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Separación

 

Tanto fue el cántaro a la fuente que entre tantas idas y venidas hubo un día en el que decidí –siempre me sorprendió que las decisiones esenciales las tomara yo, apeado de la razón y la cordura que ella llevaba gastando décadas– que había que poner tierra de por medio ya que esa misma tierra podría acabar llenando la fosa donde yo iba a acabar enterrado tras un brote psicótico de difícil solución. Así que, echando toda la carne en el asador, corté la comunicación cuando al cabo de una semana de intentonas por parte de Flower por saber, por contener, por alargar, recibí un tiro serio; sesgado; directo al corazón y a un cerebro que en esas semanas se tambaleaba dentro de mi cráneo, como tantas y tantas veces: me había borrado del Skype es un arranque infantil, desembocaduras de las nuevas tecnologías donde la mayoría de los parias del mundo se siguen en otra parida llamada Facebook donde muestran sus gustos musicales, culinarios, a quién se tiran, dónde residen y enseñan fotos que cuando el mundo sea mundo –espero que algún día, antes del fin de los tiempos, lo consigamos– debería señalarlos como auténticos retrasados mentales con problemas profundísimos de autoestima; por ofrecer muestras de ellos mismos que nada tienen que ver con la realidad, manipulando fotos, gestos y pesajes, cuando luego, agrandando la montaña, se crean perfiles en no sé qué portales en donde venden sus vidas con tantos remiendos que luego quedas a cenar con ellos y no se parecen ni a su vecinos del quinto derecha.

 

Ni que decir tiene que a las dos semanas ya había vuelto a ser dado de alta en Skype, demostrándose que a Flower en Camboya la cabeza le iba igual que a los borrachos el conducir en plena madrugada. Yo, haciendo de tripas corazón, me mantuve oculto, sufriendo, deseando retomar la relación, enviarle un mensaje, quedar para horadarnos, encontrármela en una esquina y abrazarnos. Pero fíjense qué clase de padecimiento había arruinado mi ya de por sí paupérrima estabilidad que me contuve de manera milagrosa: sin ayuda médica ni mucho menos psicológica. Llovían los mensajes por Skype, los correos electrónicos y hasta los mensajes de texto al teléfono móvil. Pero me mantuve en mis trece. Que eso no quiere decir que para evitar caer en sus redes no padeciera insomnio, inestabilidad general, arritmias, falta de apetito y ganas fabulosas de beber hasta la extenuación, que nunca es hasta el fin de la botella, sino hasta el final de la segunda, cuando ya no es que se vea doble, sino triple, que es exactamente en ese momento en el que tecleas algo en Skype, tirando por la borda todo el terreno ganado –estos hechos poderosamente infantiles suelen darse a partir de las cuatro de la mañana o cuando tienes quince años– para afortunadamente borrarlo inmerso en una océano de lágrimas y sudor frío. Luego te levantas a las siete de la mañana, mucho más beodo que cuando te acostaste, con la lengua como una alpargata mora, y al sentarte a mear –yo siempre meo sentado; y más a esas horas–, recapitulas, y ves lo cerca que estuviste de cometer un error crucial. Ya por la mañana, destrozado interna y externamente, con el pánico de verme arrodillado en la portada del Boston Globe con un ramo de flores en la mano izquierda y una soga en la derecha –o en las necrológicas de La Opinión de Málaga–, tras haber cedido mi dique de contención ante tamaño tsunami, me alegré tanto de mi acierto –que tantas veces pensaba que era desacierto; porque el amor te lleva hacia la catarata creyéndote que pedaleas hacia el lado contrario– que me fui a hacerme masajes como si hubiera estado poseído por el mal del herniado, habiendo vivido tumbado, tras la dolorosa ruptura, no menos de treinta horas semanales mientras mi cuerpo, como la ventresca de atún, se conservaba en aceite: algo así como una dura jornada de trabajo en donde alguna que otra vez las muchachas adorsaladas osaron ofrecimientos difusos. Mientras los negociaba solía pensar en Flower viniéndoseme abajo todo le que previamente despuntaba bien alto. El bajón era mutuo. Aunque salir en esos días de una casa de masajes sin ser ordeñado era un éxito prácticamente inexplicable.

 

Pero antes de tomar la decisión de marras me balanceé en el columpio del horror. Una de esas tardes nubladas en donde en realidad el sol cegaba hasta a los ciegos, y tras otra de esas peleas a través del móvil al que muchas veces llegué a odiar, tomé las de Villadiego, montado en un tuk-tuk y diciéndole al chófer, ebrio como yo, que tirara para adelante, lo más lejos posible, que se alejara de una ciudad que comenzaba a quemarme. Cuando se le acabó la gasolina me replanteé el plan, ya que llevaba treinta dólares en el bolsillo, una botella de vino tinto y otra de brandy, en lo que parecía más la visita a una cata que un suicidio. Ya en el hostal, cutre hasta la extenuación, que me costó ocho dólares y donde ni me pidieron el pasaporte, procedí a la apertura del vino tinto el cual jalé como el agua los sedientos saliendo de esa guisa a la calle a conocer –realmente era a olvidar–, dándome cuenta de que en los arrabales de Phnom Penh no hay más que cemento caído de los camiones sin lona de seguridad que lo transportan sobre el asfalto agujereado, moteros timoratos buscando clientes con la sonrisa como exagerada, y una humildad que cualquier banquero llamaría pobreza; todo eso esquivando charcas de agua y a perros sarnosos mientras veinteañeras con dos hijos en brazos cocían caldos donde luego hervirían fideos de pésima calidad.

 

Las luces se apagaron –y no hablo ni de teatro histórico ni de tangos para bailar muy pegados– cuando tuve que, a ciegas y ciego, volver a mi hotelucho, que al despertar destruido –media de brandy también cayó– me mostró un acontecimiento que no detecté al llegar, cuando la noche ya era plena: dormía junto al Tonle Sap, un río menos conocido que el Mekong pero casi igual de grandioso, que por la capital camboyana corren casi en paralelo. El dolor de cabeza, aparte de inevitable, trajo consigo un hecho mucho más pecaminoso: descubrir qué tipo de mensajes había enviado a Flower la noche anterior: “No sé qué será de mí mañana”. “Esto es una despedida”. “Deséame suerte”. Quise que me tragara la tierra. Pero en vez de eso, borré los mensajes ridículos y me fui a desayunar junto a la carretera principal plena de tráfico y polvo unos fideos lamentables dentro de una sopa insidiosa que demuestra que sólo la buena fe no ayuda a mejorar la cocina. En Camboya, al contrario que en Vietnam y Tailandia (sus vecinos) comer cocina local no es un paso adelante.

 

Volví andando. Con una resaca espantosa, sorteando camiones repletos de todo tipo de asuntos contaminantes, coches que querían adelantar a los mismos, en medio de un ruido ensordecedor cuando el sol, y sólo eran las diez de la mañana, pegaba de manera insolente. Al llegar al puente japonés que se eleva sobre el Tonle Sap juro que casi me caí en redondo. El calor era violento y yo cargaba con una mochila estúpida con media botella de brandy, otra de agua mineral importada y mi clásica bolsa con el ordenador enroscada en mi hombro izquierdo. Bajar aquel puente me retrotrajo a una realidad tan familiar que casi lo celebro: ya estaba en Phnom Penh, si es que ya no lo estaba antes, aunque en este caso a menos de media hora pateando de mi zulo. Por supuesto, los mensajes de Flower a mi móvil se sucedían, pidiéndome explicaciones e intentando entender si seguía vivo o ya era historia: un calvo con melenas al que se le cruzaron los cables y se ahogó puesto hasta las cejas de brandy Torres 10 en el Tonle  Sap. Contesté sólo a uno: ‘Desde hoy, volvemos a cortar la comunicación’. Porque ese ‘volvemos’ era otra apuesta segura a volver a tropezar con la misma piedra. Aunque esta vez no fue así. Me contuve, como los alcohólicos con síndrome de abstinencia que tras conocer el dictamen médico –“Otra gota de vodka y a la mesa de operaciones”– se asustan tanto que se ponen a beber agua embotellada como si fuera bendita mientras rezan tropezando en las rimas del padre nuestro.

 

De todas formas, ahora puedo reconocer que aquello fue el inicio real de una separación que se alargó por espacio de, al menos, dos meses. Sufrí sin ella pero dormí a pierna suelta. Porque la cabeza que piensa, sueña y elucubra es mucho más libre que la que aparte de realizar esas mismas funciones recién comentadas tiene que bregar con otras cabezas, en algunos casos, peores que la mía.

 

 

Joaquín Campos, 31/05/14, Phnom Penh.  

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