Los vecinos son como Dios, y Dios puede ser como los vecinos, indiferentes o cotillas, con una visión de 360 grados que abarca el mundo más minúsculo del callejero, cirujanos de la vida que diseccionan momentos comprometidos en una tertulia de horario comercial. Y Manuela es precisamente eso, una peluquera y la vecina de todos, alguien que rescata de la fosa común los secretos ajenos para repartirlos como el pan de cada día con amigos y extraños. Intensa en su verdad momentánea y con un carácter que puede marcar decibelios. Una ballena blanca que persiste y resiste, y la crisis, del tipo que sea, un capitán Ahab que siempre se queda un paso por detrás anhelando la captura.
Para ella la vejez es como un dolor de muelas, algo crónico y molesto, y es que para Manuela, o alguien que busca el anonimato tardío con la letra M, estos tiempos en cifras y en adornos navideños aún sin retirar son una historia mal contada de un color rojo chillón, “como el tono de la política actual que sólo dice cuentos”, señala. En fin, un attrezzo digno de olvidar y más para lo que va de año, y por la misma razón poco digno de mencionar, los cuentos cuentos son y los personajes como M requieren de más espacio y precisión en la balanza de la vida.
Así pues, M no tiene contemplaciones, aunque visita la tumba de su marido cada 2 de noviembre, no tiene remordimientos, aunque se confiesa una católica practicante. Es capitalista, pero de orígenes pobres con propiedades de rica y rutina de clase media. Una homófoba con convicción, pero de trato condescendiente con todo gay que cruza la puerta de su tienda para hacer negocio. Clasista y del Atlético, admiradora de Julio Anguita, aunque votante fiel de derechas con una alergia pasajera a Vox. Practica un racismo selectivo de los tiempos de moros y cristianos, sólo a ellos odia sin condición, por qué, porque sí, y ella contesta: “¿y por qué no?”.
Una viuda prematura y madre de dos hijas en la España de los años cincuenta, una gallega de trabajo incansable en días laborables y festivos. En resumen, una persona de las que creen que las bondades y las creencias son un buffet libre, como el que se limpia las botas en el umbral de una casa, pero entra en la vida de los otros con toda su contradicción para hacer acto de presencia. Una quimera de la condición humana que deberías encontrar en una Wikipedia de ganchillo dedicada al personaje local.
Confía en todos y no confía en nadie, habla con todos y no escucha a nadie salvo si es ella la que interroga, a semejanza de un agente pluriempleado de la KGB que corta y te hace las mechas en un todo incluido. Pertenece a ese gremio de oradores en peligro de extinción. Su peluquería es como las de alto copete de antaño, ésas que no estaban a pie de calle, sino en la primera planta de una vivienda particular en la que todos se conocían a su pesar. Un nervio secundario de la Gran Vía madrileña, donde aún se amontonan como huesos de dinosaurios edificios antiguos y bares eternos entre un desfile posmoderno de tiendas que renuevan propietario al año de abrirse.
Una mirilla de color naranja
La peluquería disimula su aire desértico con una pulcritud ensayada, para un observador o un turista de los extraños encuentros entrar allí es como asomarse por una mirilla decorada de color naranja y baldosas fregadas a mano, con espejos y un ventanal. Así se dibuja una clientela expuesta para observar a los demás y que la observen. Un cuadrilátero, en otros años sobrecargado de melenas con olor a laca, reservado para los que despotrican de puertas a dentro.
Todo ese universo circulaba y retumbaba sobre el sinfonier, mientras a una la informaban de los pormenores y pormayores del hombre que acababa de salir por la puerta. No hay tiempos muertos ni sequía de temas. Entre tijeras y mascarillas M comparte, sin saltarse una coma y sin nunca mirarse al espejo, los problemas de la semana: su inquilina acuciada por la falta de dinero a la que había perdonado ya dos meses y que le había rogado discreción, mientras sentencia para sí: “esto me pasa por ser demasiado buena”; la bulimia de su amiga de setenta años a la que habían llevado a una residencia; el historial médico de una clienta veterana y con doble bypass, o la funcionaria sobrestimada del tercero que cobra por no hacer nada.
El presente se mezcla con tiempos de licra y levita, cuando tenía a tres jovencitas que la ayudaban peinando a las vedettes de las salas de variedades y a las catedráticas que acudían a su peluquería, de todo ello queda el eco que empaña los ventanales y el recuento de clientas con cardado que la han abandonado por la edad o por la pandemia, es entonces, sólo entonces cuando empieza el silencio.
Ante el panorama esta peluquera destila el escepticismo de la Guerra Fría, siempre hay enemigos a las puertas, y para ella estos tiempos sólo le han hecho ganar en kilos y adelgazar en caja, ya que es una mujer que se enmohece en la inacción y últimamente estaba pensando en batirse en retirada. “Ya viene la vejez y aquí está todo muerto”, afirma, a sus 82 años, con la lucidez intacta y secador en mano.
Esta es la nueva España vaciada en versión urbanita, donde el pequeño empresario de más de medio siglo se encuentra como un náufrago de tierra sujeto al dilema cerrar o esperar. La disyuntiva de una nueva generación angustiada de posibles jubilados o emprendedores, expectantes con un año nuevo que para M tiene poco de nuevo y más de vintage.
Ella, como otras, ha sido dejadas a su suerte, mientras cada día cierran más de 100 peluquerías, con el detalle de que el 85% de las propietarias son mujeres autónomas. Queda atrás la abundancia de otros momentos cuando había un salón de belleza por cada 900 habitantes. En 2020 cerraron 17.000 establecimientos y 27.000 personas se han quedado sin trabajo. Y la pérdida en facturación ha sido de 1.600 millones de euros. Sin la bajada del IVA prometida por el partido socialista poco pueden hacer salvo permanecer vigilantes ante un cambio de decisión in extremis.
Lo cierto es que esta tienda de este barrio de esta calle podría no estar en ningún mapa, pues como decía Herman Melville “los lugares verdaderos nunca lo están” porque pueblan todos los rincones de la geografía y las viejas glorias nunca mueren, aunque en algún momento llega el inevitable KO. La antesala de un nuevo dígito, para M o para Manuela, sólo es el prólogo de otro año malo, con cartilla de vacunación. “Pero a saber cuándo me tocará”.
Las personas como Manuela son comentaristas de la vida que no disparan con balas de fogueo, y las buenas intenciones son como la cicuta a medio hacer, cruda y amarga. La España profunda que ella representa con orgullo siempre ha estado a flor de piel bajo la falsa amenaza de jubilarse, porque ella, ante todo, está cansada, con ese agotamiento que no tiene titular ni resonancia en las copas vacías. Pero quien avisa no es traidor, al fin y al cabo los cuentos cuentos son y después de la fiesta lo que queda es silencio.