«Borra eso», le pidió Elena. Y volteó con brusquedad para mirar a la pizarra. Carlos pensó que había sido un error mostrárselo. Miró de nuevo su cuaderno:
«Te amo» decía. En letras pequeñas, las más pequeñas y las más bonitas que había escrito jamás. El resto del día se le hizo muy largo. Deambuló por los jardines más allá de las aulas durante los recreos, intentando olvidarse. Ella entraba rápido al salón, se sentaba con prisa y se quedaba el resto de la clase mirando a la pizarra.
Le sorprendió la velocidad con la que su cariño por Elena era reemplazado por otras emociones: desamparo, frustración. Sentía un dolor que lo quemaba por dentro.
Poco antes de la hora de salida, ella volteó. Pensó que le diría algo. Sólo le dirigió una mirada seca y larga. Su mirada no parecía provenir del cariño (porque ella le había dado antes, muchas veces, muestras de afecto. Halagos. Ella solía felicitarlo por sus aciertos en los examenes, en muchas ocasiones con notas mejores que las de ella).
Lo que expresaban ahora sus ojos era compasión. O eso es lo que él entendió. Elena lo miraba desde otro espacio. Desde cierta altura.
Con el timbre de las 2 y media de la tarde, sus compañeros se dispersaron hacia las puertas de salida. Él caminó tras los demás. Pensaba mucho, buscaba el error. «Borra eso» había dicho ella. Mientras caminaba de regreso a casa, recordó una y otra vez aquellas palabras. Subió a su cuarto, tiró la maleta al lado de su cama, abrió el cuaderno y miró otra vez la anotación. Dos palabras que le habían parecido funcionales para lo que pretendía comunicar: nunca había sentido esto por nadie. En sus 14 años no recordaba haberse sentido jamás tan dispuesto como ese día a declarar aquellos sentimientos.
Pensó: «No lo voy a borrar».
Intentó recordar el momento exacto ¿Por qué esas palabras habían provocado una reacción tan distante de sus expectativas? Además, él –por lo general sonriente y despreocupado– sabía que se le había grabado una mueca de desencanto de la que no podía deshacerse. Como un calambre sobre sus labios, sus dientes y su paladar. Una resequedad que se esparcía dentro de su boca y que, entendía, se manifestaba también en su inusual falta de apetito.
No quería comer, quería llorar.
¿Y si la llamaba? También podría tomar la bicicleta e ir hacia su casa. No quedaba tan lejos pero jamás había ido. Ella siempre había sido una presencia permanente en el colegio, una persona con la que consideraba que mantenía una relación cercana. Ese lazo se había roto aquella mañana.
No lo voy a borrar, no lo voy a borrar, no lo voy a borrar. Se repitió.
Se estiró. Sintió el peso de su cuerpo sobre las tablas de la cama. Sintió calor. Sintió angustia. No la iba a llamar. No la iba a buscar. Nunca más le iba a volver a hablar. Se quedó dormido con la ropa del colegio y al día siguiente ya no era el mismo hombre.
Esa fue la primera vez en que Carlos entendió el significado del vacío. Claro que con el tiempo llegó a olvidarse del dolor. Supuso que los seres humanos hacen eso: olvidan y repiten. Vuelven a intentarlo. Fracasan y alguna vez triunfan. Que uno aprende estrategias para protegerse, medirse, no decirlo todo, no volver a recibir el dolor de frente. Que cada vez duele menos.
Después de viajar mucho, volvió a la ciudad en la que había intentado ser feliz. Hizo amigos, se rió con ellos, conoció a una muchacha, le hizo bromas, salieron. Conversaron en un parque, fueron al cine, a un concierto. Carlos se contuvo de decirle lo que sentía, dos o tres veces. Pero una vez, no pudo más. Parado frente a la puerta del departamento donde esa chica vivía con sus padres, Carlos sacó un objeto del bolsillo. Mirándola, le dijo «Ábrelo». Y sintió que había vuelto a lanzar los dados mal.
Ella lo miró a los ojos e intentó explicarle.