En la medida en que el tiempo va disipando la posibilidad de que se detecten errores significativos o fraude electoral, la postura de Trump va quedando en evidencia, obligando a plantear qué motivos le llevan a persistir en su denuncia de unos hechos que hasta los responsables de su administración se han permitido desmentir.
Las demandas de impugnación de los resultados electorales en varios Estados han sido desechadas, bien por falta de evidencia material, bien por no resultar determinantes para el resultado final, o por ambas razones. Los Estados están dando por cerrados oficialmente sus recuentos y a pesar de que las diferencias en votos son pequeñas en varios Estados (nunca menores de algunas docenas de miles) el resultado final confirma la victoria de Biden.
Además, Chris Krebs, Director of the Cybersecurity and Infrastructure Security Agency, que forma parte de los cargos electos de la Administración Trump, ha hecho una declaración pública de que “las elecciones del pasado día 3 de Noviembre han sido las más seguras de la historia americana”. Una declaración que le valió su cese inmediato, pero que estaba avalada por los técnicos de su departamento y que fue seguida, tras su destitución, por la dimisión de su número dos.
Y, sin embargo, Trump y su representante Giulani, persisten en sus denuncias, e incluso elevan el tiro y señalan la existencia de un gran fraude orquestado en las grandes ciudades, controladas por los demócratas, con la connivencia de los responsables electorales y de los jueces.
Surge entonces la cuestión de qué logra Trump con una deriva que con seguridad no logrará mantenerle ya en la Casa Blanca. En principio hay tres beneficios que puede esperar obtener y que le pueden ser de gran utilidad a corto y medio plazo.
El primero es desacreditar a Biden y a los demócratas, deslegitimando su presidencia y poniendo, por tanto, dificultades a su labor de gobierno. El segundo es promover y asentar su imagen de líder, capaz de defender los intereses de sus bases hasta el final. Y el tercero es desmarcarse del grupo de presidentes que no lograron revalidar su presidencia en un segundo mandato; G. Ford, J. Carter y G. Bush padre. Tres de doce presidentes desde la segunda guerra mundial, que ni volvieron a presentarse a elecciones, ni lograron ejercer ya ningún poder en su partido.
Cualquiera de estos tres beneficios podría ser suficiente para justificar la postura de Trump, y apuntan a que sus interés a corto y medio plazo se centran en seguir jugando un papel activo en política, manteniendo así abierta la opción a repetir como candidato en cuatro años.
Pero frente a estos beneficios existen también una serie de costes que genera su postura y que Trump no parece considerar. Son costes que afectan al conjunto del país, básicamente el deterioro del sistema electoral y del democrático en general, así como el retraso en la transferencia de poder, que está siendo ya denunciado como peligroso por los técnicos de la Administración del Estado. En particular, en lo que respecta al tema sanitario, dada la evolución de la pandemia, y a la seguridad nacional.
Aunque lo deseable es que un gobernante relegue sus propios intereses, privados o partidistas, ante los generales, la discrepancia de intereses es algo consustancial a la naturaleza humana y no tiene por qué generar graves problemas. Existen mecanismos conocidos de corrección para alinear ambos, comenzando por las propias elecciones democráticas. Pero lo que es más preocupante es que, mientras Trump se beneficia de la situación que crea, hay un coste importante y creciente para la futura presidencia y para el país, que él no tiene que pagar. Este tipo de situación, que se conoce como de “riesgo moral”, es sabido que da lugar a resultados ineficientes. Porque, al no sufrir las consecuencias de sus acciones, quien toma las decisiones, buscando maximizar su beneficio, tiende a sobre-actuar. Justo lo que está ocurriendo con Trump.
Afortunadamente, el sistema posee una serie de medidas que lo salvaguardan. La principal, el cortafuegos de la separación de poderes. Hay que felicitarse por que los jueces que han tenido que pronunciarse ante las demandas de impugnación de los recuentos electorales, no se hayan dejado influir hasta ahora por la postura promovida por el mayor poder gubernamental, la presidencia de la nación. Sus decisiones han sido bien argumentadas y no han surgido críticas a las mismas desde la propia judicatura o desde entornos profesionales, lo que es buena señal.
La preocupación por el fraude electoral no es nueva en la sociedad americana. Hace años que se llevan realizando análisis de las votaciones sin haber logrado, hasta el momento, detectar fallos significativos ni fraude. En un artículo de Octubre de este año, Andrew Hall, profesor de la Universidad de Stanford y co-director del Laboratorio de Democracia y Polarización, presenta los resultados de su último trabajo de investigación sobre el tema. El estudio está basado en los resultados históricos de las últimas elecciones disponibles a la fecha. Sus conclusiones son claras; ninguno de los tres tipos habituales de acusaciones al voto por correo tienen ninguna base. Ni este favorece especialmente a los demócratas, ni el porcentaje de votos de fallecidos, aprovechado ilegalmente por familiares del difunto, es mínimamente relevante (se detectaron 20 casos en 4 millones de votantes). Tampoco logró su estudio detectar un número apreciable de personas que voten más una vez (lo cual ocurre en ocasiones, por errores del sistema de control).
La situación parece entonces haber alcanzado un límite y no dar para más, salvo que Trump decida dar el salto y platear que el fraude es de otro nivel, que alcanza también al sistema judicial. Gulianni ya lo ha denunciado así en sus declaraciones públicas, señalando que el fraude genérico implica no solo a los responsables de las elecciones en varios estados, sino que alcanza también a los jueces, cuyas decisiones de rechazar las denuncias son partidista y carecen de justificación real. Se está, con ello, atentando no solo contra el sistema electoral sino contra los mecanismos de control y salvaguardia del buen funcionamiento democrático, los famosos checks and balances del sistema. Ese tipo de denuncia, de nuevo sin mayor evidencia material, es una forma de populismo que fomenta el descrédito de la democracia y promueve teorías de la conspiración de fácil propagación pero de muy difícil control.
Hay que tener presente que en Estados Unidos existe un alto nivel de escepticismo con el sistema democrático y el sistema electoral. La última encuesta Gallup de 2019 indica que solo el 40% de los americanos confía en el sistema electoral, y como describe Pippa Norris, una eminente socióloga de la Univ. de Harvard, la cuarta parte de los americanos cree que en las elecciones de 2016 se contaron millones de votos ilegales. Esta forma de descrédito se fomenta, como evidencian sus trabajos, con la proliferación de teorías de la conspiración, que muestran una alta correlación con la tendencia a creer en el fraude electoral. Creencias que van además emparejadas con la desconfianza en la opinión de los expertos, la incredulidad de las declaraciones de las autoridades responsables del sistema electoral y con un alto nivel de prevención frente a las instituciones democráticas y los medios de comunicación.
Que el populismo y las teorías de la conspiración logren polarizar el país aún más de lo que muestran los últimos resultados electorales, dibuja un escenario sombrío que podría degenerar en conflictividad y violencia social. Algo nunca deseable, pero aún menos en un escenario, como el actual, agravado por la crisis económica generada por la pandemia.
La postura de Trump se puede entonces racionalizar desde el punto de vista de sus intereses personales solo si se hace abstracción de los intereses y los costes públicos que sufre el conjunto del país. Es entonces previsible que no deponga su actitud hasta que no le alcancen los costes que genera con la misma, algo que tiene mucho que ver con la postura que adopten el resto de políticos republicanos. Las voces críticas frente a Trump van entre ellos en aumento, pero aún falta que se constate una situación genérica de rechazo a sus planteamientos. Entonces será el momento de comprobar si le ha valido la pena este viaje.