Son las 3 de la mañana y nos hemos sentado en la parada del autobús para no tener que llegar nunca a casa. Caminamos el último par de horas por la larga avenida desierta. Hablando de nuestras cosas, repitiendo viejas historias, contándonos como ha ido todo en los últimos años, observando en silencio al hombre bien vestido que duerme en un banco, la cabeza sobre cartones, en el brazo bien sujeto un periódico.
Apenas circulan coches. Pienso que la noche se ajusta muy bien a nuestra amistad cuando menciona a Dostoyevski. Todo lo que no queremos que se vea, las pasiones más locas devorándose unas a otras, las debilidades más vergonzosas, nuestra absoluta sinrazón, ese bullir de las entrañas en una caldera diabólica…Ah, como a los rusos, a nosotros también nos gustaría parecernos a Pushkin, pero luego viene ese epiléptico, desbordado y violento Dostoyevski a recordarnos como a la basura se la viste de solemnidad.
Ella no me “perdona” que me haya pasado momentáneamente a Tolstoi, aunque peor habría sido traicionarla con Nabokov. El pobre Nabokov, del que solo leí sus eructos contra otros escritores rusos y ya no pude darle una segunda oportunidad… Siempre me gustó que no nos uniese el respeto por otros puntos de vista sino la pasión. Solo había una ciudad en el mundo, la única ciudad rusa, Moscú, y cualquier bardo de las excelencias de Leningrado solo merecería ser arrojado a los leones; e igualmente, si había que elegir una única voz para Rusia esa era la de Dostoyevski.
Desgraciadamente, no se había olvidado del primer huevo frito con patatas que me vio hacer. Llevábamos meses con una alimentación por debajo del umbral de la pobreza y yo estaba felicísima de haber encontrado una sartén y de mis 3 kilos de patatas congeladas. Le expliqué el truco de mi madre, como si fuera la receta de la coca-cola, para no sufrir una sobredosis de aceite. Tendí varios papeles de cocina sobre un plato y orgullosa del invento allí fui depositando las patatas recién hechas. De esta forma, parte del aceite sería absorbido por el papel. Ella me miró como si fuese gilipollas. Efectivamente, un poco, sí lo era.
Seguimos dejando que se escaparan los taxis. Me habla de una noche cualquiera en la que de repente te alejas de tus amigos, de la multitud, y comienzas a andar. Llegas a un puente y miras hacia abajo. No te sientes triste, no estás deprimido y piensas, desde la más absoluta lucidez ¿por qué no…?. La gente nueva volverá a comportarse de la misma manera, los hombres nuevos volverán a decepcionarte de la misma manera, las eyaculaciones, los orgasmos serán los mismos, las hojas volverán a caer sobre el suelo de la misma e idéntica manera, otras ciudades, las mismas ciudades, el sol de la mañana, tan frío al despertar, las personas, comiendo, follando, mintiendo, muriendo…siempre será todo igual. -Hay que vivir en el desencanto-, concluye suspirando.
Guardo silencio. No sé qué decir. Yo, en cierto modo, solo acabo de comenzar la partida, ella no. Me aterra dejar de existir pero ese es el argumento más cobarde que podría utilizar a favor de la vida. Tomamos un taxi. Mañana seguiremos caminando.