Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, en 1945, la sociedad internacional se propuso eliminar las causas de aquella tragedia universal, resumidas en la intolerancia generada por los prejuicios, cuyo efecto fue la abolición de la libertad. El mundo debía regirse desde los ideales de igualdad, equidad y respeto, consagrados el 10 de diciembre de 1948 en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Las justas aspiraciones soberanistas de los pueblos entonces colonizados basaron sus exigencias de autogobierno en la ausencia de tales derechos en sus territorios. Culminada la descolonización, estas naciones están especialmente deslegitimadas para ignorar estos derechos fundamentales: su legitimidad se asienta sobre la reivindicación –a menudo violenta– de las libertades conculcadas por el totalitarismo colonial. No resulta entonces creíble la indignación que únicamente produce el atropello cometido por otros, cuando, una vez asumida la soberanía, se reproduce la misma opresión sobre los propios compatriotas.
Contradicción básica del Estado postcolonial, convertida en hipocresía intolerable; recurso frecuente de sus oligarquías político-militares, que secuestraron las independencias africanas en su exclusivo beneficio, las cuales invocan únicamente los artículos que les convienen de esa Declaración Universal, sirviéndose del clima de relativismo moral imperante en las relaciones internacionales. Siendo un cuerpo único, los Derechos Humanos no pueden parcelarse en función de los intereses de cada gobernante. Todos los países africanos son miembros de Naciones Unidas, suscribientes de la Declaración, a cuyo cumplimiento íntegro están comprometidos. De hecho, ninguna constitución africana conculca su doctrina; todas ellas asumen cada uno de los postulados expuestos en el texto, cuyo artículo 19 es nítido: “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el no ser molestado a causa de sus opiniones; el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”.
Garantías también consagradas por la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos, adoptada el 27 de julio de 1981 por la Asamblea de jefes de Estado de la Organización para la Unidad Africana (OUA), que entró en vigor el 21 de octubre de 1986. Su artículo 9 está redactado de este tenor: “Todo individuo tendrá derecho a recibir información. Todo individuo tendrá derecho a expresar y difundir sus opiniones, siempre que respete la ley”. Pero obsérvense los matices: cuanto la Declaración de Naciones Unidas legitima como un derecho natural, positivo, universal e inalienable, se convierte en África en potestativo, un derecho otorgado por la ley del país. Como el tiempo transcurrido desde las independencias demuestra que el absolutismo fue la principal herencia recibida del colonialismo, y la Ley no es sino la voluntad caprichosa de quien manda, la conclusión es obvia.
El tránsito de la OUA a Unión Africana (UA), producido en 2002, apenas supuso algo más que un cambio de siglas; los dirigentes africanos se limitaron a trasvasar al nuevo organismo los mismos planteamientos e instituciones; así, la Comisión Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos, aprobada el 11 de julio de 2003 –ratificada el 25 de noviembre de 2005–, heredó similares conceptos e idéntica redacción, vinculante para todos los Estados miembros. Al integrar la UA 54 Estados del continente –salvo Marruecos, que se retiró en 1984 tras la admisión de Sáhara Occidental–, puede afirmarse con rigor que, en África, o no existe libertad de expresión, o está bajo mínimos: amparados por sus leyes, los poderes públicos tienden a restringir al máximo las disposiciones internacionales sobre los derechos a la libre información y la libre opinión. Se comprende con facilidad: estrechamente vinculadas a la práctica de la democracia y el buen gobierno, imposible que tales libertades –como el resto– florezcan en sistemas caracterizados por la autocracia; de los 54 jefes de Estado que se sientan en el Palacio África de Addis Abeba –más el ausente– se cuentan con los dedos aquellos elegidos por sufragio universal, libre, directo y secreto. Quienes llegaron al poder mediante sangrientos golpes de Estado, o se mantienen mediante represión, clientelismo y corrupción, no pueden estar interesados en propiciar sociedades donde los ciudadanos se desenvuelvan con soltura. Reprimen así, con saña –alguno con especial crueldad–, toda iniciativa que socave su poder omnímodo, ilegítimo.
La conculcación sistemática de las libertades de expresión y opinión no es sino el corolario –quizá más llamativo por su propia naturaleza– del sistema, amplio y profundo, diseñado para mantener al africano en la opresión y la indignidad: un dato más que ilustra los onerosos obstáculos que dificultan la existencia del africano, impidiendo que en aquellas sociedades transcurra la vida con un mínimo de normalidad. Los dictadores y sus apoyos externos descubrieron que ignorancia e insatisfacción de las necesidades básicas son eficacísimos mecanismos de sometimiento, pues mantienen al individuo en una zozobra constante que le impide racionalizar las causas de su miseria, y, por tanto, buscar alternativas. El africano no tiene tiempo para pensar: debe consagrar todo su tiempo a la ardua tarea de buscar la supervivencia, cada minuto de cada día. El sufrimiento cotidiano, sin un atisbo de esperanza en un futuro mejor, le impulsa a recurrir a planteamientos esotéricos en que hallar causas y remedios, mientras las élites dominantes manipulan sus vidas y saquean el país. Añadidos condicionamientos externos como la estructura neocolonial, queda nítido el retrato de las causas de la imparable tragedia de un continente ahogado por una pobreza inhumana, cuando su suelo y subsuelo rebosan de recursos. Algunos –sobre todo desde una cierta visión occidental, no desprovista en el fondo de un cierto racismo condescendiente– interpretan estas contradicciones como rémoras de supuestos atavismos culturales. Lo cual es absolutamente erróneo, pues del análisis objetivo de las culturas tradicionales africanas no puede desprenderse tal conclusión. Se trata de un estereotipo más de los destinados a minusvalorar lo africano, socavando el derecho de los negros a recuperar la dignidad. Dicho en otras palabras: es como si se interpretase el conjunto de las culturas europeas únicamente desde el prisma establecido por las bárbaras tiranías de Hitler y Stalin. Reduccionismo a todas luces inaceptable.
Se pueden dedicar millones de palabras a teorizar sobre las causas y consecuencias del ejercicio de una profesión que, en África, entraña peligros constantes. Quizá sea más ilustrativo el sucinto testimonio de algunos de sus más esforzados protagonistas, que a diario se enfrentan vocacionalmente a un oficio que no les reporta beneficios materiales –ni siquiera celebridad o reconocimiento–, sino esfuerzo sobrehumano y riesgos que, demasiado a menudo, conducen a la cárcel, al exilio o a la muerte, tras una vida de tensión y miedo por las amenazas y vejaciones.
Entre esos héroes anónimos –hombres y mujeres que se enfrentan cotidianamente a la bestia y reciben sus zarpazos–, destaca, sin duda, Caddy Adzuba, editora jefa de Radio Okapi, en Bukavu, República Democrática de Congo (RDC). Galardonada en 2014 con el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, confiesa que al despertarse da las gracias: “porque he sobrevivido un día más sin ser violada ni asesinada, y me pregunto si mañana seguiré viva, si no entrarán esta noche para matarme”. Vive escondida, ha visto asesinar a parientes próximos y ha tenido ocasión de exiliarse, pero sigue en la brecha, pues considera el periodismo su vida, un “altavoz contra el silencio”. Trabaja en el corazón de esa guerra en sordina que asola la parte oriental de la RDC desde hace casi 18 años, y que ha causado al menos cinco millones de muertos, e infinidad de heridos, desplazados y situaciones de extrema miseria, pero de la cual se benefician ciertas élites de los países implicados y las multinacionales que explotan los ricos minerales de coltán y otras materias primas. Su compatriota Solange Lusiku Nsimire es otro paladín de la libertad de información. Madre de seis hijos, es editora jefa de Le Souverain, también en Bukavu. Permanece asimismo en la clandestinidad, para evitar en lo posible las increíbles vejaciones de las que ha sido víctima. Sólo en la RDC, fueron asesinados al menos doce periodistas desde 1992, y los profesionales de la información sufrieron 90 ataques en un solo año, 2012.
Mohamed Keita, antiguo encargado de la sección africana del Comité de Protección de los Periodistas (CPP), declaraba en 2012: “los Estados miembros de la UA carecen todavía de políticos que respeten la libertad de Prensa y que protejan a los periodistas”. Ponía como ejemplos la Ley del Secreto, promulgada por el presidente sudafricano, Jacob Zuma, “que amenaza con terminar con el modelo consagrado tras el fin del apartheid”. Otro punto en la mirada de Keita es Sudán del Sur, el Estado más joven del continente, donde se evidenciaron desde el primer momento preocupantes signos de intolerancia. Etiopía y Burundi son también lugares peligrosos para el ejercicio del periodismo: “abusan de la legislación contra el terrorismo para, en realidad, perseguir y encarcelar a informadores críticos”. Y concluía: “la libertad de prensa está en peligro de extinción en Etiopía, Angola, Gambia o Ruanda”.
En su informe de 2014, publicado en diciembre pasado, Reporteros Sin Fronteras (RSF) informa de 13 periodistas asesinados en cinco países africanos –Libia, Somalia, RDC, República Centroafricana (RCA) y Guinea Conakry–, y de otros 67 encarcelados en diversos países, entre los que destacan los 36 de Eritrea y los 10 de Etiopía. Por su parte, el último memorándum del CPP, publicado en noviembre de 2014, denuncia la impunidad de 9 de cada 10 casos de asesinatos de periodistas en África: “la impunidad es una de las mayores amenazas para la seguridad de los periodistas; cuando un reportero es asesinado y no hay un procesamiento, se abre la puerta a muchos ataques”, asegura. Además de los países mencionados, los organismos de protección de periodistas incluyen a Guinea Ecuatorial, Zimbabue y Angola entre los que existen especiales restricciones a las libertades de información, opinión y expresión.
Siendo graves las situaciones descritas, el caso de Eritrea, considerada “la mayor cárcel de periodistas en África”, es de una sordidez extrema, sólo superada en el mundo por China. Según recientes declaraciones de Tom Rhodes, actual responsable del departamento de África de la CPP, en las prisiones de Asmara, la capital, y de otras poblaciones, “languidecen unos 30 periodistas, detenidos sin cargos conocidos o por críticas al Gobierno”. Ni siquiera se conoce el número exacto de informadores encarcelados, pues las autoridades impiden la entrada de observadores internacionales, por lo cual “es difícil saber qué pasa allí”, concluye Rhodes. Conocido como la “Corea del Norte de África” –su presidente, Issayas Afeworki, no ha convocado elecciones desde que subió al poder en 1991– este país es uno de los más herméticos del mundo. Un periodista nativo que logró escapar tras ser encarcelado en tres ocasiones (guarda el anonimato en su lugar de refugio) relató recientemente que durante su cautiverio sufrió torturas como privación de sueño, palizas, dietas casi cotidianas de pan y agua. “Existen diversos grados de tortura según el delito del que te acusan –relata–, y el mío era de los más leves. Los demás deseaban tener mi nivel de torturas”. El miedo atenaza a los periodistas eritreos por la infiltración de chivatos del Gobierno en los medios de comunicación, todos estatales, al no existir prensa privada. En tal ambiente, el único discurso es la agresividad promovida desde el poder; la censura es férrea, y las libertades de asociación, reunión y expresión están muy limitadas. En Eritrea, según Rhodes “el país con mayor censura del mundo”, no quedan voces críticas contra las autoridades, “algo que sería un suicidio para el actual Gobierno”.
Al conocer estas declaraciones, no pude evitar rememorar cuanto sucede en Guinea Ecuatorial, donde ejercí el periodismo durante ocho años, primero como corresponsal, después como delegado de la Agencia EFE, además de editor de la revista África 2000. No relataré hoy mis avatares personales. Baste decir que desde que Luis María Ansón abrió la delegación de Malabo en 1980, tras el derrocamiento del déspota Francisco Macías, aquel fue siempre un destino conflictivo. Otros compañeros me precedieron, todos españoles, entre los que recuerdo a Juan Mari Calvo, Antonio Navarro, Alfonso Bauluz o Margarita Sánchez. Ninguno aguantó más de año y medio en el puesto; el promedio de permanencia era de meses. Muchos fueron expulsados, otros se largaron simplemente, hartos, y alguno fue evacuado en condiciones de salud muy lamentables, debido a la tensión continua. Todo lo cual era –es– conocido, y silenciado, por el Gobierno español. Cuando llegué a Guinea Ecuatorial en 1985 para ocuparme de la co-dirección del Centro Cultural Hispano-Guineano hacía más de tres años que ningún profesional de EFE aceptaba trabajar allí, y la agencia mantenía una infraestructura mínima, precaria y rudimentaria, totalmente improductiva. Por encargo de Miguel Ángel Aguilar y otros compañeros que me conocían desde España, hice cuanto pude para intentar racionalizar aquella estructura, en lo logístico y en lo profesional. Durante un tiempo, EFE volvió a funcionar desde Malabo. Baste decir que, desde mi salida forzosa en octubre de 1994, nadie me ha sustituido. Nadie quiere ir allí. La razón es simple: el mundo entero sabe que el presidente Teodoro Obiang es otro gran depredador de la libertad de expresión. En su país no existe prensa escrita, por la mezcla de tirria y pánico de Obiang ante la letra impresa. En el Centro Cultural Hispano-Guineano luché en vano por la recuperación del diario Ébano, antigua cabecera de los tiempos coloniales, hasta que presionaron para lograr que tanto la imprenta y demás equipo técnico –adquiridos con presupuesto de Cooperación Española– como el personal que formamos en España y en el país, pasara al control y servicio del Partido Democrático de Guinea Ecuatorial (PDGE), fundado por Obiang en 1987, en la práctica el partido único.
Recuerdo las numerosas prohibiciones de introducir periódicos españoles en el país, que se producían con asiduidad en los años 80 y 90; supongo que las azafatas continúan avisando a los pasajeros, minutos antes del aterrizaje, que no bajen del avión los periódicos distribuidos durante el vuelo; aún recuerdo las múltiples trabas puestas a los periodistas que se desplazaban para cubrir algún acontecimiento, desde la negación del visado al control estricto de sus movimientos y contactos; aún recuerdo haber “rescatado” a algún colega en dificultades, por ejemplo Alfonso Rojo. Lo he vivido: gente con mucho poder España suelen “comprender” tales “incidentes, lógicos entre una excolonia y su metrópoli…”; y es que la mala conciencia, los complejos y la ausencia de criterios políticos juegan malas pasadas. Guinea Ecuatorial se acerca al medio siglo como Estado independiente, tiempo suficiente para que sus dirigentes maduren alguna vez y planteen de manera diferente sus relaciones con la antigua potencia colonizadora; el discurso anticolonialista trasnochado ya no puede justificarlo todo. Tiempo igualmente suficiente para que desde España se trate con madurez a Guinea Ecuatorial, sin esa condescendencia permisiva ante las bribonadas de un reyezuelo negro enloquecido al que se disculpa cualquier desmán, como tuve ocasión de presenciar. Relativismo que puede interpretarse como racismo. Si Obiang y los suyos torturan, roban y matan, deben ser tratados como torturadores, ladrones y asesinos, delitos condenables por los tratados internacionales, injustificables desde la invocación de supuestos atavismos culturales: las víctimas son tan africanas como ellos, tan negras como ellos y de las mismas etnias que ellos; y saben muy bien que sus culturas tipifican los comportamientos indignos de sus dirigentes como actos criminales punibles, de la misma manera que asiáticos, amerindios y europeos.
Europa debe desmitificar al “buen salvaje” rousseauniano. Se deben trascender estereotipos, tipismos y exotismos para ver al africano como un ser humano más, exigiéndole los mismos deberes y otorgándole idénticos derechos que a cualquier otro ser de la especie. Provocan y amparan sus conductas perversas la impunidad, la doble moral, el relativismo de la mirada de Occidente. Y, si se apura, puede afirmarse con total claridad que son los intereses espurios de un puñado de occidentales –en este caso concreto españoles inescrupulosos, con nombres y apellidos–, principales beneficiarios de las tiranías africanas, quienes les mantienen en el poder, impidiendo cualquier posibilidad de cambio. Y estas cosas tienen que empezar a conocerse, pues no hay corruptos en África sin corruptores europeos. Los ciudadanos occidentales deben ser conscientes de que el neocolonialismo es una estructura sólida que permite saquear las ingentes riquezas africanas mientras prevalece el discurso del africano pobre y desvalido, incapaz de resolver los retos de su existencia. No pueden ser criticados únicamente los grotescos tiranos africanos y ser silenciados sus cómplices e inductores extranjeros, a quienes deben el poder. El esfuerzo por restablecer la dignidad de los africanos mediante el respeto de sus derechos debe dirigirse a todos los ámbitos. Buscar y difundir las causas verdaderas de la emigración masiva, de tanta miseria material y moral es tarea de todos, pues los derechos fundamentales no pueden seguir circulando en un carril de sentido único.
Desde la concepción de mentalidades obtusas como la de Teodoro Obiang, el periodismo es una mera herramienta de propaganda y correa de transmisión. Por eso los informativos sólo están destinados a adularle hasta lo hiperbólico: primero se proclamó “libertador”; luego, “dios de Guinea”; desde hace unas semanas, con motivo de la Copa de África de fútbol jugada en Guinea Ecuatorial, se hace llamar “el inmortal”. El Ministerio de Información censura noticias nacionales e internacionales hasta provocar situaciones ridículas: se silencia en directo a locutores mientras informan sobre acontecimientos poco gratos al poder constituido, como la llamada “primavera árabe”: prohibieron mencionar los nombres de Gadafi y Mubarak en la radio y en la televisión, y algún locutor incauto fue duramente represaliado. He presenciado cómo un ministro llamaba desde su casa a Radio Malabo para ordenar interrumpir una canción que se emitía, por ser su intérprete desafecto al régimen…
Lo relatado sobre EFE afecta a otros medios internacionales acreditados, como France Press, cuyos representantes padecen coacciones análogas: Joaquín Mbomío está en el exilio, Rodrigo Angüe fue encarcelado y obligado a pagar una multa abultada; su actual corresponsal, Samuel Obiang Mbana, es vigilado muy de cerca; encarcelado y multado en varias ocasiones, a menudo se le impide cubrir determinados actos. En 2011, detuvieron en Malabo a los enviados especiales de Der Spiegel; tras confiscarles los equipos, fueron expulsados del país; la única explicación dada al embajador de Alemania por el entonces primer ministro, Ignacio Milam, fue que grababan “imágenes negativas para el país”. En 2014 padecieron idéntica situación dos periodistas del Financial Times, Javier Blas y Peter Chapman. En cuanto a profesionales locales, en su inmensa mayoría sin formación específica, están obligados a secundar las consignas de sus comisarios políticos, o arriesgarse a perder empleo y sueldo en un país cuya única industria es el Estado, o sea, el dedo portentoso del presidente. Ser considerado “enemigo del Gobierno” es un estigma infamante que te arroja al inframundo de los parias, en el cual se priva a los familiares y allegados del díscolo del derecho a recibir la precaria asistencia sanitaria en los infames barracones rotulados como “hospitales” y otras medidas igualmente sádicas. Pocos resisten presión tan brutal. Quien sí lo intentó fue Manuel Nze Nsogo, al creerse “intocable” como amigo y antiguo jefe de protocolo de Obiang. Promotor de varias publicaciones desde finales de los años 90 y presidente de ASOPGE (efímero intento de asociación profesional), a finales de noviembre de 2012 enfermó súbita y gravemente, a las pocas horas de haber compartido mesa con el entonces ministro de Información, Agustín Nze Nfumu. Falleció dos días después. El suceso fue calificado por RSF como “muerte sospechosa”, en un país donde no se practican autopsias ni existe forma alguna de indagar la verdad. Como se dice en Guinea, fue enterrado, y punto.
Lo declaraba en 2013 el periodista somalí Mustafá Haji Abdinur, corresponsal de France Press y editor en Radio Simba: “ser periodista en Somalia es un negocio peligroso. Soy un muerto viviente”. No sólo en Somalia son “muertos vivientes” los periodistas. El 13 de diciembre de 1998 fue hallado en el interior de un coche, acribillado a balazos, el cadáver del periodista burkinabe Norbert Zongo, junto a otras tres personas. Investigaba la extraña muerte del chófer de un hermano del entonces presidente, Blaise Compaoré, recientemente derrocado por una sublevación popular. Durante 16 años, no hubo avances en la investigación de estos crímenes. La Corte Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos emitió hace muy pocas semanas un dictamen, según el cual los tribunales de Burkina Faso “no investigaron adecuadamente” la muerte del editor del semanario L´Independent. Las nuevas autoridades han reabierto el caso.
El Gobierno de Costa de Marfil también prometió reabrir el caso del periodista franco-canadiense Guy-André Kieffer, que desapareció misteriosamente en Abiyán hace diez años, cuando investigaba la corrupción en el sector del cacao, primera riqueza del país, durante la presidencia de Laurent Gbagbo, hoy reo ante el Tribunal Penal Internacional, al que la familia apunta como instigador del crimen. Pero, pese al cambio producido en la presidencia del país en 2011, “la investigación no avanza con la velocidad suficiente”, como expuso RSF al nuevo presidente, Alassane Ouattara. Según el informe Periodistas en el Exilio 2012, elaborado por el CPP, de los 57 periodistas que huyeron de sus países en 2011, más de la cuarta parte procedían del África oriental, sobre todo de Somalia, Eritrea, Etiopía y Ruanda. Pero no es mejor la situación en África Occidental y central. El 23 de diciembre pasado, el parlamento de Benín –país de democracia aparente– aprobó una nueva ley de prensa; según su texto, un periodista puede ser encarcelado tres años por insultar al presidente y altos funcionarios, cuando, hasta ahora, la sanción máxima era de seis meses o multa de 18.700 dólares.
En Gabón, Jonas Moulenda y Desiré Ename, periodista de investigación y editor de Faits Divers y Echos du Nord, respectivamente, tuvieron que refugiarse en Camerún con sus familias, a principios de enero pasado. Habían recibido reiteradas amenazas de muerte tras la publicación de una serie de artículos sobre rituales esotéricos, con resultado de muertes, en los que estarían implicadas importantes jerarcas del país. Ambos profesionales denunciaron los hechos ante los jueces, en vano. Tras su huida, aseguraron a la policía camerunesa que también fueron amenazados de muerte por un alto funcionario de la presidencia por la publicación de “cartas de los lectores” críticas con la gestión del presidente Alí-Ben Bongo. Existe oficialmente libertad de prensa en Gabón, con numerosas pero precarias publicaciones, pero domina la escena informativa el oficialista L´Union.
La Prensa británica informa regularmente sobre cuanto sucede en África austral. Lo cual nos permite saber, por ejemplo, que la mayoría de los medios de comunicación de Zambia están bajo el control del Gobierno. The Post, considerado el “mayor periódico independiente” del país, es, en realidad, propiedad de un íntimo amigo del presidente Michael Sata, en el poder desde 2011, mediante elecciones democráticas; por el contrario, el órgano crítico, The Daily Nation, es hostigado y demandado con frecuencia por los estamentos oficiales. En Suazilandia, Bheki Makhubu, editor jefe del semanario The Nation, y Thulani Maseko, destacado abogado de derechos humanos, son detenidos de manera intermitente desde hace un año, acusados de “desacato” a los tribunales por publicar por separado artículos críticos contra el sistema judicial. Otra forma de hostigamiento contra los medios y sus trabajadores es provocar su ruina o la quiebra de las imprentas que las imprimen, mediante multas impagables o secuestro de ejemplares impresos. Se hace así en Sudán para silenciar a la prensa disidente de la dictadura del general Omar al-Bashir, en el poder desde 1989, tras golpe de Estado. Sus víctimas recurrentes son los periódicos Al-Maidan, Al-Ahdath, Al-Tayar y Al-Jarida. Formas más contundentes se emplearon contra dos redactores de Alwan, Mujahid Abdullah y Essan Jaafar: la policía política irrumpió en la redacción y exigió su expulsión del trabajo, aduciendo que sus escritos eran “indeseables”, prohibiéndoles escribir en cualquier otro medio del país.
En África Occidental, preocupa especialmente la situación en Gambia. Sede oficial de la Comisión Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos, que se reúne en Banjul dos veces al año, el presidente Yahya Jammeh –en el poder desde 1994 mediante golpe de Estado– es, sin embargo, un reputado conculcador de la libertad de expresión y demás derechos fundamentales. Promulgó una batería de leyes restrictivas a la libertad de información, y en 2004 se produjo el asesinato, aún no esclarecido y por tanto impune, del reportero Deyda Hydara, que había sido muy crítico con ellas. Numerosos colegas suyos han sido arrestados por insinuar la participación de Fuerzas de Seguridad del Estado en dicho crimen. Amnistía Internacional y el CPP coinciden en que huyeron de Gambia, en el último lustro, al menos medio centenar de profesionales de la información. Para el CPP, este exilio masivo causa un doble perjuicio: disminuye la calidad y la cantidad de información recibida por los ciudadanos, y los medios de comunicación internacionales se quedan sin corresponsales, acentuándose la desinformación sobre aquellos países. Lo cual refuerza a las autocracias.
Y podríamos seguir indefinidamente, desgranando los padecimientos del periodismo y de los periodistas en un continente donde el ejercicio de este oficio tan necesario resulta especialmente peligroso. La tradicional alergia de las tiranías por la información veraz y objetiva se ve reforzada en los últimos tiempos por las acciones represivas del yihadismo emergente en África occidental y central, como se aprecia en Malí, República Centroafricana, Níger, Camerún, Chad y, sobre todo, Nigeria. Se produce un doble fenómeno en este último país: por un lado, la censura impuesta por los islamistas radicales impide obviamente la libre obtención y difusión de la información; por otro, al Gobierno de Abuya no le gustan las críticas que recibe de la opinión pública, reflejadas en la prensa, sobre su errática actuación –rayana en pasividad– ante la escalada del terrorismo de los insurgentes de Boko Haram. A lo largo del pasado año, tanto el Ejército como la policía nigerianos detuvieron a periodistas, confiscaron publicaciones impresas e interceptaron vehículos para limitar la difusión de información crítica, según comprobaron la Asociación de Periodistas del África occidental (WAJA, siglas en inglés), el CPP y RSF. Las víctimas principales de estos atropellos –argumentados desde el Ejército como “acciones rutinarias de seguridad”– fueron cuatro influyentes medios: The Nation, Leadership, Dayly Trust y The Punch. Por otra parte, reseñar un vídeo que circula en internet, en el cual Boko-Haram amenaza con atacar las empresas de La Voz de América, Radio France International y el diario británico The Guardian, “por cometer crímenes contra el islam”. A tenor de lo ocurrido recientemente en París, no son amenazas vanas.
Por cierto, mucho antes del atentado contra Charlie Hebdo, el 26 de abril de 2012 un coche cargado de explosivos reventó las oficinas del periódico nigeriano This Day, en Abuya, causando la muerte de cinco periodistas y heridas graves a otros cinco empleados, y cuantiosos daños materiales. Informaron sobre ello el Instituto Internacional de Prensa (IPI) y otros organismos, pero nadie se solidarizó con ellos en ninguna parte del mundo. Otros medios informativos han sido atacados por Boko Haram en Abuya y Kaduna, resultando muertos numerosos comunicadores en esa primera trinchera de la lucha contra el fanatismo, pero su sacrificio no mereció ni un gesto de repudio. Así es nuestro mundo.
Desde sus inicios, pero sobre todo tras la llamada “primavera árabe”, los gobiernos africanos buscan la manera de controlar el flujo informativo difundido a través de las nuevas tecnologías. En Zambia, las autoridades bloquearon páginas web críticas –como Zambian Wastchdog–, gestionada por periodistas zambianos en el extranjero, con contenidos elaborados por reporteros del interior; algunos de ellos –como Clayson Hamasaka, Thomas Zyambo y Wilson Pondamali– han sido detenidos en numerosas ocasiones. En Etiopía, desde mayo de 2012, una ley penaliza el uso de comunicaciones de internet independientes. Entiéndase bien: prohibieron servicios como Skype o Viber, y consideran delitos “importar, vender o poseer equipos de telecomunicaciones”, bajo penas que pueden llegar a 15 años de cárcel. Lo mismo sucede en Guinea Ecuatorial, donde, además de cortar a menudo las comunicaciones por internet y hasta la telefonía móvil, se redirigen a menudo a la Página Oficial del Gobierno las web más críticas –como guinea-ecuatorial.net, Diario Rombe y Radio Macuto– elaboradas desde el exterior con informantes del interior.
Ante situación tan generalizada, resulta más sencillo, breve e ilustrativo anotar que, salvo Namibia, Malaui, Mozambique, Tanzania, Níger, Cabo Verde, Ghana y Senegal, el resto del continente es un espacio vedado al buen gobierno, y, por tanto, a la libertad de expresión. Con sus matices, debidos más al carácter de cada dirigente que a factores objetivos.
Este texto resume la conferencia pronunciada el pasado 18 de febrero en la Universidad Rey Juan Carlos, de Fuenlabrada (Madrid), organizada por la Cátedra Unesco Comunicación y Educación en Derechos Humanos, y formará parte del libro África: Comunicación en Derechos Humanos, tan cerca y tan lejos, en proceso de edición por pate de la Cátedra Unesco.
Donato Ndongo-Bidyogo es periodista y escritor ecuatoguineano, colaborador de Mundo Negro (donde desde 1996 escribe la columna mensual ‘Al margen de la noticia’) y autor de ensayos como Antología de la literatura guineana y de las novelas Las tinieblas de tu memoria negra, Los poderes de la tempestad y El metro. En FronteraD ha publicado África: el sueño frustrado de la integración.