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Señorías

 

En esta época donde se cobra todo, una mañana de mayo el Estado te concede una visita gratuita para que goces, con tus jóvenes alumnos –nuestra promesa de futuro-, de la experiencia de una hora con la elite parlamentaria que nos gobierna. Casualmente no es una sesión plenaria, sólo se discute un anteproyecto de ley sobre Parques Nacionales, o algo así, presentado por el partido en el gobierno. Uno podría esperarse dos horas de aburrimiento, el típico tedio burocrático y procedimental. ¡Qué va! Ya nos gustaría.

 

Es justo destacar, antes de nada, la alegría sureña de los funcionarios, su buen humor, su espontaneidad, su paciencia. Está claro que, a pesar de la severidad de los controles que protegen a uno de los corazones sagrados del Estado, no estamos en el impecable Norte. En realidad, este relajo típicamente español es lo único serio y humano en el sacrosanto edifico. Los policías, ujieres y bedeles que hacen su pesada labor. Después, con los diputados, vendrá la impresión desoladora.

 

No sé si considera normal lo que vimos, pero en principio podría parecer al menos dudoso. Primero, a las 10’30 apenas hay nadie. Incluso la mesa del Congreso está prácticamente vacía. Nuestras señorías, con un sueldo que –como mínimo, con dietas y demás- quintuplica al de un ciudadano medio que tenga la suerte de trabajar, no se toman la molestia de madrugar. ¿Para qué? Si existiera la política, parece que realmente está en otra parte, en las criptas de las multinacionales o de los partidos.

 

La segunda noticia es que, suponiendo que haya oradores –parte de ellos no saben hablar- apenas hay oyentes. Quiero decir que, literalmente, nadie escucha a nadie. El mismo individuo que ha hablado solo en la tribuna –hasta la Vicepresidenta de la cámara le ha ignorado consultando su móvil- se retira después para ignorar al siguiente o, sencillamente, salir del hemiciclo. Visite nuestro bar.

 

Nadie atiende, absolutamente nadie. Ni siquiera la ministra de agricultura, recién nombrada. Sólo las taquígrafas y la fotógrafa oficial, que se limitan a recoger el único punto de definición, el orador que no habla para nadie. En conjunto, asistimos a una impresión desoladora de nepotismo horizontal y sonriente, de feudalismo democrático. Hasta parece haber buen rollo entre sus señorías y los funcionarios que les sirven. Es una lástima no poder disfrutar del ambiente del bar en los momentos cumbre.

 

Como tantos otros, este “directo” también es en diferido, como si los políticos estuviesen actuando –ante todo, el objetivo de las cámaras, el orador que no es escuchado por nadie- para otro mundo, representado tal vez por las silenciosas y absortas secretarias. Lo único verdaderamente real son los cuchicheos, el rumor continuo –un poco molesto-, las subidas y bajadas, el tonteo entre ellos, las visitas a cien páginas y mensajes.

 

La media de edad, alta. No tanto como para justificar ninguna demencia senil, pero alta. Naturalmente, no es que uno tenga nada contra la edad ni confíe ciegamente en “la juventud”, pero una alumna tal vez tenía razón al comentar que la edad parecía tener alguna relación con lo que otra llamó “desidia”. Todas sus señorías parecían haber pasado las sucesivas cribas de esta selección invertida que llamamos “sociedad”. Esto significa que, sobre los hipotéticos defectos de la especie, ellos además ya han llegado. Por tanto, están absueltos de la necesidad de inventar y crear, con la consiguiente dosis de inercia, de corrupción estructural e impunidad. Un poco como los veteranos en el orden periodístico, en la enseñanza o en el mundo cultural. Un viejo tema en España.

 

Dado el panorama, potencialmente desolador, ¿por qué no se prohíben las visitas y sólo los móviles? Por una razón muy sencilla. Sin imágenes colgadas en Internet no va a haber testigos. La “corrupción” que se podrían observar es tan media que resulta no sólo inimputable jurídicamente, sino que es también más o menos imperceptible, pues sintoniza con la ceguera media… Si alguien se percata de la indolencia en curso, lo más normal –y prácticamente, lo único que se puede hacer- es olvidar esa tristeza y pasar a otra cosa. Exactamente como hacen los diputados, navegando de mensaje en mensaje, de chiste en chiste, de pantalla en pantalla o jugando al Candy crush. Criaturas. No recuerdan a Brecht y aquello de que el fin del mundo comienza por una dimisión personal.

 

La espontaneidad con la que se desenvuelven los diputados bajo tus pies –naturalmente, ninguno de ellos mira hacia el gallinero– deriva del hecho de que les parece natural ser el centro de los focos. No son versos sueltos o flores de un día, sino resultado de una estructura de elección –o sea, de separación– que ha de cumplir una legislatura. La clásica contraposición entre la “democracia directa” y la “democracia parlamentaria” esconde una perversión básica. Quiero decir que se supone que lo directo es puramente local, personal, eventual. Por ello mismo, un poco atrasado, más bien accidental, encantador o inofensivo… Siendo un don nadie, sólo pasas a los focos con una locura o un golpe de suerte. ¿Quién resuelve esta contradicción entre lo local y lo global? Nadie lo sabe y a nadie le importa, pues vivimos en la religión de lo global. Conocedores de esta perplejidad, aun sin saber nada de ella, nuestros líderes se desenvuelven –valga la redundancia- con una total desenvoltura. ¿Por qué? Saben que nadie mira; ellos mismos ha nacido del no-mirar. ¡Qué lastima no poder bajar hasta el bar para interactuar, un poco más de cerca, con esta inhumanidad perfectamente democrática!

 

Es seguro que parte de la impunidad que les inviste se basa en que casi todo el mundo, en el fondo, querría ser como ellos. De alguna manera, ellos –estrellas de la canción o el cine, del deporte, de la política: de hecho, las profesiones se intercambian- representan el ideal de elevación que atraviesa a las poblaciones. A partir de ahí, la corrupción está servida.

 

¿Resultado? Múltiples. Por ejemplo, un chico no puede pasar, retenido por el pantalón corto que apenas deja entrever sus pantorrillas, y sin embargo los visitantes hemos de asistir a una impúdica exhibición de indolencia y mala educación. Y todo ello sin que nadie proteste, como si fuera normal. De hecho, lo es. ¿Todo el mundo haría lo mismo en su lugar, por eso el espectáculo obsceno al que asistimos es aproximadamente invisible? No se puede llevar pantalón corto, pero sí se puede ver el alma de un adulto, mejor dicho, su ausencia de alma. Se supone que todo se compensa con la ausencia de ojos, que tampoco verá nada de esa ausencia.

 

Igual que en el saloon del viejo oeste a veces se dejaban las armas a la entrada, ahora hay que dejar los móviles. Y ya se sabe, anulado en su discreta privacidad, sin medios tecnológicos el ciudadano actual no es nada. Así que, sin poder tomar imágenes para colgarlas en Facebook o Twenti, los políticos hacen bien en no mirar hacia arriba, pues literalmente no hay nadie. Vivimos en la religión de la mediación, de la mediación sin fin que se convierte en mensaje, el mensaje único que hace casi banales los contenidos. Abandonados en esta sesión rutinaria por la mano de Dios, o sea, por los medios, los políticos deambulan a sus anchas, sin testigos. Hace falta ser un poco primitivo para ver algo ahí, para retenerlo y después pasarlo al campo de la palabra, o de las imágenes que ésta pueda esbozar. Pero alguien primitivo será a la vez marginal, con lo cual el círculo perfecto de la comunicación –un interior gigantesco que simula un exterior- se cierra.

 

Esta crónica de una hora escasa en el centro de la democracia podrían ser también los apuntes para una cinta que se llamase, emulando a los clásicos, “La destrucción de una nación”. Lo sabía incluso Ortega: la inercia es la Corrupción, con mayúsculas, el peor enemigo de la especie. ¿Cómo a una laya así, formada en el compadreo y los privilegios superestructurales, no le van a sorprender los pocos acontecimientos que ocurren, se llamen Prestige, 11-M, Katrina, Ucrania, Gamonal o Can Vies? Nuestra elite sobrevuela, vive en un medio aéreo de interactividad “global”. Ha perdido todo contacto directo con lo real y su poder de salvación –y su impunidad- deriva de ello. La Crisis fue el Prestige de Zapatero. ¿Es Cataluña el Prestige de Rajoy? Esperemos que no, pero tiempo al tiempo.

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