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Ser benjamín, ser primogénito

Leyendo las últimas páginas de la autobiografía del historiador francés, Pierre Nora, me preguntaba ayer en Twitter si ser el benjamín de la casa es un modo de ser en el mundo, distinto del de ser primogénito o del de ser hermano intermedio. Confieso que no lo sé y que tampoco sé si la pregunta está bien formulada. Sospecho que sí, no lo sé. Nora viene a decir que ser el pequeño de la familia te acostumbra a escuchar a los mayores, no solo a los progenitores sino también a los hermanos, a mantenerse a una cierta distancia respecto a lo que se oye y se ve, a observar, más que a actuar, a aguzar el oído y la mirada, a adoptar una postura crítica. Me parece que acierta en esta observación. Esto es lo que permite al “peque” o a la “peque” elegir entre las casillas, por así decirlo, no ocupadas por su fratría, establecer mediaciones entre las opciones ya tomadas o salir por la tangente, no cometer los errores de los que nacieron antes que él, adoptar o aprobar sus aciertos y extraer de toda esta experiencia un “bagaje” peculiar, que, en la mayoría de los casos —con el paso del tiempo se aprende esto­—no sirve de mucho porque se cometen errores que ellos no cometieron…

Añadiría algo más. Ser el último nacido es ser el centro de atención y de cariños durante todo el tiempo que dura la infancia y, tal vez, en parte, la adolescencia, de tal manera que no solo tiene él amplio campo para la observación, con el paso del tiempo, sino que se convierte, desde el principio, en el centro de las miradas; tienen que cuidarlo, tienen que ocuparse de él. Nada es tan cierto para el benjamín de la casa como aquella frase de Antonio Machado en la que se dice que el ojo no lo es tal porque ve, sino porque lo ven otros ojos. Por otro lado, los hermanos o hermanas mayores cumplen un papel, aceptado con mayor, menor o nulo entusiasmo, que es el de “delegados” de los padres, es decir, se les asignan tareas que no son, en rigor, las suyas, pero que son del todo lógicas cuando hay varios hermanos y hermanas y los padres, en especial la madre, no llega a hacerlo todo. En una palabra, el benjamín es “el mimado de la casa”. Es algo que uno no deja de escuchar durante años y años, convirtiéndose en una especie de ideología familiar, y cansina. Es muy curioso que, de manera paralela, y sin que haya “ideología” explícita al respecto, el hermano mayor sea el objeto de una idealización y valoración, en no pocos casos, desmesuradas, hasta tal punto que cualquier cosa que haga será alabada sin ningún tipo de restricción. El primogénito es el ideal, es al que se respeta. Es el “yo ideal” como se diría en psicoanálisis. Ahora bien, el mayor tiene que cargar con una responsabilidad. La lleva consigo o no. Si no lo hace, pueden tomarle como el pito del sereno. Si lo hace, con celo y hasta con sumo rigor, puede llegar a ser una segunda madre o un segundo padre castrador. Frecuentemente solo lleva en cierto grado el peso de la responsabilidad. De eso los hermanos se darán cuenta tardíamente. El papel del benjamín no es tampoco miel sobre hojuelas pues, con el paso del tiempo, podrá llegar a realizar cosas que ni el mayor las hubiera soñado, pero, como él lo hará siempre más tarde, o por otras razones, nunca será valorado por sus pares en su justa medida y desde luego, nunca será idealizado (casi mejor). Probablemente, el lugar de los hermanos intermedios sea el más cómodo, pero siempre será, en diferente grado, un benjamín respecto a los que le precedieron o un primogénito respecto a los que le siguieron.

Añadiría un inconveniente más del benjamín, éste mucho más sutil y grave: no sabe si ha sido engendrado por el amor o/y por un deseo de engendramiento. Intuye que fue el fruto del azar, de un último revolcón de los padres. Esto puede dejar secuelas a la larga. En contraste, la certeza del primogénito y, tal vez, la de los hermanos nacidos después, es que su nacimiento fue deseado. Es una certeza absoluta que, por mucha inseguridad que muestre en la vida, le sigue clavando al mundo. La falta de certeza en el benjamín le deja algo desclavado del mundo, su razón de ser se le escapa, lo que le permite mantener un perfil en el fondo bajo, de discreción casi excesiva. Nada de lo que haga será valorado en su justa medida. Lo sabe. Su vida tendrá el valor de una esquirla de un meteorito caída en la Tierra. Es una humildad y una modestia que no tiene precio. Por el contrario, aquel que se sabe, en cierto sentido, elegido, tendrá que apechugar, con mucha mayor crueldad, con el balance de su vida, porque el que se sabe elegido tiene que rendir cuentas, de manera impepinable. El benjamín no. Es un eterno irresponsable y solo es responsable con respecto a sí mismo, en una soledad extremadamente diferente a la del primogénito.

Benjamín es, en la Biblia, el treceavo hijo de Jacob. Es, junto a José, su hermano, el único hijo que ha sido concebido por la misma madre, Raquel. Su padre es centenario y su madre muere en el parto. Benjamín es una especie de hijo único y de huérfano, al mismo tiempo. ¡Qué poco sabe de sus progenitores! Mientras que José es hecho esclavo en Egipto, el menor de todos se queda con su padre. Es muy querido por su padre y por su hermano mayor. Benjamín no es protagonista de nada. Cuando lo vea su hermano mayor, «emocionado hasta las entrañas», se retirará a sus aposentos para llorar…Benjamín no dice nada en la Biblia en este momento tan intenso. «Recuerda, existo, he vivido», se me antoja que pudo pensar el pequeño de la casa. El protagonismo es el de su hermano mayor, su mala conciencia también; pero de la descendencia del pequeño «discreto» saldrán Saúl y Ester.

¿Y con todo esto qué quiero decir? Quiero sostener que uno es siempre un ser relacional. No somos mónadas. Uno no solo es “hijo de” o “padre de”, sino también “hermano de”. Desde Russel hasta Deleuze hemos aprendido que el “ser más alto que” es independiente del que uno mida tal altura y otro tal otra. Las relaciones no dependen de los términos. No hay nunca Adanes o Evas, sueltos por el mundo, por mucho que la filosofía, desde el Derecho natural moderno hasta los últimos brotes contemporáneos de las filosofías liberales o libertarias se hayan empeñado en defenderlo. Muchos de nuestros errores proceden de que nos vemos únicos y no hay cosa peor que ver nuestra nación como única, nuestra humanidad como aislada de Gaia. Ni somos héroes ni somos Robinsones, ni nada por el estilo. Somos seres relacionales cuyo modo de actitud ante el mundo, cuyo modo de comportarse con las cosas, están marcados por triangulaciones y posiciones de casillas establecidas desde el nacimiento, pero que pueden ir variando con el paso del tiempo. No es posible dejar de ser benjamín o dejar de ser primogénito. Siempre seremos mirados por la fratría de este modo. De ahí que nos guste dejar de serlo cuando trabamos amistades, cuando nos emparejamos, cuando nos aislamos del mundo, etc. Pero este dejar de serlo es siempre provisional porque el “entre” relacional que nos constituye no nos deja quieto. No podemos abolirlo. Somos esto o lo otro para determinado prójimo. E incluso el ser relacional del hijo o la hija única está marcado por la ausencia de relación fraterna, con todos los inconvenientes y ventajas que ello conlleva. Es, sea dicho de paso, curioso, que a veces, por diferentes motivos, hijos mayores o menores, se sientan a veces, en cierto sentido, hijos únicos, en función, no siempre, de la diferencia de edades o de circunstancias, como el Benjamín bíblico.

Seguramente, el desafío de la condición humana será el de ampliar nuestro ser relacional, llevándolo más allá de la fratría original hacia una fratría global, que reúna toda la diversidad humana, borrando todo nacionalismo o exclusivismo, toda identidad de grupo o nación, incluyendo el planeta Tierra en que vivimos, porque nadie puede comprenderse a sí mismo sin el ser relacional que nos une a los demás, a las plantas, a los animales, a la luz del Sol que nos cobija siempre. Tocando nuestra mano derecha con la mano izquierda nos sentimos tocados, tocando, decía Merleau-Ponty. Esto era el “entre-dos” afectivo, corporal, táctil, que nos constituye en “sujeto-objeto” indisociable, según él. José Gaos afirmaba, por su parte, que « de todo lo relacionado con la mano, aquello por lo que puede saberse del hombre más y mejor es la caricia ». Acariciar y ser acariciado es, tal vez, una de las matrices del ser relacional. Es aquello que no deja huella aparente, dejando un rastro de cometa casi impalpable.

Habría que aguzar el oído ante este rastro de cometa. Nos haría mejores.

Probablemente jugar a ser ese ese otro que los demás fantasmean sobre tu ser nos permita conocernos un poco mejor. Pero, tal vez, sea un optimismo que solo se puede permitir un sábado de tiempo espléndido, ya veraniego. En la hoguera mental de San Juan nunca podremos quemar nuestro ser relacional. Sólo podremos quemar aquellos espejismos acerca de nosotros mismos que a todos nos constituyen. Y éstos dependen más —se me antoja pensar—de nuestros demonios personales que de nuestro ser relacional, por mucho que éste pueda estar atravesado a veces de reproches, recelos, envidias y demás miseria humana.

Le Mans, a 24 de junio de 2023.

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