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Sentado en los bares, miro pasar a las chicas

 

 

“No conviene pensar. Hay que tratar de que todo se deslice imperceptiblemente”.

Los diarios de Enzo Reni, Ricardo Piglia

 

 

Al llegar a casa, cada tarde, de forma irremediable me quedo dormido. Me siento uno de aquellos que padecen narcolepsia, como un amigo que en los momentos menos afortunados se dejaba llevar por un sueño incontrolable. Tomando unas copas en un bar, por ejemplo, al notar su silencio acentuado le sorprendíamos acurrucado en el banco, rindiéndose a la faceta más tranquila de la noche. Lo curioso es que esto le ocurría sin motivo aparente, sin acumular cansancio. Así en mi caso puedo agarrarme a una explicación más o menos lógica, como la que nos dio otro amigo hace unos viernes al dormirse en medio de la sala Pacha: “El puto trabajo…” Y no es por el trabajo en sí, que no voy cargando piedras ni mucho menos, si no por el hecho de madrugar, de enfrentarme al día antes de tiempo, lo cual debería considerarse toda una temeridad. ¿Qué prisa hay?, me pregunto, si esto no va a ningún lado. Entonces las horas se me acumulan pesadas en los hombros, y después de la comida me convierto en un muchacho de ojos caídos y de pies cansados. Es ponerme una película en posición tumbado y se me escapa la vida; cuando quiero darme cuenta la realidad, la ficción y mis propios sueños se me están entremezclando. El otro día viendo una película con la chica que me gusta, aquella muchacha de ojos claros, a medida que iban pasando los minutos yo la iba abandonando, y ella me sorprendía dando pequeñas cabezadas que yo intentaba esconder con disimulo. Me despertaba cada quince minutos, la miraba de reojo y entonces, procurando que creyese que andaba prestando atención a su lado, soltaba alguna frase ingeniosa sobre el primer personaje que pasase por pantalla. Ella se giraba y me miraba con cara de «llevo viéndote dormir 20 minutos», así que, sin más dilaciones, tiraba la toalla y me rendía de nuevo a un sueño ingobernable y placentero.

 

Así ando, que cuanto más madrugue, aunque trabaje, más torpe y distanciado me siento cada tarde, tan lejos de la vida. Lo cual tiene cierto encanto, supongo, y ahora dudo si decantarme por perseguir trabajos a jornada completa para los próximos años o desabrocharme los vaqueros y convertir mi jornada completa en una calma constante, convertir para siempre mis días en los que se le echaban encima al escritor argentino Ricardo Piglia:

 

“Día vacío, inútil. No hice nada. Como si no hubiera llegado el momento de trabajar. Sentado en los bares, miro pasar a las chicas”.

 

Supongo que será la mejor de mis opciones. A cada siesta que me asalta lo voy teniendo más claro. También podría irme así a escribir poemas a la barra de los bares, como un joven García Madero que trata de encontrarse. Pero todo, en definitiva, es cuestión de que le arrastre a uno la novedad de sus costumbres. Y ayer leyendo a Piglia le descubrí dejándose arrastrar, orientándose la vida de la misma forma que veníamos haciendo la chica de ojos claros y yo, descartando cualquier riesgo cediendo decisiones al azar de una moneda al aire.

 

“Ultimamente he comenzado a tirar al aire unas monedas cada vez que tengo que tomar una decisión. No creo que haya nada que pueda reprochársele a un método de pensamiento -o en todo caso de acción basado en el azar-. Esa tendría que ser mi manera de vivir, darme vuelta de cara a la pared para no ser sorprendido por nadie y tirar al aire una moneda para saber qué hacer. Dejarme llevar”.

 

Le enseño este párrafo a la chica de ojos claros y se ríe diciéndome que Piglia lo usaría para elegir el color de sus medias en verano. Nosotros, me recuerda, lanzando una moneda terminamos hace dos semanas cayendo en Marrakech, como quien no quiere la cosa. Le digo que algo he escrito sobre aquello, pero que ya, por culpa de este sueño, ni escribo ni publico. Qué clase de escritor soy si sigo por este camino. “Ninguno”, me recuerda. Es un encanto. Un viaje a Marrakech que empieza así:

 

«Ella aprieta un amuleto como si el mundo entero pendiera de ello, yo la miro como si el mundo entero pendiera de ello. El avión despega, me cuesta respirar, el aire acondicionado hinunda la cabina, y creo que, por unos instantes, me quedo dormido.

 

Nos recoge Shalid en el aeropuerto. El tipo me recuerda a Danny Devito, y mientras habla con desparpajo cruzamos miradas a través del espejo retrovisor. Ella lleva un bolso y una mochila grande, yo una maleta de ruedas y mi bolso de hombre, que a estas alturas ya casi representa mi certificado de viaje. Es de noche, hay tráfico y al pasar la muralla que bordea la Medina un carro arrastrado por dos burros se nos cruza y desaparece con sigilo entre la oscuridad de las esquinas. Nuestro coche avanza hasta el lugar donde la circulación a cuatro ruedas se termina, inviable por la estrechez de las calles que se revuelven y se mezclan en forma de ratonera. Entonces nos recoge Ammed, un tipo mayor y desgastado con cara de buena persona y mejor voz, que camina cojeando, arrastrando su pierna derecha como si un lobo se le hubiera abalanzado ensañándose con la parte más sabrosa del tobillo. De francés sabemos Bonsoir y el pronombre ton, un par de adverbios y media estrofa de Serge Gainsbourg, así que mientras Ammed habla sonreímos y dejamos la réplica en un simpático D´accord (…)».

 

Y el resto, aún tan reciente, será mejor dejarlo bien guardado, con cariño, hasta que los recuerdos se me escapen y tenga que leer para encontrarlos. Cuando bebimos vino en la azotea, bajo la soledad de las estrellas, con el ruido de tambores y el ladrido de los perros de fondo, y hablábamos de ella, de mi, de Hemingway llevando una ambulancia; de muertos, del destino, de fantasmas. Más adelante. Mientras tanto dormiré, para que el tiempo pase así con una delicadeza pasmosa, y cuando despierte y se me echen encima el día, el agobio y las dudas, tendré en la mesita de noche a mano una moneda, para lanzarla al aire, por si acaso. Por si mañana quisiese huir. Por si tuviese que elegir entre París, Londres, Berlín, o ver amanecer San Petersburgo. 

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