En el célebre discurso de Vistalegre, 2014, donde Pablo Iglesias dijo aquello de «asaltar los cielos» (parafraseo de Marx, amigos periodistas) sucedió algo totalmente inadvertido. No, no me refiero a cualquier anécdota rijosa, mucho menos a la cursilería consustancial de cualquier acto exaltado. El cambio fue la jerarquización implícita del partido y cómo este se convirtió en una estructura vertical , con no pocos ribetes religiosos, casi sin oposición interna: Se forzaba en plena celebración y sonrisas del auditorio algo tan fascista como una toma de decisiones feudal: Iglesias hizo suyo al Homero de «Uno solo sea el rey» e impuso un califato que pronto vería concubina y visir (¡y múltiples Iznogud!). A los pocos años, con la incapacidad de cualquier comisión con poder ejecutivo, Podemos sería fruto de mil escisiones. Todos los subalternos fueron conscientes de que sólo dependían de una u otra bicoca del césar visionario.
La ley de la causalidad
En los grupos muy pequeños, especialmente en la adolescencia y juventud, la labor del líder es buscar enemigos o inventárselos para mantener su despotismo. Iglesias, en inicio, tuvo razón: una estructura jerárquica hace la acción de un partido eficaz, las elecciones estaban cerca -el enemigo era la casta- y esa estructura de sumisión consiguió tres millones de votos. Se creaba un imaginario de adversarios, teme aquel que domine tus odios y deseos, donde la vieja política taparía cualquier abuso de poder. Muy pronto, sin que se dieran cuenta, muchos acabaron siendo otro peón a favor de un ego enloquecido. Algo totalmente contrario al propósito original de colaborar por un ideal más grande.
Lo hace incluso cuando estás en el W.C.
Este ejemplo es fácil de entender para ver cómo los grupos solo pueden consolidarse con un enemigo en común. Es una ley en antropología -una de las asignaturas que más disfruté en la universidad- y la labor del líder es crearlos, aunque no existan. «Construyo situaciones», decía John Lennon; líder nato durante gran parte de su vida. Iglesias no asaltó los cielos, qué duda cabe, pero consolidó su plataforma para goce y beneficio de una nueva clase emergente. Casi diez años después, múltiples elecciones generales fallidas, esa estructura ha convertido el partido en manicomio demencial donde cada elección, cada enfrentamiento político, se salda con una escisión.
Aquella de Yolanda Díaz, de hecho, se ve en el horizonte, pero pocos han analizado en que gran parte de la culpa está en unos estatutos apoyados de manera universal: fueron votados por más de diez mil personas que ante un enemigo real o imaginado eligieron la genuflexión; nadie leyó aquella historia de Alejandro Magno y sus soldados. Y no hay nada más doloroso que aquel viejo militante, ese amigo subyugado, descubriendo que ha perdido diez años de su vida como mucama de otro. Yo solo perdí tres, gracias a Dios, pero en ese diálogo entre Vargas y Menzies de Sed de Mal podemos ver el espejo de lo tontos que fuimos: