Sobre ‘Cuadernos de tierra’ de Manuel Moyano
En una de sus tantas conferencias sobre el oficio de escribir, Mario Vargas Llosa explicó en la Universidad Diego Portales que la literatura es uno de los más ricos instrumentos para comprender y ordenar el mundo y su realidad, «ese caos viviente, esa anarquía, ese maremágnum frente al que no tenemos perspectivas».
Y con la perspectiva de los años, cuando la mente descarna los recuerdos y depura de ripios lo vivido, el escritor Manuel Moyano ordena en su libro de viajes, Cuadernos de tierra (Editorial Menoscuarto), todo un territorio y todo un tiempo, así como las vivencias e historias que le salieron al paso durante su camino a lo largo de cinco rutas emprendidas tiempo atrás por el sureste de la península ibérica. «Tan desconocido como hermoso», en palabras del escritor Julio Llamazares.
Dice la periodista Leila Guerriero que construir una crónica de viajes «es un trabajo extenuante y vertiginoso: el cronista enfrentado al espacio —desmesurado—, y al tiempo —finito— de su viaje, viviendo en una patria en la que, a cada paso, debe tomar la única decisión que importa: qué mirar». Cuando una mañana de agosto Manuel Moyano (Córdoba, 1963) se echa al camino desde su casa en el pueblo murciano de Molina de Segura, no lo hace con el propósito de escribir un libro, pero tampoco puede despojarse de su mirada de escritor. Como un mero esparcimiento, unas veces sigue la línea del río Segura tierras adentro, y otras se propone llegar hasta su desembocadura en el mar de Alicante. Siempre tomando notas de cuanto observa, piensa o le acontece.
Bajo cuarenta grados, agravado el calor por las chicharras y su «frenética música de violines enmohecidos», Moyano mira y apresa en sus cuadernos todos los detalles que resumen el mundo que pisa: la quietud salvaje de la vida al aire libre; las montañas desnudas; las noches al raso bajo la vía láctea; las luces mortecinas de un pequeño pueblo en el valle a lo lejos; los encuentros fortuitos con pastores y dueños de tabernas. Todas esas impresiones que, al cabo, adentran al viajero en una «suerte de comunión espiritual con la naturaleza».
Pero también en comunión con la Historia. Porque, pese a que a veces no se dé con viejas trochas para aligerar el camino en el bosque y se tenga que atravesar ribazos y plantaciones como en la antigüedad, es decir, guiado por la brújula del crepúsculo y los astros, o por un hatajo de ganado, Manuel Moyano sabe en todo momento qué suelo hay bajo sus botas, qué pasos da sobre la Historia. Como esa senda solitaria que condujo hacia Roma dos milenios atrás a Aníbal Barca y a «sesenta mil soldados cartagineses y decenas de elefantes acorazados». Y ahora, tanto tiempo después, todo se ve «tan sereno y solitario, tan apacible, que resultaba imposible imaginarse a aquellos fabulosos paquidermos rasgando la atmósfera con sus bramidos».
Pero no solo se trata de recolectar las reminiscencias de ciertos episodios históricos, sino de rastrear también otro tipo de historias igual de extraordinarias pero más desconocidas. Y como si fuesen convocadas por la paciencia del trasiego, Moyano se encuentra con tres enigmáticos sucesos, tres intrahistorias lo suficientemente atractivas para un escritor que no podrá dejar atrás: el crimen de un asesino en serie, una ejecución en las montañas en los años de la guerra civil, y un nazi que vivió escondido en una aldea levantina hoy abandonada.
A veces, esas historias llegan de la nada, en una plaza cualquiera de un pueblo pequeño, o se hallan en casas en ruinas o en monumentos en mitad de un bosque, que hacían las delicias de aquellos viajeros románticos. Y es que, como dejó dicho Alberto Salcedo Ramos, «la realidad es como una dama esquiva que se resiste a entregarse en los primeros encuentros. Por eso suele esconderse ante los ojos de los impacientes. Hay que seducirla, darle argumentos para que nos haga un guiño».
Cuando Moyano vuelve a casa después de las bregas del camino, indaga en cada uno de esos acontecimientos. Se entrevista con periodistas, profesores, testigos; regresa al lugar de los hechos y profundiza en estos tres relatos reales tan potentes que no parecen paridos del caos de la realidad, sino de una ficción con un buen latir orgánico. Ya se lo advirtió a Moyano un lugareño. «Toda vida es una novela».
También estos cuadernos se erigen con el estilo de las novelas. Y es que Moyano es autor, entre otras ficciones, de El amigo de Kafka o El imperio de Yegorov (finalista del premio Herralde). De modo que, aunque se trate de reflejar la realidad, el arte literario no solo hila palabras, no solo forja la intriga, sino que humaniza el texto. Y con el empleo de la metáfora, como esa bellísima que describe a un anciano irritado («los tendones de su cuello se tensaban como cuerdas de guitarra»), se logra a veces expresar con mayor plasticidad la senectud de un hombre, pero también los enigmas de su vida y sus resentimientos. «¡Dulces, conmovedoras, cojitrancas tabarras!», que diría González Ruano de las gentes mayores.
Además del viaje y sus circunstancias, la voz protagonista del narrador en primera persona retrata su propia supervivencia, esos pensamientos de su soledad en mitad de la nada y la sensación de sentirse igual que «un hombre primitivo en los albores de la especie». Atraviesa espesuras a oscuras sin adivinar qué sombras se mueven a su alrededor entre la maleza; está sediento y no hay más remedio que buscar agua donde sea, y aplacar la canícula de agosto zambulléndose en una acequia, «como si reposase en un ataúd de agua, aguantando la respiración con los ojos cerrados y sintiendo que la corriente me envolvía igual que un sudario».
A pesar del símil mortuorio, esas escenas de agua, así como otras «alegrías del viajero», tal cual una copa de vino con gaseosa en ventas y paradores remotos, logran que por unos momentos se refresque también la gramática agreste después del bosque de jumas, chicharras y buitres leonados, cuando las palabras apegadas al campo también se vuelven silvestres. Detritus, tarayales, farallones, margas, abubillas, críalos… «Conocer el nombre de las cosas nos ata a la tierra», dice Natalie Goldberg. Y el viajero de Cuadernos de tierra las conoce bien.
Además de novelista, Manuel Moyano es autor de no ficción y no es la primera vez que hace camino al andar. Ha publicado La memoria de la especie, Mamíferos que escriben, El lobo de Periago, Dietario mágico (un tratado sui géneris sobre la curandería) o Travesía americana. Y ese bagaje de años y kilómetros le permite ahora en estos Cuadernos de tierra convertirse, como Azorín, en un pequeño filósofo andante y reflexionar sobre la trascendencia de un sencillo viaje a pie. «El camino es una experiencia tan intensa que, en comparación, la vida cotidiana parece desprovista de aliciente. El camino te da un argumento del que la vida carece. Mientras se camina, la vida parece tener algún sentido».