No nos damos cuenta, tan libres y democráticos como creemos ser, y nos la están metiendo doblada con la tecnología. Que si averiguamos su paradero gracias a su teléfono móvil, o ese Síndrome de Estocolmo que representa el 98% de la población occidental, que si te llama y no les contestas en el ipso facto, así como si titubeas sin responder a un correo electrónico –y ya no digamos nada si la pasividad viene generada tras un cese sin excusa aparente del chat o del mismo Facebook– terminan llamando a la policía denunciando tu desaparición. Luego llegan a casa y te encuentran dormido en el sofá, con un libro abierto sobre tu pecho, y citan a declarar hasta al editor del mismo.
El mundo se ha convertido en una inmensa mierda donde estás obligado a tener cuenta bancaria, hipoteca a 35 años, domiciliar todos tus pagos en la citada cuenta, abusar de tarjetas de crédito, y contestar a todos aquellos estúpidos comentarios que se expanden por la red, ayudados de extraños emoticonos, en una evidente vuelta al infantilismo, que en estos tiempos que corren deberían ser sus ejecutores tildados de retrasados.
Pero lo del móvil es lo que, en mi caso, más me ha afectado. Yo, que ya dispuse de un Motorola en el año 96, cuando los que no tenían móvil te señalaban por la calle –evidentemente vivía en España rodeado de hienas–, me siento especialmente estafado por las nuevas tecnologías, que sin quererlo ni beberlo me obligaron, hasta hace un mes, a revisar el correo, el Twitter y los chats donde bajé a la mina del amor cuando en realidad se folla en la superficie de manera sin igual. De hecho todos los que hoy perdemos el culo por buscar rollo a través del chat –algunos, en sus insondables agujeros negros, buscan hasta parejas formales– fuimos creados por parejas que se conocieron en playas, bares, paseos, escuelas, parques… en la realidad que huele a hierba seca o a tierra mojada, y nunca a batería quemada.
Yo, hasta hace poco, revisaba el teléfono móvil atrapado en el bolsillo de mi pantalón cada tres minutos, en un trastorno que si no era bipolar al menos lo era subnormal. Preocupado por si la batería se acababa, la pantalla estaba sucia, o la conexión a internet era defectuosa. Perdiendo el tiempo de mala manera. Soñando con que me llamara no sé ni quién cuando siempre eran los mismos los que se ponían en contacto conmigo y para decirme las mismas tonterías.
Pues bien, estoy cerca de cumplir mi primer mes sin teléfono móvil y vivo en una paz absoluta. Además de que no me tiemblan las piernas, debido a falsas alarmas de llamadas a un móvil que ya es historia. No he tenido un solo problema de comunicación –con el ordenador ya tengo más que suficiente– y me he leído cuatro libros en menos de cuatro semanas.
El otro día, comprando un billete de avión por internet, pasé a la historia; o al menos a la mía. Ya que a la hora de insertar el teléfono de contacto puse el de mi restaurante. Momento histórico. Se acabó el cargar la batería del móvil. El meterle más dinero. El repararlo cada seis meses cuando directamente no había que comprarse uno nuevo. Se acabó la dictadura del siglo XXI, donde el móvil a algunos ya le es esencial hasta para masturbarse.
El colmo del éxito se produjo cuando una chica a la que conocí en un bar –ella trabajaba de camarera– me pidió mi número y yo le pregunté a qué hora salía. Luego, al recogerla, en vez de las piernas temblándome por el sonido del móvil volví a la cruda y necesaria realidad: su roce al pasear generaba un auténtico tsunami. Eso sí, quedará este diálogo para la posteridad.
—¿Y por qué no tienes teléfono móvil? ¿Es que estás loco?
Me recordó a mi abuela.
Joaquín Campos, 15/09/15, Phnom Penh.