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Ser periodista, mujer y renunciar a una familia

 

Mi amiga y palestina Rania abraza a su hija recién nacida tas cruzar el check point de Qalandia

 

–Iara estás embarazada –me dijo José Luis, mi médico de cabecera de toda la vida del Centro de Seguridad de Salud del barrio de Los Mallos, La Coruña.

 

–Eso es imposible –le espeté segura de mí misma–. Llevo más de tres meses sin estar con nadie.

 

–Sí, no hay duda, es lo que marcan los análisis.

 

Me desperté empapada en sudores. Miré a la derecha, vi la ventana con cristales manchados, opacos y la persiana beis, amarilla, hecha trizas, casi bajada –digo casi porque siempre me dio miedo la oscuridad, nunca permito que la persiana me encierre–, giré la cabeza, la puerta de madera con un colgador para los abrigos vacío estaba cerrada, el ordenador (mi querido MacBook, compañero de viajes y capturador de mis emociones en documentos de word), tirado por el suelo de mi habitación. No había duda. Estaba en el cuchitril de mi cuarto madrileño. Era solo un sueño. Respiré como si me hubiese sacado un peso de encima. Seguí durmiendo.

 

El reloj biológico se había despertado: tic, tac, tic, tac… Al principio solía pensar que no existía, que se trataba de una leyenda urbana que mi madre y otras mujeres de mi familia se divertían contándome. Pero no era así. Tenía 28 años y aunque me consideraba una apasionada del futuro, y una nostálgica del pasado, y una ansiosa del presente, lo cierto era que empezaba a pensar en tener familia e hijos e incluso, solo incluso, marido, o alguien con quien compartir mi intensa, frenética, existencia. Buscar a alguien que encontrase y que me encontrara.

 

Si estaba convencida de ser corresponsal, de trabajar mucho por poco dinero, en zonas a las que pocos turistas visitan con sus Iphone y cámara de fotos, sabía que tenía que renunciar a una familia. Era el precio que teníamos que pagar las mujeres que queríamos llegar lejos en nuestra profesión. Aunque nunca entendí qué significaba llegar lejos, ni cuál era la medida del éxito, si el dinero, el mundo que has recorrido, la gente que has conocido o el legado que dejas en los demás, en quienes te han seguido y has seguido. No era ni bueno ni malo, solo el coste de nuestros actos.

 

Tenía razón Mónica Bernabé (corresponsal de El Mundo en Afganistán), cuando me dijo –en una entrevista realizada en un bar de Gran Vía en Madrid, mientras desayunábamos croissant con café con leche, en una de sus venidas de Afganistán– que Gervasio Sánchez (enviado especial del periódico El Heraldo de Aragón) le comentó antes de dedicarse a este oficio: «Si quieres ser reportera en zonas de conflicto olvídate de tener hijitos».

 

Sí, tenía razón. Era consciente y aceptaba las consecuencias de mis decisiones, de la vida que había decidido tener: dormir en cuchitriles, no cotizar, no tener pareja estable, ni familia, sentir chorros de adrenalina inyectados en mi cuerpo por momentos, y sentir mareas de desolación y de recuerdos que las gomas del tiempo eran incapaces de difuminar. Pese a eso, a veces sentía miedo. Me daba igual no tener pareja estable, pero no quería renunciar a tener hijos. Renunciar a dar vida y a tener vida.

 

Lo hablé con mi madre.

 

–Aún hay tiempo, sigues siendo joven –contestó, como todas las madres.

 

Pero no era cuestión de juventud el dilema que me planteaba, sino de que mi profesión y estilo de vida era incompatible con una familia. Mi padre tuvo tres hijos, pero nunca disfrutó de nosotros. Él estaba demasiado ocupado trabajando, siempre trabajando. No me quejo. Me pagó una buena escuela, universidad y estudios en el extranjero, hasta que arruinó su empresa, o su empresa le arruinó a él (nunca me quedó claro). A día de hoy, no tiene idea de dónde vivo en Madrid, ni el número de mi nuevo teléfono y no supe qué decirle cuando cené con él, mi abuela y mis dos hermanos pequeños el pasado (aún reciente  en el mapa de mis recuerdos) 24 de diciembre. No quería ser como él, aunque cada vez me parecía más. Y eso me daba miedo. Como dormir sola a oscuras.

 

Mi pregunta se garabateaba en mi consciencia, cada vez más nítida. ¿Conseguiría triunfar en mi profesión y tener una familia? ¿O estaba destinada a estar siempre sola, sola en un mundo que hacía mío escuchando y compartiendo la vida de las personas que por accidente, suerte, casualidad o destino, se cruzaban en mi camino?

 

Pd: La imagen es la fotografía de Rania, madre palestina que acaba de tener su cuarto hijo. Enseña su hija a su marido tras haber pasado el check point de Qalandia. La foto fue tomada en Cisjordania. Su marido no pudo cruzar a Israel cuando dio a luz porque no obtuvo el permiso. Fue la primera vez que vio a su hija.  

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