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Mientras tantoSe oye un disparo

Se oye un disparo


 

El 7 de agosto de 1890, un diario de la región de Isla de Francia, L´Écho Pontoisien, publica la siguiente noticia: «El domingo 27 de julio un sujeto holandés llamado Van Gogh, de 37 años, pintor, de paso por Auvers, se ha disparado un tiro con un revólver en los campos y herido ha vuelto a su habitación donde ha muerto al día siguiente». 125 años despúes, los pulitzers Gregory White Smith y Steven Naifeh, autores de una biografía del pintor donde apostaban decididamente por el homicidio, vuelven sobre aquel disparo en Vanity Fair: «¿Qué clase de persona, por desequilibrada que esté, trata de quitarse la vida disparándose en el abdomen? ¿Y, en lugar de rematarse con una segunda bala, recorre a duras penas más de un kilómetro hasta su habitación agonizando de dolor?». Son cuestiones fascinantes y terribles. Como siempre que se enredan suicidio y homicidio. Pero incluyen una falacia: la de que el suicida siempre querrá morir y no hay espacio ahí para el instinto de supervivencia. Sea miedo o arrepentimiento.

 

Leí el artículo un viernes y el sábado ya estaba comprando la correspondencia del pintor con su hermano Theo. ¡Qué documento más extraordinario y útil! Hasta el punto de preguntarme, muy seriamente, si los biógrafos leen. Escriben en su artículo: «Una carta, hallada supuestamente entre su ropa después de su muerte, resultó ser el borrador de la última misiva que dirigió a su hermano Theo el día del disparo fatal: el 27 de julio de 1890. En el escrito hablaba con ilusión, incluso con entusiasmo, del futuro». Responde Van Gogh en la misma epístola: «Pues bien, en mi trabajo arriesgo mi vida y en él mi razón se ha hundido a medias». Continúan los pulitzers: «Pocos meses antes de su deceso se publicó una desmedida y elogiosísima crítica de su obra en una destacada revista parisina. La historia de los últimos días de Van Gogh no encajaba con la de una persona que se suicidaba por desesperación, pero el relato era ya imparable». Replica el pintor en una carta del 29 de abril de 1890: «Hazme el favor de rogar al señor Aurier que no escriba más artículos sobre mi pintura; dile con insistencia que, para empezar, sus chismes sobre mí se engañan, puesto que realmente me siento demasiado entristecido para poder enfrentarme a la publicidad. Hacer cuadros me distrae; pero si oigo hablar de ellos, me causa una pena que él no sabe».

 

En el prólogo de la correspondencia, de 1968, habla el artista Fayad Jamís a partir de un estudio seminal de Karl Jaspers, de esquizofrenia. Un diagnóstico erróneo.  Como ha argumentado la psiquiatría posteriormente. Los síntomas, el curso y la historia psiquiátrica familiar de Van Gogh se corresponden, más bien, con una enfermedad maníaco depresiva, lo que hoy se denomina trastorno bipolar. Fases de enérgico engrandecimiento y de tristeza inabarcable. Esto que le escribía a Theo: «Yo siento en mí un fuego que no puedo dejar extinguir, que, al contrario, debo atizar, aunque no sepa hacia qué salida va a conducirme. No me asombraría que esta salida fuese sombría». Más esto: «¿Qué decirte de estos dos meses pasados? Esto no va muy bien; estoy triste y embrutecido, más de lo que sabría expresar y no sé ya dónde estoy». Actualmente, se estima que hasta un diez por ciento de las personas con trastorno bipolar se suicidan.

 

Me enteré de que el psiquiatra Francisco Toledo había dado una conferencia titulada Van Gogh y el trastorno bipolar el mes pasado en Murcia y quise hablar con él de todo esto. Nacido en 1960, Toledo es titular de la Unidad de Agudos del Hospital Virgen de la Arrixaca y profesor de psiquiatría en la Facultad de Medicina. Sobre el holandés también versó su discurso de ingreso en la Real Academia de Medicina de Murcia, en 2012.

 

Van Gogh vivió en cinco países, hablaba cuatro idiomas, se enamoró cinco veces y tuvo hasta cinco oficios: librero, predicador, marchante, profesor y pintor – dice al teléfono-. Esa es la psicobiografía típica del sujeto con trastorno bipolar. El episodio en que se va a predicar entre los mineros de Bélgica. O la idea de montar una cooperativa de pintores en Arles en 1888. Ese altruismo es muy frecuente. Yo lo veo habitualmente en mis pacientes.

 

¿Sabemos si el trastorno bipolar era I o II?- le pregunto.

 

Sí. El I. Claramente. La diferencia entre el I y el II es que el II puede pasar perfectamente desapercibido. Los pacientes no requieren ingreso. Y lo que predomina en ellos son las historias de depresiones. En el I los episodios maníacos deben durar más de una semana. Además: uno de cada cuatro pacientes con trastorno bipolar presentan síntomas psicóticos. Ese es el caso de Van Gogh. Se ha hablado alguna vez de esquizofrenia, pero si hubiera sido esquizofrénico no hubiera alcanzado el nivel de producción que tuvo, porque el deterioro esquizofrénico es mucho mayor. Antes no existía medicación. El litio se utilizó por primera vez en 1949. Y la cloropromazina en 1952.

 

El psiquiatra habla con el acento de la región y sus frases corren como la pólvora. Le pregunto qué piensa de la teoría del homicidio involuntario. Dice:

 

Qué va, en absoluto. Ten en cuenta que su sobrino había nacido meses antes. Él dependía del dinero de su hermano. Se sentía una carga. Es evidente.

 

Y la historia de la automutilación.

 

Además, eso. Se la dió a una prostituta. Sobre el episodio de la oreja tengo otra conferencia. Te la enviaré.

 

La conversación, obviamente, no prueba nada sobre el autor del disparo. Uno puede estar pensando en suicidarse y de repente se acerca un joven aficionado a las historias del Oeste, uno de esos que te echan pimienta en los pinceles, sal en el té y hasta una serpiente en la caja de pinturas y dispararte con una pistola «que funcionaba cuando quería». Así que releí el artículo de los pulitzers. «Versiones primigenias del chapucero intento de suicidio», dicen, como si el pintor no hubiera muerto. En la última parte, se alza la voz de un reputado forense  analizando los colores de la herida y la supuesta ausencia de hollín, pólvora o quemaduras: «A tenor de los indicios médicos, Van Gogh no se infligió la herida». No puedo pronunciarme sobre el particular. Pero debo preguntar por qué se extrañan de que el pintor pudiera dispararse con la mano derecha sobre la parte izquierda del abdomen mientras se subía la camisa y no de que el joven, ¡en un accidente!, hiciera diana directamente sobre la piel. Aún: aquella decisiva pregunta sobre las teorías conspirativas: ¿cómo pudo tanta gente guardar silencio durante tanto tiempo? Aunque para qué.

 

El 27 de julio de 1890, el autor de Trigal con Cuervos, aquejado de un trastorno bipolar se disparó en el abdomen muriendo 29 horas después. Hay algo peor que no enterrar a los suicidas como merecen. Y es desenterrarlos para pegarles otro tiro.

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