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Mientras tantoSeis preguntas de invierno

Seis preguntas de invierno


 

Ramiro Torres: ¿Qué es para ti la filosofía, el pensamiento?

Ignacio Castro: Acaso el prestigio de pensar proviene simplemente de lograr darle por fin una forma a la existencia, aceptándola. Pensar es una cosa que se hace a golpes, cuando un humano es apretado por ciertas perplejidades o traumas. Se trata entonces, solamente, de admitir en la conciencia el hilo de lo vivido, algo más viejo y más elemental que lo que llamamos Filosofía. Es algo que nadie puede evitar, pues vivir es tan difícil que no se puede lograr sin un pensamiento muy abstracto. De hecho, casi siempre nuestros conceptos no son suficientemente abstractos para pensar los espectros de la vida individual. Habría que ver si toda forma de vida, de vivir y sentir, no es ya una forma de pensamiento*. En todo caso, tenemos el imperativo de no despegarnos de lo que llamamos supervivencia. Es un imperativo casi más corporal que moral, como si una cuestión radical de salud incluyese la forma de vivir de cada uno en este escenario mortal. Pensar nace del «asombro», de los accidentes inevitables -y con frecuencia inconcebibles- de vivir. Si no fuera por ellos, por lo que podríamos considerar intolerable, non pensaríamos nada. Si repasamos las vidas de los grandes del pensamiento, sean Heidegger, Wittgenstein, Deleuze o Badiou -pero tampoco habría ninguna razón para dejar fuera de esta lista a los poetas-, veremos en sus biografías una huella de algo muy distinto a la mera formación libresca o erudición. Hay siempre un accidente fatal, una deformación casi demoníaca que les obligó a pensar. Es el caso también de dos creadoras del pasado siglo, Simone Weil y Clarice Lispector, indicando que el pensamiento y la escritura es una función de la existencia. Vivimos bajo el frío prestigio de una inteligencia cerebral. Pero tal vez quien piensa es la propia materia, sometida a tormento. Ello piensa, decía Nietzsche. Todos los grandes del pensamiento -de Platón a Nietzsche, de Lacan a Agamben, de Sokurov a Malick- pensaron con un órgano muy distinto a lo puramente intelectual. El desamparo común, vivido siempre de modo individual, hace al órgano. Por eso, dicho sea de paso, a los clásicos de la literatura y de la filosofía se les comprende mejor que a sus discípulos.


R. T.: ¿Cómo entiendes (y llevas adelante, en tu caso) el proceso de creación cultural?

I. C.: Para mí lo importante no es lo que chamamos cultura, sino más bien esa inmanencia que podríamos llamar todavía naturaleza. Rilke le dice a un joven poeta atormentado por la calidad de su obra: Pregúntese si podría vivir sin esos poemas. Aquí está la cuestión. Si una obra nació de una necesidad elemental, parecida al hambre, ¿qué más da lo que digan después los críticos y el público? Uno no tuvo más remedio que curarse con eso, creando algo nuevo que sirve para salir de un tormento. La comunidad, venga o no acompañada del éxito público, ya está -decía Zambrano- en esa intensidad formal y material que no se pudo evitar.

 

R. T.: ¿Cuál consideras que es, o debería ser, la relación entre la filosofía y las diversas artes como literatura, fotografía, música o pintura? ¿Tienes experiencias en este sentido?

I. C.: Si no hay experiencias no hay nada. Después, estoy incluso con Hegel en este punto: arte y pensamiento, estética y ética, son formas externas de una misma vivencia, mortal por real, que no tiene género. Las diferencias canónicas entre literatura, poesía y filosofía son una ocupación de especialistas que no han creado nada ni tienen mucho que decir. Si se está ocupado en un proceso de creación, que es vital y no se puede dejar, tampoco se tiempo de pararse a reflexionar sobre el campo que escogió. No hay más disciplina que la de vivir, a cualquier precio. Toda la filosofía y el arte ya están en una mujer sola que tiene que salir adelante con sus dos hijos. Joyce, Canetti, Handke, Anne Carson: el arte es una ética inmediata, sin conceptos. Logra de un golpe lo que la filosofía solamente consigue después de un largo rodeo.

 

R.T.: ¿Qué caminos (estéticos, de comunicación de las obras con la sociedad, etc.) estimas interesantes para la creación cultural hoy?

I.C.: Un pensador «menor» como Badiou diría, y estoy completamente de acuerdo: lo primero es romper con la conexión perpetua, esta obsesión por una cobertura que nos impide vivir y nos enferma. Es urgente huir de esta cultura de la protección total, que nos paraliza y nos endeuda con la hegemonía global. Sin el trauma de un afuera, en la más inconfesable intimidad, no somos más que seres patéticos. Y emporcados además en la caza del hombre, como dice Onetti. La relación moral con lo inhumano es lo único que puede darle otro sentido al home. No hay fórmulas mágicas para esto. El camino no  existe, se hace al andar por desiertos sin marcas.

 

R.T.: ¿Qué vínculos existen, desde tu punto de vista, entre Filosofía/Arte y Vida?

I.C.: Apenas se puede hablar de vínculos, pues se trata del mismo territorio, mortal de necesidad. Es la vida misma, desconocida en lo que tiene de común con hombres, piedras y bestias, lo que explica la historia de una filosofía que no progresa, pues vira sobre un mismo vértigo. Por eso Sócrates es más actual que pensadores nacidos ayer.

 

R.T.: ¿Qué proyectos tienes y cuáles te gustaría llegar a desarrollar?

I.C.: Primero, vivir esta vida alucinante, que oscila -sin avisar- entre lo mágico y lo intolerable. A veces la vida de los esclavos antiguos me parece dulce comparada con la presión, macroeconómica y microfísica, a que hoy se nos somete. Segundo, dentro de esta labor inconfesable de supervivencia, seguir sintiendo, pensando, escribiendo, amando, leyendo, odiando… Si vale para vivir, incluso el odio es muy importante. Estoy actualmente con el trabajo de difundir un libro case desconocido, Roxe de sebes. Mil días en la montaña, que acaba de salir en su versión castellana. También estoy esperando la publicación de un largo libro de filosofía clásica en Pre-Textos. Por en medio, cien artículos de ocasión y muchas lecturas y compromisos públicos. Todo esto, a lo mejor, para lograr lo que nuestros padres tenían a mano de forma más elemental y menos corrupta. Pero así es la sociedad del conocimiento: enferma y complica todo lo que toca. No sé si esto te parece pesimista, pero no lo es en absoluto. Gracias a este mundo implacable y letal, tenemos la obligación ética, filosófica y política de perseverar. Muy cerca por cierto de una humanidad mítica, antigua y exterior, libre de nuestra hipocondría.

 

* Una versión más amplia, y un poco distinta, de estas respuestas fueron publicadas en la revista palavra común.

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