentuza que turisteaba, alquilé una moto de baja cilindrada con la que me fui a recorrer la isla, que famosa por sus montañas y pendientes, me provocó una encerrona al asociarse con una tormenta violenta. Olvidé decirles que, para más inri, los tailandeses, como los británicos y los japoneses, conducen por la izquierda. Y mira tú por dónde, que a eso de las cinco de la tarde me vi casi imposibilitado para conducir, con el firme peligrosísimo, con un tráfico de coches de gran tamaño, y yo sin carnet ni experiencia, salvo la que atesoré en Kep, una de las provincias que, imagino, tiene menos densidad de población de todo este planeta; y donde, por ende, conducir una moto era lo más parecido a una broma infantil.

 

Ya de vuelta, blanco como las losetas de cualquier cocina que se precie, tomé otra decisión: salir de esa isla insolente, pura en su naturaleza y transparente en sus playas, que me hostigaron con el regalo de dos rusos y un finés, una polaca y dos estúpidos holandeses, todos por separado, que querían contarme sus vidas cuando yo sólo quería volver a beber, escribir y meditar. A solas. Siempre a solas.

 

A la mañana siguiente tomé una camioneta descapotable que me llevó hasta el barco que me devolvió a la península, donde me sentí como en casa. Desde que dejé Menorca me molestan las islas. ¿O serán solo las del sudeste asiático? Porque en Japón me muevo como pez en el agua nuclear que salpica la central nuclear de Fukushima, contento por satisfacer mis placeres más acuciantes; sobre todo cuando resides en el tercer mundo, que a la larga, y lo prometo, se te hace cansino. Que uno vive en la Gran Vía y sueña con ir todo el día en chanclas y yo que hace un año que no calzo zapatos comienzo a estar perdiendo la paciencia.

 

Me quedé en Trat, una ciudad casi sin turistas, en medio de ninguna parte, donde fui perpetrando ese plan que anteriormente les comentaba: girar hasta el otro lado de la vida; mover ficha hasta que el tablero cede, por el vacío que se hace valle; avanzar aunque en un principio pareciera que retrocediera. El Festival del Agua –en sí el Año Nuevo jemer que también los es tailandés–, molesto hasta la extenuación, mojó mis cabellos y ropas, que no mis planes, cuando en Bangkok comenzó una cuenta atrás que certificó una filipina de la que no recuerdo ni su nombre, a la que asalté, por su belleza, en un autobús que nos trasladó a la frontera con Camboya donde la convencí para acompañarme hasta Phnom Penh. Aquellas dos noches fueron sexuales, ludópatas, con unos casinos desconocidos que me/nos regalaron hasta 300 dólares, y una cercanía con el final de esta historia que ya apestaba a otra mujer. Esa otra mujer sólo fue el visado hacia una vida de soltero, porque no la llamé ni cuando el Golpe de Estado en Bangkok, donde ella residía y a mí me la trajo al pairo, incluso cuando por esas fechas tan militares visité la ciudad.

 

Y se bajó el telón. Un talón que al principio lo deseas visillo pero que a cada mes recorrido asumo que es de acero o parecido. Un telón que al menos no nos cayó en la cabeza.

 

 

Joaquín Campos, 26/11/14, Phnom Penh.

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