He llegado de Nueva York y me he encontrado con importantes novedades en mi negocio. Mi manager, entre otros empleados, no deja de sorprenderme. Si primero envió a mi correo electrónico privado diversas fotos de su abuelo amortajado para justificar sus ausencias laborales, ahora me obligará a cerrar el domingo 29 de marzo porque se casa y porque, además, ha invitado al evento a todos sus compañeros incluido su jefe, o sea, yo. La gracia no es que se case –al menos, y a sabiendas de las facturaciones en hostelería, no eligió el viernes o el sábado para el cambio de estado civil– sino con quien, ya que llevaba meses haciéndole el acto a una de la cocina que oficialmente no ha sido la elegida. Que resulta que tenía una novia en el pueblo desde hacía dos años que no debe estar enterada de nada. Para culminar con la fechoría, su amante, cocinera de profesión y compañera de equipo, acaba de anunciar en Facebook que posee nueva pareja: en este caso una mujer. No sé si por despecho, o porque se le ha abierto la puerta del armario sin quererlo, pero resulta curioso que una mujer que acaba de terminar –o eso creo– la relación de amante con un tipo que se casa se una con otra de su mismo sexo. Debe ser que me hago mayor, pero no entiendo nada. Y no será porque suela escribir de teología.
A todo esto, y sumando, mi restaurante ya posee entre su personal a más lesbianas que heteros; que si sumáramos hombres y mujeres heterosexuales todavía seguirían siendo menos que lesbianas. Por lo que he dado orden de contratar a una mujer con novio formal por lo de cumplir las cuotas. Que luego te llega la ONU y te precinta el negocio.
Ayer charlaba con mi manager, posándole la mano por el hombro –con la misma sabiduría con la que lo hacen los que interpretan a mentores en las películas más taquilleras de Hollywood– y ametrallándole a preguntas: ¿Estás seguro? ¿Sabes dónde te metes? ¿Dónde vais a vivir? ¿Quién paga la boda? ¿Cómo es que nunca me presentaste a tu futura mujer? En el fondo mi manager sólo tiene 23 años, un reloj del que vacila a menudo, y una moto de pequeña cilindrada. Vive con sus padres, hacinados en una misma habitación los cinco miembros de la familia, y lo más lejos que ha viajado ha sido a Siem Reap, ciudad que en su término municipal acoge a los preciados templos de Angkor y a la que fue en autobús tras nueve horas de infernal trayecto.
Luego le obligué a sentarse conmigo, en un aparte, invitándole a una copa de vino tinto, momento en el que colorado –o fue la falta de alguna enzima o la vergüenza de enfrentarse a un superior en fase decrépita– hizo oídos sordos a mis ruegos y preguntas: ¿Es posible casarse teniendo amante? ¿Aceptas que tu amante ahora sea lesbiana? En el fondo callaba porque estas nuevas (de)generaciones saben más que todos aquellos que un día vinimos del primer mundo con la maleta cargada de anécdotas; creyéndonos superiores. Y eso que cuando lo contraté hace ya dos años lo hice basándome en su buena educación, enjuta presencia, aire afeminados y todos esos atributos de los que carecen la mayoría de señores camboyanos, auténticos viciosos en general, promiscuos, ludópatas, alcohólicos, poco aseados, vagos redomados y mentirosos compulsivos. Antes de cerrar el negocio, dos empleadas que se me presentaron como “normales” me imploraron que la próxima contratada no fuera lesbiana. Una fue más rotunda que la otra: “Es que ya somos minoría”.
Cuando la medianoche cambió la página de mi calendario a la antigua –de papel, de esos a los que hay que arrancar sus páginas del mismo grosor del papel de fumar– me tiré en la cama a leer poemas de Trapiello y a pensar en la profunda transformación de un mundo que camina cada vez más aprisa hacia su destrucción total. Luego están los estúpidos que vacilan de haberse sacado una carrera hace veinte años en lo más parecido al anciano contando batallitas.
Joaquín Campos, 11/03/15, Phnom Penh.