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AcordeónSecretos, mentiras y autodestrucción. Las cintas de Richard Nixon

Secretos, mentiras y autodestrucción. Las cintas de Richard Nixon

 

Me doy cuenta de que estas transcripciones proporcionarán material para muchas historias sensacionalistas en la prensa… Me avergonzarán a mí y a aquellos con los que yo he hablado… Se convertirán en el tema de especulación y de burla

Richard Nixon 

 

 

El Servicio Secreto de los Estados Unidos, siguiendo instrucciones de Richard Nixon, instaló, en febrero de 1971 (dos años después de asumir la presidencia del país), varios micrófonos en el Despacho Oval. Cinco de ellos se ocultaron bajo el escritorio del presidente y otros dos se colocaron en la chimenea. Varias líneas de teléfono de la Casa Blanca fueron pinchadas. Un mezclador, situado en el desván del edificio, coordinaba las cintas de la marca Sony, modelo TC-800B, con el objetivo de que todas las conversaciones del presidente quedaran adecuadamente registradas. Métodos similares fueron aplicados en su residencia de Camp David un año después, tanto en el interior de la vivienda como en el teléfono que Nixon utilizaba en la casa. La mayoría de las personas que fueron grabadas a través de este sistema (salvo su jefe de Gabinete, Bob Haldeman; el responsable de toda la operación, Alexander Butterlfield; y los miembros del Servicio Secreto) desconocían la existencia de las cintas magnéticas.

 

 

* * *

 

En junio de 1972, cinco hombres fueron detenidos tras asaltar el Comité Nacional del Partido Demócrata, situado en el Hotel Watergate de Washington DC, e intentar espiar a los miembros de esta formación política. Gracias a las investigaciones realizadas por el periódico The Washington Post (y a la indispensable información suministrada a los reporteros de este diario por el agente del FBI Mark Felt, conocido como Garganta Profunda) se descubrió la sospechosa conexión entre el presidente Richard Nixon y el grupo de asaltantes, uno de los cuales, en el momento de su detención, aseguraba haber trabajado para la CIA. Cuando Butterlfield, el 16 de julio de 1973, testificó bajo juramento ante el Comité de Investigaciones del Senado –creado a raíz del caso Watergate y confesó tener conocimiento de las grabaciones realizadas por el presidente en el Despacho Oval, la Administración Nixon ya estaba siendo cuestionada por una parte de la opinión pública y los medios de comunicación. Este testimonio, no obstante, cambió radicalmente el rumbo de la investigación. Finalmente, en julio de 1974, el Tribunal Supremo decidió por unanimidad (con un resultado de 8 a 0) que las cintas debían ser entregadas. El contenido de esas grabaciones fue utilizado posteriormente como una de las pruebas clave en el caso y obligó al presidente –sumido en un escándalo político nacional sin precedentes– a dimitir quince días después.

 

Impulsado por la inusitada convicción de que las grabaciones contribuirían a demostrar su inocencia, Richard Nixon se comprometió a dar a conocer al público las trascripciones de 46 conversaciones (su extensión en papel era de 1.254 páginas) que tuvieron lugar en la Casa Blanca. El presidente, alegando razones de seguridad nacional y acogiéndose al privilegio ejecutivo, supervisó y editó con sus asesores todas las conversaciones con la intención de excluir cualquier tema que no tuviera una relación directa con el caso. Sin embargo, las grabaciones revelaron, entre otras cosas, que Nixon estaba dispuesto a aceptar el chantaje de uno de los ladrones involucrados en el espionaje a los demócratas (“No tienes otra alternativa que presentarte con los 120.000 dólares”) y, en palabras de los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein, discutió esta posibilidad “al menos media docena de veces durante la reunión, sin sugerir ni una sola vez que pagar a estos hombres por su silencio sería inapropiado”. La duración de esas grabaciones, que fueron puestas a disposición del público durante el periodo del escándalo, rozaba las 63 horas.

 

Gracias a la tenacidad de Stanley Kutler, historiador de la Universidad de Wisconsin, quien, junto con la asociación sin ánimo de lucro Public Citizen, demandó en 1992 a los Archivos Nacionales y Administración de Documentos, más de 3.000 horas de conversaciones fueron aprobadas para su publicación. Las últimas 340 horas se desclasificaron en el año 2013. Como resultado de este encomiable esfuerzo, los historiadores Douglas Brinkley y Luke A. Nichter pudieron convertir esas transcripciones en un libro excepcionalmente editado y anotado, titulado The Nixon Tapes, que se publicó el pasado verano coincidiendo con el 40 aniversario de la dimisión de Richard Nixon; y los lectores lograron, por fin, acceder al material desclasificado expuesto de una forma cronológica –acompañado también de unas breves pero necesarias introducciones–, con su conveniente glosario de personajes y abreviaturas, y el siempre útil índice onomástico.

 

Las conversaciones reproducidas en The Nixon Tapes, sin embargo, no versan sobre la implicación de Richard Nixon en la conspiración política ni sobre las actividades ilegales realizadas por “todos los hombres del presidente”. (Recordemos que las cintas entregadas al tribunal contenían información relacionada con diversos asuntos de interés general). Para este volumen, los editores decidieron centrarse únicamente en los años 1971 y 1972, cuando el caso Watergate todavía no se había convertido en el tema principal de los diálogos. Nixon grabó las discusiones que mantuvo con sus asesores sobre, por ejemplo, cómo poner fin a la Guerra de Vietnam, restablecer las relaciones diplomáticas con China o cuáles serían los posibles beneficios del Tratado de misiles antibalísticos que, en plena Guerra Fría, firmó con el presidente de la Unión Soviética, Leonid Brézhnev. Además de tomar decisiones cruciales en política exterior, analizar (y tratar de manipular y extorsionar) a sus enemigos políticos en la campaña electoral, así como compartir ideas de estrategia armamentística con su secretario de Estado, Henry Kissinger, el presidente republicano también se explaya sobre temas como la homosexualidad, las mujeres o la religión, mientras lanza insultos a un número significativo de personas (incluyendo al pueblo estadounidense en su conjunto), realiza comentarios inequívocamente antisemitas e impide (esto sucede en la mayor parte de las conversaciones) terminar las frases a todos sus interlocutores.

 

Richard Nixon no fue el primer presidente en grabarse a sí mismo durante el periodo que ocupó la Casa Blanca. (Franklin Roosevelt ordenó que se grabaran sus ruedas de prensa. Harry Truman, continuando los pasos de su predecesor, colocó otro micrófono en una lámpara de su escritorio. Dwight Eisenhower grabó parte de sus conversaciones telefónicas. Y John F. Kennedy y Lyndon Johnson grabaron cientos de horas de conversaciones). Pero sí fue el único en hacerlo con un sistema de grabación que se activaba con el sonido. Cualquier persona que comenzara a hablar en el espacio donde estaba instalado el equipo sería inmediatamente grabada. De ese modo, las conversaciones, a juicio del presidente, conservarían un necesario tono de espontaneidad y naturalidad, representando con exactitud la realidad de los hechos. La recogida de datos no podría verse corrompida por ningún tipo de discriminación, porque, si esto sucediera, la misma idea de la grabación carecería de sentido. “Seleccionar las conversaciones socavaría completamente el objetivo mismo de realizar las grabaciones”, afirmó Nixon, “si las cintas van a constituir un registro objetivo de mi presidencia, estas no pueden estar sesgadas”.

 

Según los editores de The Nixon Tapes, el líder republicano, que poseía una personalidad prodigiosamente narcisista, emprendió este arriesgado proyecto porque estaba convencido de que él, “genio de la diplomacia”, sería considerado por los historiadores, al igual que su admirado Winston Churchill, uno de los grandes estadistas del siglo, y, por ende, necesitaba poseer toda la documentación disponible para que el público estadounidense tuviera la oportunidad de conocer, por supuesto sólo a través de su voz –preferiblemente con el clásico género de las memorias–, cómo, cuándo y porqué se tomaron todas esas difíciles pero eficaces decisiones. Nixon manifiesta dichos objetivos a Haldeman con bastante claridad en el inicio de las transcripciones:

 

NIXON: Esto es totalmente para, básicamente, ponerlo en mi archivo. En mi archivo. No lo quiero en el tuyo (de Butterlfield) o en el de Bob (Haldeman).

HALDEMAN: Claro.  

NIXON: El propósito de todo esto, básicamente, es que… puede que haya un día en el que tengamos que utilizar esto como… puede que queramos sacar a la luz algo positivo, o puede que necesitemos algo para asegurarnos que podemos corregir algún dato…

HALDEMAN: Es cierto.

NIXON: –que es mucho mejor. Puedo tener mis conversaciones personales, que yo quiero tener, y no tener a la gente ahí, ya sabes…

Por lo tanto, creo que funcionará bien. Es un buen sistema.

HALDEMAN: Simplemente no le digas a nadie que lo tienes y no trates de ocultar nada….

 

Las cintas, empero, estaban destinadas al consumo personal: no fueron instaladas para que millones de americanos escucharan a su presidente –a modo de reality– cómo realizaba su trabajo y convivía con el resto de sus colaboradores, mientras los números de teléfono se ponían a disposición de los oyentes para que estos últimos pudieran echar, tras las correspondientes designaciones, a los integrantes de la Casa Blanca. Aunque, a decir verdad, los participantes de este exitoso formato televisivo saben, al menos, que todo lo que digan o hagan acabará reflejado, con mayor o menor fortuna, en una pantalla. No se puede decir lo mismo del drama shakesperiano producido por Richard Nixon, en el cual la mayor parte de los protagonistas (algunos de ellos también celebridades) fueron capturados in fraganti sin la posibilidad de rechazar la invitación a participar en él. Nos encontramos, pues, con miles de horas de grabaciones que sirven no solo como una valiosa fuente primaria en el ejercicio de la investigación histórica, sino también como un producto de entretenimiento susceptible de ser utilizado –quizá con demasiada frecuencia– en los nebulosos campos de la especulación psicológica y el cotilleo generalizado. Además, este material cuenta con la ventaja de aparecer ante el público como un relato inédito e indiscutiblemente original, ya que ningún presidente de Estados Unidos (ni de ningún otro país) ha grabado semejante cantidad de tiempo haciendo de gobernante. En resumen, Nixon es el responsable de inventar un género literario nuevo, que podríamos llamar “el teatro de la realidad política”, abierto a variadas lecturas y deconstrucciones –plagado de tropos y elementos tragicómicos–, que bebe de las fuentes de la épica y la sátira (así como de los charcos beckettianos del absurdo), en el que las acotaciones, debidamente escritas por los editores, completan una narración cuyo contenido, no ficticio, se basa en la exposición pública de unos pocos hombres tratando de –nada más y nada menos– liderar el mundo.

 

Más allá del chismorreo político y la jugosa documentación histórica, The Nixon Tapes también proporciona al lector el retrato de un presidente atormentado y paranoico que, en muchas de esas conversaciones, parece olvidarse de que está siendo grabado. Por esa razón, Nixon encaja a la perfección en esta morbosa tragicomedia, la cual, además de sus estimadas aportaciones a la historiografía estadounidense contemporánea, posee la virtud de que no ha sido imaginada ni redactada por ningún dramaturgo; los personajes se interpretan a sí mismos cumpliendo, pasmosamente, con todos los estereotipos que les son atribuidos. Nixon es previsiblemente maquiavélico y Kissinger, sin dejar de ser un hombre poderoso operando tras la sombra del líder, es obediente y respetuoso con sus superiores (incluso frente a los prejuicios antisemitas de su jefe). Haldeman, por su parte, actúa como un leal soldado sin contrariar en ninguna ocasión al político republicano (es abrumador las veces que uno tiene que leer expresiones como es cierto y sí, señor, en boca de uno u otro asesor, a lo largo de las páginas de este libro). Otros van y vienen como actores de reparto, realizan algunas observaciones y salen de escena en el momento indicado. Entre los participantes de los diálogos figuran personas influyentes de la política norteamericana del último medio siglo, como el ya mencionado Henry Kissinger; su predecesor en el cargo, William Rogers; el expresidente, George H. W. Bush; el exsecretario de Defensa, Donald Rumsfeld; el evangelista, Billy Graham; y el militar, Alexander Haig. La lista es significativamente larga. De acuerdo con Brinkley y Nichter, Kissinger y Rogers se “sintieron traicionados” al conocer la existencia de las cintas; otros, como Bush y Rumsfeld “continuaron con sus propias carreras políticas”. 

 

Según el periodista Anthony Summers, autor de Nixon: la arrogancia del poder, Billy Graham, conmovido mientras realizaba la lectura de las transcripciones del caso Watergate, “se echó a llorar” y “después vomitó”, debido a que, el evangelista, de una forma un tanto exagerada, sentía “verdadero amor” por su presidente y lo veía como “la mayor esperanza para el país”. De acuerdo con el reportero, después de las publicaciones del escándalo, William Randolph Hearst, hijo del famoso magnate de la prensa estadounidense, escribió que la Administración Nixon parecía “una banda de mafiosos hablando de su estrategia en una situación apurada”. Henry Kissinger, quien representó un papel estelar en ese elenco de artistas invitados, afirmó que “si las cintas hubieran salido a la luz después de su fallecimiento”, el presidente “habría conseguido la extraordinaria proeza de suicidarse después de su propia muerte”. (Que es exactamente lo que ha ocurrido con la publicación de The Nixon Tapes. Por lo tanto, se podría decir que Nixon, siguiendo la ocurrente metáfora de Kissinger, cometió una proeza aún mayor: cometer un doble suicidio).

 

Hubo reacciones para todos los gustos. A pesar de que muchos se llevaron las manos a la cabeza al descubrir, despavoridos, que habían compartido vida y obra con una especie de Tony Soprano, otros trataron de restar importancia a la situación para no seguir contribuyendo a la configuración del monstruo que parecía encarnar el presidente tras la divulgación de las cintas. (Kissinger, incluso, llegó a decir que no recordaba a Nixon como una persona malhablada. Una afirmación que, después de leer este libro, podría provocar carcajadas). Por otro lado, resulta muy interesante que, como confiesa en las transcripciones citadas anteriormente, Nixon pensara que en el material recopilado que, si fuera necesario, hubiera que “sacar a la luz” sólo se conservaría “algo positivo”, obviando de manera un tanto ingenua el hecho de que las conversaciones que mantiene un presidente en el Despacho Oval suelen ser, como mínimo, comprometidas, máxime cuando la mayor parte de los participantes de las mismas no saben que sus declaraciones, presumiblemente de carácter privado, van a quedar inscritas para la posteridad. Curiosamente, Haldeman, uno de los pocos que sabía lo que en realidad había pasado, fue quien definió con mayor lucidez la sensación de aquellos que se despertaron un día y observaron que todas sus aseveraciones se habían reproducido en la prensa con meticulosa precisión:

 

“Imagina cuales serían tus sentimientos si un lunes por la mañana abrieras el periódico y te dieras cuenta de que alguien ha grabado todas las conversaciones que se han producido en tu casa durante el fin de semana, que ha seleccionado los peores fragmentos y los ha publicado en el periódico. Eso es más o menos lo que nos sucedió a nosotros”.

 

El jefe de Gabinete de la Administración Nixon, no obstante, pensaba, al igual que su líder, que las “buenas historias” del primer mandato merecían ser contadas. Nixon incluso había imaginado un título para ese –supuesto– espléndido libro que, por razones obvias, nunca se llegó a publicar. Se llamaría 1972, puesto que en aquel año obtuvieron grandes éxitos en el terreno de las relaciones internacionales y ganaron, por un amplio margen, las elecciones presidenciales. “Consigues China y Rusia y eres reelegido. Es un año cojonudo”, le dijo Nixon, exaltado, a Haldeman. Ambos preferirían, sin duda, haber seleccionado ellos mismos esas historias y no aparecer desnudos –tal y como son o parecen ser– ejerciendo las labores de gobierno ante los ojos de la opinión pública. En The Nixon Tapes observamos que, aparte de tomar las medidas que condujeron a esos incuestionables logros, el presidente también debate sobre otras cuestiones, por decirlo de alguna manera, un tanto más banales, y critica, en ocasiones, a sus más cercanos asesores:

 

NIXON: Ahora… yo no creo eso para nada. Lo que ha pasado es que Henry [Kissinger] ha puesto la idea ahí otra vez. Dice que “ahora es el momento”. Y yo dije: “No, no lo es”. Le tuve que decir que no perdiera el tiempo. El problema es que Henry no es un buen negociador. Simplemente no lo es. Él no sabe… mierda, él no sabe cómo hacerlo… Tienes que seguir diciéndole que se aleje de ese tipo de cosas, porque él… siempre negocia como si estuviera en una reunión de gabinete.

HALDEMAN: Es una actitud.

 

Nixon asimismo exhibe un enorme talento creativo al combinar, en una extensión muy reducida, los supuestos problemas de la juventud estadounidense, la cuestión de la “feminidad” y su obsesión por el judaísmo (embadurnando todos estos temas con un extraño sentimiento de culpabilidad), convirtiendo –de una manera ciertamente inquietante– una rutinaria charla presidencial en uno de los diálogos más surrealistas y humorísticos jamás escritos sobre las aventuras y desventuras de los inquilinos de la Casa Blanca, mucho antes de que llegaran a nuestras pantallas series televisivas como House of Cards, Veep o Alpha House:

 

NIXON: La cuestión ahora, Henry [Kissinger], es lo de beber a los dieciocho años. Porque, bueno, el 75 por ciento de los chicos puede que beban a los dieciocho. La mayoría. Y esos chicos que beben a los dieciocho años se comportan de forma extraña. No es una buena idea. Quiero decir que hay que parar eso en algún momento. ¿Por qué las chicas no dicen palabrotas? Porque un hombre… La gente no puede tolerar…

HALDEMAN: Las mujeres sí dicen palabrotas, señor.

NIXON: ¿Eh?

HALDEMAN: Sí que las dicen, señor.

NIXON: Oh, ¿ahora las dicen? Sin embargo, eso elimina algo que es propio de ellas. Ni siquiera se dan cuenta… Un hombre borracho que dice palabrotas… La gente puede tolerar eso, y dirán que es una señal de masculinidad o cualquier maldita cosa. Todos lo hacemos. Todos decimos palabrotas. Pero tú muéstrame una chica que diga palabrotas y yo te mostraré una persona fea y poco atractiva. Quiero decir que toda la feminidad ha desaparecido. Y ninguna chica lista dice palabrotas accidentalmente… La razón es, básicamente, que una vez que empiezas… eres tan vulgar como el hombre –y créeme le llaman “teoría de la ética”–. Al infierno con ello. Es lo que ha fundado este país. Lo ves, Henry, volvemos a tu religión judía. Tú lees el Antiguo Testamento, dónde están la mayor parte de esas cosas. Estas son cosas del Antiguo Testamento, no del Nuevo Testamento.

 

El presidente estaba realmente preocupado por el lenguaje grosero utilizado en las conversaciones. Con todo, la imagen que Nixon mostró a aquellos que hablaron con él no siempre fue la misma. Muchos de los que fueron grabados no conseguían identificar a ese Richard Nixon que blasfemaba de manera reiterada porque, sencillamente, nunca lo habían escuchado expresándose en esos términos. Eso se debía a que el presidente, como es lógico, no hablaba con todo el mundo de la misma manera. Las bromas racistas y sexistas, contadas con frecuencia durante los coloquios, también incomodaron al político republicano (cuyos principios religiosos, originados en el seno familiar, nunca dejaron de atormentarle) y le costó reconocerse recurriendo a esos comentarios ofensivos.  Sin embargo, como escribió Summers, “la respuesta del público ante el contenido de las cintas podría ser mucho más preocupante que la desaprobación por su lenguaje grosero, y Nixon lo sabía”. El diálogo –transcrito en este nuevo volumen– que mantuvieron Kissinger y el presidente a propósito del bombardeo de Camboya (“vamos a bombardear a esos bastardos”) puede ser, entre otros, uno de esos aspectos “preocupantes”.

 

A raíz de otro tema de espionaje, conocido como el caso Moorer-Radford, Nixon vuelve a impresionarnos con su fascinación por el encubrimiento y el secretismo, facilitándonos una escena en la que se puede comprobar, una vez más, que el presidente jamás se imaginó que estas cintas llegarían a ser publicadas:

 

NIXON: Parece que está haciendo el trabajo que… el problema es que no me importa si Moorer es culpable. No podemos debilitar la única parte del gobierno que nos apoya por razones filosóficas. No podemos hacer nada con un problema que debilitaría a los Jefes del Estado Mayor. Los militares podrían recibir un golpe del que nunca se recuperarían. Nunca se recuperarían si lo hiciéramos. No podemos hacerlo. Los militares deben sobrevivir. Veremos si ellos… Este no es el lugar para aplicar la disciplina. Ese el problema. Tenemos que hacernos cargo del militar. Más nos vale hacer algo con él, pero no sé qué diablos se puede hacer. ¿Alguna idea?

EHRLICHMAN: Sí, pero todas son ilegales.

NIXON: ¿Todas ilegales? Ja, ja, ja. Eso es bueno.

EHRLICHMAN: Ponerlo en un saco y tirarlo de un avión.

NIXON: Eso serviría. Sí.

 

John Ehrlichman, asesor del presidente en política interna, no sospechaba que la broma sobre lo complicado que era hacer algo legal al respecto iba a ser leída por una alarmante cantidad de personas. No obstante, así fue. Ese tono burlesco y frívolo puede ser fruto de la ignorancia y la inconsciencia de algunos de sus consejeros, quienes, dejándose llevar por el carácter afable de su presidente, actuaban con normalidad en una charla en confianza. Ni unos sabían que aquello se estaba grabando; ni los otros, a pesar de conocer la existencia de las cintas, creían que su contenido sería posteriormente vendido por entregas en la prensa y en los libros. Aun así, el festival de información resulta tan irresistible y adictivo que hasta los propios editores del libro insinúan, sin ningún rubor, lo mucho que les hubiera gustado que el presidente comenzara a grabarlo todo en el mismo momento en que asumió el poder. Así no nos perderíamos, por ejemplo, las conversaciones privadas que mantuvo Nixon el 20 de julio de 1969 con los astronautas del Apolo 11 cuando estos pisaron la luna, ni la llamada de teléfono que hizo el presidente –de forma espontánea– para pedir su limusina y así poder desplazarse al Monumento Lincoln, lugar donde acabó charlando en persona con unos manifestantes, y podríamos escuchar al político intercambiando opiniones con Elvis Presley en la famosa reunión celebrada en el Despacho Oval el 21 de diciembre de 1970. (Esto último, hay que reconocerlo, es una pena que no quedara registrado).

 

El daño que las cintas provocaron en el legado de Richard Nixon fue, sin ninguna duda, inmenso, y sus éxitos políticos se vieron ensombrecidos, inevitablemente, por el escándalo de su mediatizada decadencia. Poco importa ya la apertura del país a la China comunista o la creación de la Agencia de Protección Medioambiental (que lo convirtió en uno de los presidentes más ecologistas de la historia de los Estados Unidos). A pesar de todo, algunos recuerdan, no sin cierta nostalgia, su realismo político, tan alejado de la nueva derecha, los neocon y los fervorosos periodistas e intelectuales de la llamada revolución conservadora, quienes unos cuantos años después acabarían conquistando ideológicamente al Partido Republicano. 

 

Nixon, símbolo del abuso de poder y forjador involuntario de una leyenda periodística, representó, durante los últimos años de su presidencia, en palabras de su sucesor Gerald Ford, “una larga pesadilla nacional”. Finalmente, como afirman Brinkley y Nichter, el político se retiró “bajo una nube de vergüenza” a su casa de San Clemente, California, donde siguió luchando de forma incansable por la propiedad de sus cintas, y murió el 22 de abril de 1994 “sin haber recuperado las cintas ni su reputación”.  

 

Los ciudadanos, como recompensa por la vergüenza colectiva que generaron las acciones ilegales de su presidente, recibieron (y continuarán recibiendo, puesto que el próximo volumen de las transcripciones, titulado 1973, se publicará en septiembre) páginas y páginas de una historia en la que –homenajeando a la gran novela americana– se puede vislumbrar la jerga propia de los tiempos, y encontrarán en ella, como es natural, los elementos más representativos de un típico drama familiar, algo de tensión racial y unas buenas dosis de humor negro. De ese modo, todos los lectores, empujados por el magnetismo de su trama, se zambullirán en los profundos lagos donde –asegura el canon– reside la verdadera identidad del hombre nacido y criado en la compleja Norteamérica.  

 

Entonces, después de observar al personaje en acción y saborear su exquisito cadáver, de regocijarnos con su literaturizada inmolación, ¿somos capaces de responder, por fin, a la gran pregunta? ¿Sabemos quién fue, realmente, Richard Nixon?

 

Seguiremos investigando, ya que el espectáculo de su autodestrucción, al parecer, todavía no ha terminado.

 

 

 

Xabier Fole es periodista. Graduado en Historia por el City College de Nueva York, especializado en historia intelectual de los Estados Unidos, colabora como fact-checker para The New York Times en la sección Syndicate. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Escribir en América. El legado de Hunter S. ThompsonLa obsesión posmodernista y la fascinación por el absurdo: David Lynch, Foster Wallace y Thomas PynchonEl mito de la Reconstrucción y la revista ‘The Crisis’. La resistencia de los intelectuales afroamericanos. En Twitter: @XabierFole

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