Cómo se agradece un septiembre a cierta edad, dijo Umbral. Afuera, alguna de estas tardes, un sol debilitado se ahoga entre grumos de nubes acechantes de gota fría, y el hogar se llena de hermosa penumbra. No hay que olvidar que la sombra compone un ingrediente de lo bello, según el japonés Junichiro Tanizaki. Los días menguan, las calles se despueblan de corrillos, los parques apagan su tinglado de guirnaldas de verbenas, una lata de refresco vagabundea perdida por las aceras y la madrugada, los atardeceres ocres de los campos pronto se camuflan en noches ambarinas de plenilunio o de bella bóveda celeste, donde llueven las estrellas y el universo crece en las pupilas de los paisanos tan vasto y absoluto como imperceptible. Ahora, la ventisca repentina de una tormenta estremece la ropa pulcra en las azoteas: las últimas prendas tropicales al aire. El último baile del verano.
El ventilador y sus vientos domésticos estorban ya. De modo que lo vamos arracimando en el desván junto a los otros aparatos de temporada. La ausencia del jadeo de las aspas estanca los pasillos de silencio. Las puertas enclavadas en las plantas de arriba, auténticos hornos impracticables del estío, destapan al abrirse un ligero aliento añejo a terciopelo invernal, a cabaña de bosque de armario empotrado. Todo se ha vuelto septiembre. Todo sombra.
De algún rincón perdido de la casa proviene un sonido gutural, rítmico, como de metrónomo o chasquidos de lengua contra el cielo de la boca. Es el paciente segundero de un reloj que lleva siglos soportando la carga invariable del tiempo. Diaria, anual, septembrinamente. A su lento compás de otoño amarillecen los perros, decía Cela; los almendros se cuajan y los balcones de noche se pueblan de fumadores solitarios que ven esfumarse sus vacaciones en la metáfora de las volutas que corcovan la atmósfera hasta desaparecer en la nada, en los húmedos crepúsculos empañados de un naranja ya sin luna.
Agosto allana el camino a septiembre con sus villancicos de granizos y tardes grises de rebeca. El final del verano debiera ser el fin del año. Septiembre, vida nueva. El 1 de enero casi nunca tiene tránsito, ni billete de tren y se duerme una siesta de lana sin periódicos para después estar despierto en la sala del cine. El 1 de septiembre la calle es un galope fresco de prisas, interurbanos, taxis y claxon de coches familiares. De nuevo un viejo ajetreo.
Comoquiera que sea, cuando llega septiembre se aprecia con mejor perspectiva la redondez del curso, los planes de futuro, los septiembres de vapor del pasado y los septiembres neblinosos y siempre ficticios del mañana. Y por momentos asoma el niño que llevamos dentro quejándose de que no quiere forrar más libros escolares, de que quiere quedarse a vivir con el abuelo en el pueblo. Pero comoquiera que sea, a cierta edad, sin cierta prisa ya por nada y siempre con una vaga nostalgia por todo, se agradece que septiembre nos despabile de la modorra del verano. Como un jarro de agua fría sobre las ascuas todavía crepitantes de los mejores sueños.