Corren tiempos de globalización, es decir de universalización, intercambio y mestizaje –ya sea del conocimiento, de las razas o de los sonidos-, pero paralelamente algunos catetos (que normalmente acaban como dirigentes políticos) se empeñan en buscar machaconamente los hechos o rasgos que nos hagan únicos como raza, como pueblo o como especie.
Imbuidos de ese espíritu alicorto, incluso algunos científicos se prestan a trabajar en esa misma dirección, se pierde una gran cantidad de energías y dinero investigando y dando la razón última a esas teorías de los superhombres, las que pretender demostrar lo importante de lo único (que sin duda sólo desde lo estético tiene sentido).
Hace poco, en muchas caras se esbozó una sonrisa cuando se hizo público un estudio que, basado en el mapa del genoma humano, afirma que la genética de los vascos, por ejemplo, es más parecida a la de los andaluces (y a los beduinos argelinos) que a sus vecinos vasco-franceses. Y que si buscamos un hecho diferencial entre los españoles lo encontraremos en los extremeños y no en los euskaldunes por más RH- que tengan.
Pero a fuer de ser sincero, esas ganas de sentirnos únicos, también es un espíritu que tenemos los científicos, sobre todo cuando terminamos nuestros estudios y soñamos con entrar en la puerta grande del Olimpo de
Ese hecho diferencial nos lleva, como a los políticos, a olvidar el sentido común y a embarcarnos en investigaciones absurdas o dejarnos llevar por el ego. En una pequeña aldea de Galicia, hace ya algunas décadas, se descubrió que vivían más del 90% de personas que presentaban una determinada alteración cromosómica que los hacía especiales dentro de la raza humana.
Con el mapa genético sin secuenciar, los jóvenes investigadores se lanzaron a un trabajo de campo en la creencia de haber descubierto una piedra filosofal que podría explicar la decadencia de alguna raza o familia –como la de los austrias-. Con el celo de la bisoñez, los científicos elaboraron una sesuda teoría, en principio probada por los estudios realizados sobre el terreno a los jóvenes habitantes de la aldea. Algun remoto ancestro mutante y la posterior consanguinidad -obligada en tan pequeña aldea- explicarían el fenómeno.
Con esa satisfacción del deber cumplido y pensando en haber escrito una página con letras de oro en el gran libro de
Se había pasado ese pequeño detalle en la investigación. Se hizo el último test y se comprobó que todos los portadores de la mutación eran hijos del sacerdote y que no existía ninguna peculiaridad en la aldea, más allá del ardor del tonsurado (que ya es singular, sin duda).
Para hacer ciencia, como para hacer política, o cualquier otra actividad, jamás hay que perder la perspectiva y perder eso que llaman sentido común. Con él se avanza más deprisa y se alcanzan más y mejores laureles.
Victoria López-Rodas
Eduardo Costas