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Sergio González Rodríguez: Retazos de un detective salvaje

 

Jorge Chávez,  México DF,  Cantina La Casa de las Sirenas, Centro de México DF, octubre de 2015


Llevan más de media hora haciéndose fotos y no han ordenado ni una miserable coca, ni una chela, ni un mezcal, ni una pinche botana. ¿Quién se han pensado estos güeyes? Vienen al Df de turisteo, todo bien, pero acá estamos chambeando, cabrón, acá chambeamos de sol a sol, todo el pinche día en friega de arriba abajo, limpiando, sirviendo y cargando bandejas. Que dejen de mamar y consuman, chingada madre.

 

Son tres: una güerita con un cuaderno, un pendejo barbón con una cámara y un mexicano (este sí, sin duda, es mexicano) cincuentón, bajito y moreno. Parece que le están entrevistando. ¿Y para qué querrán entrevistar a ese bato chaparro? Que me entrevisten a mí que soy más guapo. La chava es blanquita y güera, está buenota. Parece nerviosa, como si quisiera terminar ya de una vez. El chavo de las fotos se mueve más que una lagartija. Ponte aquí, que hay más luz, le dice al mexicano. No, no, mejor aquí, así de lado. Ahora mira al techo, como si buscara arañas, el pinche güevon.

 

-Joder qué lugar tan bonito -dice.

 

¿Joder? Así que gachupín. Ya lo entiendo. Dos periodistas gachupines entrevistando a un mexicano. Pero vuelvo a preguntarme, ¿quién es ese mexicano chaparro y extraño? Los gachupos no paran de hacerle fotos y venerarlo.

 

-Joven, póngame un destilado de agave de Guanajuato, por favor –me dice el mexicano.

 

Le sirvo un mezcalito con naranjas. El barbón se aleja, enfoca y dispara el obturador mientras el mexicano bebe.

 

-Mi imagen va a quedar destruida –se queja éste- Me vas a retratar como si fuera yo un borracho de Cantina.

 

-¿Qué mezcal es ese, Sergio? –le pregunta la güera con la pluma preparada.

 

-Es un destilado de agave de Guanajuato. Mi papa era de Guanajuato, de El Bajío. Tuvo una bodega en el centro histórico en el barrio de la Merced. Antes en el centro había muchas bodegas y acá llegaba la mercancía. Después todo cambió y mi papá volvió a El Bajío, donde murió con 91 años. Pero yo me quedé en la ciudad. La ciudad entera es una fuente de energía telúrica. Y yo soy muy sensible a esas energías. Aquí al lado por ejemplo, entras a la catedral y lo sientes muy claramente. Una energía que vibra. Una catedral que estaba rodeada de agua y que fue construida con piedras de la pirámide. Esta cantinita también se construyó con piedras recuperadas de la pirámide. Se levantó en 1750 y fue primeramente habitada por un sacerdote. Tiene una terraza muy bonita en el último piso, desde la que se ve la catedral y las ruinas, si quieren subimos y se la enseño.

 

Asienten entusiasmados. Se levantan (él dificultosamente, ellos como si tuvieran un muelle en el culo) y se dirigen a la escalera. El barbón me pregunta cómo se llama la rola que está sonando. Son rancheras de Javier Solís, le digo. ¿Por cierto, quién es él?, le pregunto. Es Sergio González Rodríguez, una eminencia del periodismo mexicano, me responde.

 

Chingados, jamás hubiera adivinado que el bato fuera una eminencia. No mames, si vistiera distinto podría pasar por vendedor de tacos. Mírale, si avanza patizambo, parece que se va a caer por las escaleras. Como se caiga me va tocar recoger sus pedazos.

 

Jordi Flores,  Paseo marítimo de Blanes, Cataluña, enero de 2003

 

El paseo está brumoso, amenaza con llover, la luz tampoco acompaña. Para colmo, dos pesados se sientan en el banco, al lado mío. Joder, no hay bancos libres ni nada en el puñetero paseo marítimo, tienen que venir precisamente al mío. Estoy a punto de levantarme cuando escucho que uno le pregunta al otro en qué editorial se publicará su libro. En Anagrama, por supuesto, responde el otro. Les miro de reojo. El que hizo la pregunta es bajito, moreno y aindiado, probablemente ecuatoriano, el otro es alto desgarbado y pálido, seguramente argentino, uno de esos argentinos llegados a España en los setenta cuyo acento ya no es ni de aquí ni de allí, o como dicen ellos: ni de acá, ni de ashá, boludo.

 

-Por cierto, te hice un homenaje en mi novela -le dice el alto.

 

-Sí, ya me contaste, pero pensé que era una broma -responde el bajito.

 

-No, no es ninguna broma, vas a aparecer con tu nombre real, Sergio González. Va a estar chingón.  

 

¿Ha dicho chingón? Eso no suena argentino, ni español ni mucho menos catalán. Pero su cara me suena del pueblo. Pálido, gafotas y desgreñado. Tiene un aire a Woody Allen pero más alto. Un Woody Allen, alto, bohemio y sudamericano. ¿De dónde saldrá este tipo tan raro?

 

-No mames. ¿No hablarás en serio? ¿Aparezco con mi nombre y mis apellidos? Me va a dar pena leerlo. Me voy a ruborizar.

 

-No jodas, Sergio. Sin ti no podría haber escrito esta novela. Es lo menos que puedo hacer. Es más, esa parte de la novela deberíamos firmarla a la limón.

 

-Sabiendo lo poco que nos quieren nuestros enemigos…

 

-¿Qué harían?

 

-Nos madrearían bonito.

 

-Sí. Lo harían. ¿Y sabes lo que hago yo cada vez que leo que alguien habla mal de mí? Me pongo a llorar, me arrastro por el suelo, me araño, dejo de escribir por tiempo indefinido, el apetito baja, fumo menos, hago deporte, salgo a caminar a orillas del mar, que como ves, está a menos de treinta metros de mi casa, y les pregunto a las gaviotas, cuyos antepasados se comieron a los peces que se comieron a Ulises, ¿por qué yo, por qué yo, que ningún mal les he hecho?

 

El bajito estalla en una sonora carcajada. El alto se da cuenta de que estoy leyendo y se disculpa. Disculpe usted, me dice. Se levantan dispuestos a irse, y al pasar a mi lado el alto se queda mirando el libro que estoy leyendo: ‘El mal de montano’.

 

-Gran novela -me dice.

 

-¿La ha leído usted? -le pregunto.

 

-Por supuesto que la he leído. Trato de leer todo lo que escribe Vila-Matas. Disfrútela.

 

Antes de que se alejen del todo les llamo. Ey, les digo. Esperad un segundo.

 

-Dime –contesta el alto.

 

-¿Cómo se llamará tu novela? –le pregunto.

 

-Se llamará ‘2666’.

 

-¿Qué significa eso? ¿Es de ciencia ficción?

 

-Más o menos –contesta riéndose-. Más o menos. 

 

Se alejan por el paseo inundado de bruma y entran a la ciudad por el Carrer Ample. Saco un bolígrafo y escribo el título en el dorso de mi mano.

 

Fernanda González, Feria del libro de Oaxaca, noviembre de 2015


El Zócalo está atestado de gente. Y yo con una cruda de campeonato, tratando de mantener el equilibrio mientras sorteo turistas de todo tipo que no vienen a buscar libros ni a conocer a sus autores, sino a ponerse pedos en honor a los muertitos, a base de mezcalitos y tequilazos, o tequilitos y mezcalazos, según se mire, porque en Oaxaca el mezcal está aún más de moda que el tequila, ¿a poco no?

 

Penetro en las carpas de la feria y llego al foro principal en el que se presenta ‘Los 43 de Iguala’, uno de los libros más esperados y más polémicos del año. He leído a Sergio un millón de veces y le he entrevistado unas cuantas, pero siempre por email. Dicen que es escurridizo y que no siempre le apetece ser entrevistado en vivo porque tiene problemas de sordera y de movilidad. Dicen que le golpearon con un picahielos para que dejara de investigar los feminicidios de Juárez. Dicen que le han amenazado innumerables veces. Todo eso dicen. Y sin embargo aquí está, hablando en público frente a más de cien personas. Hablando claro, señalando con el dedo a los criminales coludidos con la policía y las autoridades. Escupiéndoles la verdad a la cara a esos culeros.

 

Nada más verle empiezo a entender su comportamiento. Es menudo, frágil, parece que se vaya a romper en cualquier momento. Tiene dos ojos perpetuamente humedecidos que más que mirar otean, buscan algo que parece escapar de su campo de visión, escrutan astros invisibles, energías inasibles. Sus manos vuelan alrededor de su rostro como atrapando unas ideas y dejando volar a otras. Su voz parece ahogarse en la garganta, en pugna por hacerse oír, por vocalizar, por no perecer. La voz de un borracho, estarán pensando algunos. Pero un borracho no podría transmitir con tanta lucidez, con tanta coherencia y firmeza. Porque Sergio irradia al mismo tiempo fragilidad y solidez, liquidez y firmeza, ironía y pasión.

 

Dice que de pequeño le fascinaba leer las columnas de nota roja en los diarios y que así acabó reportajeando la ciudad del crimen. Parece feliz, o al menos satisfecho, de que su ciudad sea la ciudad del crimen, parece darle gusto que el DF haya recuperado su fama culera y siniestra. Nos la estaban vendiendo como la ciudad de la esperanza, dice. Pero no es así, la ciudad es nuestra historia viva, hemos sido expulsados de nuestros barrios y eso es pura materia literaria, el dueño de la cárcel es ahora el dueño de la ciudad, un rey al mando de pequeños feudos.

 

¿Cuántas ciudades de México hay en la Ciudad de México?, se pregunta a sí mismo. No lo sé, pero esta es la real, y por tanto la que más me gusta retratar. Lo que pasa allí no pasa en ningún lado, el crimen, el saqueo, la anarquía, la no compasión, el no respeto… un mundo avasallado y opresivo.

 

Oyendo a Sergio dan ganas de tomar un avión y largarse de este infierno. Y sin embargo no parece estar viviendo ningún infierno, se le ve cómodo en su incomodidad, feliz en lo atroz. Cuando termina su charla y la ronda de preguntas recibe un aplauso interminable, saluda a unos y otros, recomienda las novelas de sus amigos y pone rumbo al restaurante Pitiona, donde según dicen se come y se bebe mejor que en ningún lado.

 

Sergio avanza por el Zócalo con andares quebrados y ululantes, pero no esquiva a ningún turista. Son ellos los que se apartan cuando pasa. Parecen sentirle.

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