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Sentirse terrorista

 

Desde los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York existe una importante psicosis colectiva en los asuntos aéreos. No sé si por aquellas causas –barrunto más que por mis pintas, miradas y andares– suelo ser elegido entre la muchedumbre de pasajeros de no pocos aeropuertos para ser inspeccionado de arriba abajo: ocurrió las dos veces que aterricé en Osaka, así como en Zúrich y cuando me volvía a Asia vía Múnich, donde un apuesto policía alemán, algo más bajo que yo, me indicó que debía comprobar si llevaba o no explosivos, momento en el que me tocó las ingles con una desvergüenza absoluta. Que nunca he comprendido esto del manoseo aeroportuario, con la ridiculez de que el hombre se lo haga al ídem, y la mujer a la mujer, como queriendo evitar calentones cuando a mí ese policía alemán me pareció algo amanerado además de sobrado.

 

En Málaga, donde suelo aterrizar cuando vuelo a España, mi maleta siempre debe ser revisada por una pareja de la Guardia Civil, que continuamente se excusa en una banalidad: “Es que usted viene de una zona caliente”. Que dan ganas de volar desde Viena con siete kilos de farlopa a sabiendas de que no te van a abrir el equipaje.

 

Pero en Narita, el aeropuerto más grande de Tokio, las pasé canutas hace un par de semanas, cuando entristecido y algo beodo, dejaba aquel maravilloso país. Para empezar, todo el trayecto que realiza el tren rápido desde la Estación Central de Tokio hasta el citado aeropuerto lo hice tan dormido que al salir de la estación no fui capaz de encontrar el billete de tren. Afortunadamente la señora de la taquilla se apiadó de mí. Porque aquello tenía pinta de ser un delito de libro: un pintas europeo que se nos ha colado sin pagar.

 

Aunque lo verdaderamente preocupante llegó luego, cuando en medio de una inmensa terminal a la vez que dormido y absolutamente perdido, tuve que averiguar hacia dónde debía dirigirme. Miré en las pantallas y no encontré mi vuelo, por lo que ni corto ni perezoso dejé mi maletón apoyado contra una pared, volviendo sobre mis pasos camino del punto informativo donde dos damas atendían a los pasajeros dudosos. Formé la cola, respeté mi turno, y tras enterarme de que debía tomar un autobús interno y gratuito hacia la Terminal 2, regresé a por mi maleta a sabiendas de que en Japón el que te roben es mucho menos probable que ligar en un vagón de metro. Pero hete aquí que junto a mi maleta yacían erectos dos policía armados hasta los dientes y un perro algo tenso.

 

Llegué despeinado, con la coleta del pelo medio arrancada, la boca amoratada por el vino de la sobremesa, vestido como un indigente, y con una barba entre muy desaliñada y directamente de náufrago. Los ojos inyectados en sangre y el alientazo tampoco ayudaron mucho, por lo que di gracias a que, al menos, la señora responsable de la estación de tren me dejó salir sin mostrar el billete correspondiente. Pero ya digo, allí estaban, impertérritos, junto a mi maletón, dos guardias y un perro. Por lo que me dirigí a ellos sonriente. Que casi le paso al perro la mano por el lomo.

 

Hola, es mi maleta.

¿Y qué hacía aquí sola?

Volví a información a preguntar algo y como pesaba mucho y debía bajar esos escalones la dejé aquí.

¿Podría mostrarme su pasaporte?

 

Tras tomar todo tipo de notas, hablar entre ellos en japonés y llamar por un teléfono móvil a alguien haciendo como que leían los datos de mi pasaporte me pidieron que abriera mi maleta, asunto que realicé muy gustosamente, que fue cuando el perro entró en la misma y comenzó a bucear entre mi ropa interior usada en el más increíble momento fetichista de mi vida. Y además en Japón. Esposas, porras, zoofilia. Hasta me pareció ver a un joven grabándolo todo con su móvil última (de)generación.

 

Cuando cerré la maleta, creyendo que ya estaba todo resuelto, me invitaron a seguirles hasta una habitación, donde tras darme agua mineral embotellada me conminaron a sentarme frente a un uniformado con gafas que no paraba de analizar mi pasaporte, que para más inri, posee un defecto por la baja calidad de los materiales que el gobierno de España utiliza para su fabricación, que hace que parte de su portada esté abierta; rota. Las preguntas llovían como ráfagas de metralla.

 

¿Es español?

Sí.

 ¿Y reside en Camboya?

Correcto.

¿Y hace unos días estaba en Tailandia?

Sí.

¿Y ahora vuela a Malasia?

A Phnom Penh vía Kuala Lumpur.

¿Qué profesión tiene?

Escritor.

 

Que le llego a decir cocinero y me encierran allí mismo. Un cocinero con barba y melenas muy desaliñadas que en ocho días va a pisar cinco países y que no lleva en su equipaje uniforme alguno. Como poco, sospechoso.

 

¿Y sobre qué escribe?

Pues he venido a Japón, entré por Sapporo, para realizar un reportaje sobre el túnel de Seikán, que como usted sabrá pondrá en funcionamiento el 26 de marzo al Shinkansen (Tren bala), quedando el tren original, el lento, relegado; para la historia. Y además, me fascinan Yukio Mishima. Y Yasunari Kawabata. Y Kenzaburo Oé.

 

El policía de las gafas seguía olisqueando mi pasaporte, pasando las páginas, casi todas repletas de sellos y visados de diferentes países, cuando me jugué mi última carta viendo que el hacer la pelota no había tenido el éxito deseado.

 

Mire, señor agente: tengo un restaurante en Camboya por el que pago sus impuestos, escribo y leo, viajo y amo a Japón. Y nunca he estado detenido. Simplemente dejé mi maleta apoyada en la pared porque pesa mucho. Nada más. Se lo prometo.

 

Cuando me devolvió el pasaporte sentí una especie de mal del terrorista ya que por un momento sentí la victoria y que, en realidad, mi maleta llevaba medio kilo de plutonio enriquecido y mis bolsillos cuatro gramos de esporas de ántrax. Con cara de no haber roto un plato salí de aquella oficina, con mi maleta, despidiéndome de los agentes y del perro, que continuaba, como el policía jefe, el de las gafas, mirándome con un ojo abierto y el otro cerrado. Puedo asegurar que nunca las tuvieron todas consigo.

 

Ya en mi terminal, me despaché a gusto con un par de cervezas Asahi, las cuales remojaron mi gaznate, seco por culpa de aquel insidioso interrogatorio. Luego me acerqué a la librería del aeropuerto de Narita donde minuciosamente busqué un Corán. Que habría sido la hostia.

 

 

Joaquín Campos, 25/02/16, Phnom Penh.

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