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Señores pájaros, lo que el zorzal resuelve. Los verdaderos maestros de José Jiménez Lozano

 

“Puede ser que en las ciudades se sepa mejor hablar,
pero la fineza del sentir es del campo y de la soledad”
(Fray Luis de León)

Escribo estas líneas en una casa en Asturias que sirve de refugio del bullicio de la ciudad. Debajo del balcón fluye un río truchero cuyas aguas cristalinas dan vida al mirlo acuático, la garza y el martín pescador. En la época de cría los árboles de la ribera se llenan del canto de las currucas, y el jardín es frecuentado por el arrendajo, el mirlo, el petirrojo, el carbonero y el zorzal. De vez en cuando se deja ver el camachuelo y el trepador azul, y en verano surca el cielo el águila real que señorea en las cumbres de la cercana serranía. Sobre la mesa, la pulcra edición de una recopilación de doscientos setenta y tres fragmentos, en poesía y prosa, de las referencias a los pájaros en la obra de José Jiménez Lozano, un libro maravilloso que une los verdes prados de Asturias con la meseta castellana en Alcazarén.

Señores pájaros. El título lo dice todo. Las aves eran, en el mundo conceptual de don José, verdaderos maestros, como decía Kierkegaard, seres alados como los ángeles del cielo, que nos deleitan y aleccionan en su entrega sin titubeos a una efímera vocación que nos recuerda, en su vulnerabilidad, la brevedad de la vida del hombre, muy acorde con el espíritu del melancólico filósofo danés que formaba parte del íntimo círculo espiritual de don José junto con Teresa de Ávila, Juan de Yepes y fray Luis de León.

Jiménez Lozano celebra en los pájaros “la lacerante alegre belleza de lo minúsculo, lo pequeño”, y cuando murió uno sus dos canarios, escribió: “El cadáver de un pájaro ¡es tan leve! No pesa. ¡Una cosa tan pura! Como una llama dulce y extinguida. Jesús mismo parece haber quedado impresionado por el destino de estos animales tan inocentes y entrañables, porque en Mateo, 10,29, leemos: ‘¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? Con todo, ni uno de ellos cae a tierra sin nuestro Padre’. Es decir, ¿Sin su voluntad, o sin su lamento y dolor?”.

La referencia evangélica, que no es casual, crea una suerte de orni-teología que informa la obra de Jiménez Lozano. Los pájaros, tan frágiles, caen presa de los peligros naturales y la enfermedad, y son víctimas de la “depredadora especie humana”. Por ello suplica don José:

Ruega a Cristo que cuide de sus pájaros;
ni te atrevas de su misericordia
a pedir, para ti, unas migajas;
eres de la depredadora especie humana.

*    *    *

Los pájaros no solo instruyen; también traen consuelo: “A veces cuando tenemos una tristeza es suficiente que un petirrojo o un gorrioncillo alce el vuelo ahí cerca para que nuestro corazón se esponje”. Comparto su sentimiento. Señores pájaros termina con un poema titulado ‘El petirrojo’, que de la manera más inesperada produjo una suerte de comunión espiritual con José Jiménez Lozano que me ha enriquecido y que va en aumento con el paso del tiempo. Cuando leí ‘El petirrojo’ por primera vez sentí que me traía socorro como el propio pajarillo que visitaba el alféizar del poeta, y por este motivo le concedo un lugar de honor en mi homenaje personal a la poesía de don José:

Mas yo solo recuerdo
haber sido asistido a veces
de tarde en tarde, por un ángel:
un solitario petirrojo
que quizás tenía hambre
y añoranza, frío, quizás miedo,
que desde el seto volaba hasta el alféizar
de mi ventana, inquieto,
como si me trajera, clandestino,
su socorro.

En su aspecto formal me cautivó, de entrada, la primera palabra del poema, una conjunción que “introduce una circunstancia que matiza, se opone o contradice parcialmente lo dicho o lo que ello permite deducir o suponer”. El arte de Jiménez Lozano consiste, precisamente, en guardar para sí la circunstancia que inspiró sus versos, y en ello reside la genialidad de su poesía. El poema revela un mundo interior sin descubrirlo, lo conserva en la intimidad, incluso lo rodea de inseguridad y cierto misterio.

El verso es titubeante como el vuelo nervioso de Erithacus rubicola, un pájaro solitario que defiende su territorio con ahínco pero que se acerca a nuestras casas, si ganamos su confianza, en busca de comida o incluso protección. El poeta, necesitado de compañía y calor en medio de la soledad del frío invernal, se ve asistido por su diminuto visitante como si se tratara de la visita de un ángel.

El poema me unió espiritualmente con don José no solo por la maestría de sus versos, sino porque en un período difícil de mi propia vida la presencia del pequeño petirrojo me trajo consuelo, y en uno de sus poemillas don José honra a los cuervos que llevaron pan y carne al profeta Elías, también sumido en la desesperación.

 

*    *    *

La edición de Señores pájaros está hecha con esmero y pulcritud, como conviene, y solo presenta un pequeño lapsus, involuntario naturalmente, que afecta, sin embargo, al sentido del poema titulado ‘El zorzal’. Lo menciono porque nos permite adentrarnos en el significado de los pájaros para don José:

Recorre, lleno de alegría,
el zorzal el seto renovado;
los evónimos, sus rojas
florecillas son cual signos
extraños en un mapa.
Y, para ti, son dudas.
El zorzal las picotea, sin embargo,
y las revuelve.

Me contó don José, ciertamente contrariado, que un editor o corrector de pruebas resolvió una duda tipográfica por su cuenta y riesgo. Imaginándose que el zorzal rebuscaba entre las hojas del evónimo, cambió resuelve (el verbo del original) por revuelve, tal como figura en la antología, arruinando así el sentido del poema. Ante la duda se impuso una prosaica conclusión, porque ¿en qué cabeza cabe que un sencillo zorzal pudiera resolver las dudas de un famoso escritor? El zorzal no entiende de filosofías y se entrega sin reservas a su vocación. ¿El poeta albergaba dudas acerca de la suya? El zorzal las ha resuelto: ha inspirado, sin saberlo, una hermosa composición.

Llama la atención la “alegría” con que el zorzal recorre el seto, y su sabiduría. El poeta Robert Browning habló del “sabio zorzal”, que repite su canto dos veces por si no hubiésemos captado su “gozoso arrebato”, y Thomas Hardy se preguntó de qué fuentes de alegría bebía su primo hermano, el zorzal charlo, que canta durante horas en invierno en medio de la oscuridad. Los poemas de pájaros de don José, melancólicos a veces, celebran sobre todo la “alegre belleza” de las aves, y para muestra este botón, ‘Vuelo de garza’, que en cinco líneas de hermosa luminosidad revela la esencia de la visión de José Jiménez Lozano de la vida cono un don:

La garza va hacia la laguna
con el claror del día,
silenciosa, rápida, esplendente.
La has visto, y es un don
precioso. Vives.

 

*    *    *

La impronta bíblica en los versos de Jiménez Lozano se refleja en su estilo escueto, una característica esencial de los narradores y poetas de la Biblia. Si la narrativa bíblica es altamente poética, la poesía bíblica es predominantemente narrativa y, por ello los versos de Jiménez Lozano se pueden leer perfectamente como prosa, como advierte Andrés Trapiello en su excelente Prefacio, ya que su fuerza reside no en rimas u otros adornos retóricos, sino en sus ritmos y en sus ideas. El arte de contar historias fue un invento judío, decía don José, por lo que no sorprende que sus breves versos cuenten historias también, como en su poema titulado ‘Sombra’:

Hoy, ha pasado
la sombra de un halcón por mi ventana,
persiguiendo a un pajarillo volandero;
y he amparado a éste, pero
¡qué sombra tan terrible han visto
estos pequeños ojos redondos, tan hermosos!
Y yo también la he visto, hermano pájaro.

El peligro que se cierne a diario sobre la vida de los pájaros no proviene de los hombres solamente, y el gavilán que persigue a los pájaros pequeños entre los arbustos y el matorral, o el altanero halcón peregrino que cae en picado sobre su presa a velocidades superiores a los trescientos kilómetros por hora, forman parte de la lucha por la supervivencia de las aves del cielo en su efímero paso por el mundo.

Recuerdo una tarde soleada durante las vacaciones de verano en el jardín de mis padres mientras escuchaba un partido de cricket en el transistor. Observaba un mirlo que, como el zorzal de don José, rebuscaba entre las hojas en el borde del jardín. De repente se apretó contra el suelo y permaneció inmóvil durante unos minutos. Había detectado el perfil de un ave rapaz que planeaba lentamente arriba en el cielo azul.

Años después, cerca del embalse de Entrepeñas, en la provincia de Guadalajara, vi cómo un halcón subía en espiral hasta perderse de vista antes de caer como un rayo sobre un estornino que sobrevolaba, desprevenido, la ribera del río Tajo en su paso por Sacedón. Costó trabajo seguir el halcón en su vertiginosa caída en picada, y su víctima no tuvo posibilidad alguna de escapar.

Aquella sombra que vio el pajarillo volandero fue visto por el poeta, también: “hermano pájaro” –le llama– y con razón. Todos formamos parte de la misma Creación, la suerte de unos y de otros es la misma para todos, y nos necesitamos mutuamente. Estemos atentos, pues, a la sombra que pasa y, mientras tanto, admiremos aquellos pequeños ojos redondos, tan hermosos, para ampararlos, como el poeta de Alcazarén, si así alcanza nuestra mano en medio de un ambiente hostil.

*    *    *

Estremece pensar que la hermosa antología que ha editado Días Contados, y que contó con la valiosa colaboración de Javier, el hijo de don José, también fallecido sin poder ver su publicación, representa una suerte de homenaje póstumo, y que ya no volveremos a verlos en su casa de Alcazarén, o en su jardín, o tomando un café en Valladolid.

El dibujo de un petirrojo adorna la portada de Señores pájaros, y en la penúltima página antes de que el poema ‘El petirrojo’ cierre el libro, leemos el siguiente fragmento en prosa, escrito por don José unos meses antes de fallecer:

“El otro día cumplí 89 años, a Dios gracias. Es un poco impresionante, pero a la vez, nada del otro jueves, porque todo, en primer lugar la vida, se nos regala”.

‘El petirrojo’ sirve, por tanto, de colofón, y no se me ocurre un epitafio mejor. Hay otros muchos sus poemas que no contienen referencias a los pájaros, claro está, y recuerdo que, en Un fulgor tan breve, don José pidió disculpas por ello en su amable dedicatoria: “Para Stuart, este poemilla con mi amistad, José. P. S. Creo que entre todos ellos sólo va una chova. Ningún pájaro más, amigo Stuart”. Todos sus poemas están movidos por el mismo espíritu de gratitud por la vida que es un don, que se escurre entre nuestros dedos y que no podemos retener.

En uno de ellos hace referencia a la inscripción que se puede leer en la lápida de John Keats en Roma, que el propio poeta encargó: Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en agua. ¿Qué más se puede pedir? –se pregunta don José–, y me trajo a la mente la historia de una tumba musgosa detrás de una iglesia en Nueva Zelanda donde está enterrado un ciudadano llamado Armitage Brown, pionero de aquel país. Su lápida lleva simplemente la inscripción: El amigo de Keats.

No me importaría que, en la mía, musgosa o no, se inscribiera tan solo: El amigo de José Jiménez Lozano. Sería un honor.

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