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Mientras tantoSecuestro del cuerpo

Secuestro del cuerpo


«La atención que nunca me abandona y que, en último análisis, quizá sea la cosa más indisociable de mi vida». Clarice Lispector

 

Es imposible ver una película en casa o en clase con atención, leer un texto en silencio, estar callados escuchando quince minutos una exposición un poco densa. Enseguida hay que comentar, hablar de otra cosa, mirar el móvil, bostezar, dormitar… Lo real esa aburrido, nos da sueño. Nuestro Yo no quiere dificultades. Solo quiere flotar, deslizarse, compartir, sentirse acompañado.

 

La peor de las religiones ha triunfado en la forma en que cada uno de nosotros es incapaz de estarse quieto y callado, sin conexiones de escape, atendiendo a algo un poco difícil, serio, aburrido  o solitario que esté enfrente.  Somos esclavos de un amo temible, pues no tiene rostro ni cuerpo. Lo raro nos aburre, lo divertido nos captura. Por esos las televisiones y las series cambiar sin parar el guión, ahorrándole el zapping al espectador. Del mismo modo, cada uno de nosotros también emite sin parar. Nada debe entrar en nosotros de duda o sombras, del «atraso» de vivir.

 

También ante esta sola hoja: ¿cuánto tardarás, lector, en cambiar de canal? Enseguida tenemos la tendencia a bostezar, mirar el móvil, comentar con otro cualquier otra cosa. La velocidad de escape, hacia el murmullo social compartido y sus mil conexiones, nos salva de reposar en el sentido único de cualquier cosa, de que nuestra vida en ese momento pese.

 

Hemos encontrado la forma de evitar cualquier zona de sombra: compartir antes de vivir, interactuar antes de escuchar. ¿Se exagera cuando se dice que lo real, analógico siempre de una sombra, es hoy el diablo? Huimos de ese demonio con el dios de la transparencia. Juntos, apretados, interactuando sin parar, no se notará el frío del exterior terrenal, el frío que hemos generado con nuestro desarraigo.

 

Todo lo que sea difícil, oscuro, largo o no divertido, nos cansa y empuja a interactuar en otra dirección. Y también lo que nos gusta. Antes de que una vivencia, una imagen o una escena terminen, ya es necesario comentarla y compartirla, como si la vida individual nos quemase. Somos presos de una cultura de la dispersión que nos impide estar a solas con nada. Nos ocupa la ansiedad inmediata de compartir y comentar. Hemos encontrado así un modo de que no nos roce la sombra de la vida primaria e individual que nos toca.

 

Tiene gracia, porque el individualismo extremo de la época es lo que nos impide a la vez perseverar en el fondo sombrío de cada personalidad. El narcisismo es la mejor tecnología contra la existencia, pues la empresa del Yo «Mi, Me, Conmigo» recorta sin cesar la experiencia, a la medida de las facilidades que nos miman. Es la vieja alienación, pero ahora personalizada, puesta ahora a moverse en un perpetuo flash mob. Ocurre como si a cada uno de nosotros, para que sienta compensada su condición de esclavo del dios Sociedad, se le permitiera convertirse en el rey de su vida, en embajador personalizado del estruendo social y sus modas, que nos libran del silencioso temor de vivir.

 

La religión triunfa por las esquinas más insospechadas, también a través de la diversión obligatoria. El comentario social ininterrumpido nos salva de las cosas oscuras que ofrecen resistencia . Es la prueba tal vez más obvia de que todavía tenemos alma. Sócrates tenía razón, por eso nos pasamos el día huyendo de esa sombra que nos roza. La uberización de la economía (Blablacar, Airbnb, Wallapop…) ha colonizado cualquier esquina improductiva. La rentabilidad colaborativa se hace cargo de nuestro tiempo muerto y de todos sus posibles ángulos abandonados y orificios.

 

La mentira no consiste hoy en darle al otro cualquier versión de los hechos, sino en impedir que las percepciones propias lleguen a nuestras cabeza, en lograr no pensar según ellas. No es la inteligencia artificial la que nos amenaza y nos impide vivir, sino la emoción artificial, las risas y llantos enlatados en cadena serial. El espectáculo, los éxitos, las noticias colonizan nuestra percepción. Se adelantan a ella.

 

Y como la carne vive sin exterioridad, ya no digamos alma, en virtud de una colonización puritana venida del norte, los cuerpos se hacen patéticamente deficitarios, deformados, atravesados por toda clase de dolencias crónicas que los expertos, con tarifa casi plana, se ofrecen a aliviar. Nos queda entonces el maquillaje del postureo, el concurso televisivo, sexual y deportivo, para simular con el cielo de un entrenamiento especializado la invalidez que hemos ganado en la tierra.

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