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Mientras tantoSé tú mismo

Sé tú mismo

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

Cuando los ideales declinan, se diría que nada mejor podemos procurar sino que cada cual trate de “ser él mismo”. No hay entonces valor más alto que el de la autenticidad, porque cualquier otro  o está ya contenido en éste o, en caso contrario, no puede servir para uno mismo. Es el yo de cada uno el que establece su propio catálogo de valores, que por fuerza tiene que diferir del de los demás. Hay un cierto modo de ser humano que para cada uno es su modo, según el cual ha sido llamado a vivir su propia vida sin imitar la de ningún otro.

 

1. Sé tú mismo (o tengo que ser yo mismo), se dice como una irreprochable máxima de conducta. La sospecha asoma cuando deja entrever en ocasiones la altiva autosuficiencia de la que suele emanar y el limitado alcance de la plenitud que propone. Sin ir más lejos, porque a menudo se invoca en abierta disculpa de la propia torpeza moral como si ésta fuera un fruto forzoso de la fatalidad. Uno es como es, y qué le vamos a hacer; cada cual es cada cual, y yo sé lo que me hago. En tan solemnes tautologías se encierra la trampa de que el sujeto, so capa de obligada fidelidad a sí mismo, encubra una indolencia o cobardía culpables ante la permanente tarea de su humanización. Al final, en lugar de aceptar las diferencias entre los valores, se instaura la diferencia como el máximo valor. Lo que importa no es ser mejores, sino simplemente distintos; lo que queda es la pura indiferencia hacia los valores. Es la arrogante clausura de este yo ensimismado lo que más llama la atención. “Los demás forman al hombre”, sentenció Montaigne, pero aquél está en el mundo como quien nada tuviera que aprender de los otros y todo lo necesario para su perfección lo llevara ya consigo.

 

Es que, en el fondo, aquella divisa no ve al individuo en su condición perfectible o inacabada, sino como un ser terminado y definitivo al que viene a decir: sé lo que ya estás siendo, no tienes por qué cambiar. Aquel imperativo nos invita a salvar ese foso  -entre ese no ser todavía y lo que algún día se será-  sin apenas esfuerzo. A este trasunto humano de la inmutabilidad divina se acomoda el individualista infantil de nuestros días: “No conoce más que un único lema: sé lo que eres desde toda la eternidad. No te enredes con tutores ni trabas de ningún tipo, hazle únicamente caso a tu singularidad.No resistas a ninguna inclinación, pues tu deseo es soberano. Todo el mundo tiene deberes salvo tú”. Adiós, pues, a los modelos ejemplares, si se ha decidido que no hay tablas de la ley o, en todo caso, que hay tantas tablas cuantas cada cual se labre o encuentre en el mercado de valores. La hueca pedagogía contemporánea pregona que “educar no es fabricar adultos según un modelo, sino liberar en cada hombre lo que le impide ser él mismo, permitirle realizarse según su ‘genio’ singular”. Así que, salvo en las materias instrumentales, el educando nada tiene que aprender: la disciplina dejará paso al juego, la enseñanza de conceptos cederá ante la estúpida respetabilidad de todas las ideas y la lección será sustituida por la libre expresión de los tópicos vigentes.

 

¿Recurriremos entonces a aquel Llega a ser el que eres que cantó Píndaro? La nueva fórmula parte ya de resaltar la distancia entre lo potencial y lo actual, entre lo naturalmente dado y lo moralmente adquirido. Debemos ser algo que aún no somos, a fuerza de dejar de ser lo que estamos siendo; no se nace siendo uno mismo, sino que éste se gesta y alumbra progresivamente. “Al comienzo no es el sujeto, sino el prejuicio”, resume Fienkielkraut: “La autenticidad no es cosa nativa. Es como la originalidad, que se consigue remedando. Se acaba, no se empieza, por ser original, auténtico y joven”. El remozado consejo mejora sin duda al anterior, pero todavía resulta insuficiente. Ahora hay que llegar a ser, sí…, pero nada más que lo que eres, como si eso fuera un destino prefigurado desde siempre por algún Hacedor y conocido de antemano por el propio sujeto como su privilegiado profeta.

 

2. Por lo que uno sabe, tal vez el último avatar de este eslógan imperante lo protagoniza la denominada “ética de la autenticidad”. A partir del dogma de que existe cierta forma de ser humano que constituye mi propia forma, se deja sentado que cada cual está llamado a vivir su vida de esta irrepetible manera. La fidelidad a uno mismo exige desechar todo modelo posible; la admiración siempre será una caída. No hay fuera de mí el modelo conforme al que vivir, que sólo puedo encontrar en mi interior. En definitiva, no hay deber más alto que el de la originalidad y ese deber pide a cada quien descubrir por sí mismo lo que significa ser él mismo. Para quien su arquetipo es uno mismo, la reverencia de lo ajeno sería tomada como una deserción de lo propio.

 

Pero tan novedosa ética se alarma enseguida de que la actitud egocéntrica que subyace a este complaciente autocultivo individual haya degenerado en variadas versiones de lo que se dio en llamar “cultura del narcisismo”. ¿Acaso podía ser de otra manera? La retórica de la diferencia y de la diversidad culmina en el sinsentido de predicar que toda opción moral es igualmente valiosa porque sólo la propia elección otorga valor. Así es como se niega explícitamente un horizonte objetivo de valores por el que, mucho antes de la elección, algunas cosas valen la pena, otras no tanto y otras no valen la pena en absoluto.

 

Quien crea ser auténtico por ser original se embarca en la arrogante empresa de inventarse una moral desde cero y de uso exclusivo. Pero toda moral es por naturaleza una moral de perfección, la propia de un yo que se elige en cada momento  como distinto de lo que ha sido. La presunta moral de identidad, al contrario, se pone al servicio de un yo prepotente cuyo más acariciado objetivo es permanecer inalterable. A esta extraña moral hoy tan de moda, cuyo primero o único mandamiento dice ‘sé el que eres’, le conviene  -observa Sánchez Ferlosio con desenfado-  el sobrenombre de moral del pedo. Y es que en ella, a la hora de determinar lo que uno debe ser, “juega un resorte de discernimiento idéntico al que hace a las personas complacerse con el aroma de los propios vientos y sentir repugnancia ante el hedor de los que soplan desde un culo ajeno”…

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