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Shame. Anatomía del capitalismo sexy

 

El fetichismo de la mercancía invade la intimidad. Penetrar, conquistar, ser penetrado, intercambiar, mezclarse. El sexo es para Brandon y sus colegas el Logo nocturno que culmina los procesos económicos y premia los rendimientos ejecutivos. El sueño de la seguridad, la planicie de la economía, produce monstruos luminosos, una necesidad compulsiva de efectos especiales. En cierto modo Brandon es el epítome de todo el sistema: aislado del entorno, logra fabulosos contactos con los desconocidos. Este rubio atractivo y educado encarna el divorcio de cualquier fidelidad y la conexión continua a la novedad, que ha de ser dejada atrás antes de que tenga un nombre. Eso es lo que fascina a sus conquistas nocturnas: que no sea un hombre, sino un muñeco compatible con la velocidad del consumo. Efectivamente, una sexualidad mórbida no tiene más género que la individualidad como mercancía, de ahí que copule igual con hombres que con mujeres.

 

La gran ciudad, su poder radiante sobre la noche, sus sueños imperiales. New York, New York, originalmente cantada por Sinatra, se convierte en la película de McQueen en el emblema de una amarga excursión por los sótanos de ese “bosque de tallos” que atravesó Lorca con asombro y cierta angustia. La versión lenta y triste de su hermana Sissy (la deliciosa actriz de An education) hace llorar a Brandon en uno de los pocos momentos en que le afloran flaquezas que no sean sexuales. Tanto o más que a través de su empresa, a través del sexo frenético Brandon conecta con la desvergüenza de la ciudad. Si hay algo que avergüence a Brandon y a sus compañeros de trabajo, no son las procacidades sexuales que obsesionan al canon puritano, sino mostrar su fragilidad, sus creencias, su relación con un pasado siempre oscuro.

 

Con una inmadurez que lleva al extremo la nuestra, la prisión de Brandon nace de no soportar el silencio ni la invisibilidad. Incapaz de comprometerse con nada, multiplica los contactos para demostrarse a sí mismo una existencia a la que le falta la sangre, pues no puede apoyarse en nada seguro que no ha elegido. La fría pulcritud de este hombre, temple británico que encandila a las mujeres neoyorquinas, nace de no poder convivir siquiera consigo mismo, no soportar su vida si no está mediada por escenas fantasiosas. Como si su sexualidad compulsiva fuera la cara externa de una carencia patética de “erotismo”. Es tal cinismo, este tranquilo descaro social lo que las vuelve locas a ellas. Para sus conquistas femeninas él es sólo una aventura turbia. En él, ellas son la ficción que alimenta su huida.

 

En la cena con Marianne, una de las escenas más eróticas del film debido a que en ella falta absolutamente la pornografía, Brandon muestra parte de sus cartas, su ideología y su conciencia cínica. Tanto es así que asusta y al mismo tiempo atrae a la sensual Marianne, la única que no ve en él una máquina sexual, sino un hombre inteligente, pero reservado e infeliz. Es en nombre de esa inteligencia emocional que, sobreponiéndose al escándalo que han creado en ella sus palabras, está dispuesta a concederle a Brandon una segunda oportunidad. En vano, pues él ha encontrado en el infierno de su desolación promiscua una forma de vida que le salva de su gran miedo: tener que escuchar las voces débiles que vienen de atrás, tener que amar y empuñar la fatalidad de lo vivido. Una fatalidad de la que ningún trauma en concreto hay que saber, pues al parecer sólo se trata de la cobardía de no ser capaz de dialogar con los límites.

 

Brandon se avergüenza de su hermana, de su pasado, de la afectividad católica de la vieja Irlanda (aunque usa algo de ella en sus lances). Frente a todo ese mundo de la sensibilidad, las orgías anales de las páginas que frecuenta le parecen presentables. Y a su jefe David, no peor que él pero más grosero, también. En el fondo, el déspota de su jefe sólo se queja de lo caro que ese vicio le cuesta a la empresa. Más que adicto al sexo, Brandon es adicto a la adicción de huir hacia delante. Ésta funciona apoyada casi en cualquier objeto (juego, drogas, dinero, sexo, imágenes) con tal de proporcionar al sujeto una causa de su deriva y sacarlo del vacío. La adicción proviene de un divorcio con lo real, entendido como un desierto. Por eso es la debilidad mental del salto, sin mediación, del vacío al lleno. De la soledad y el abatimiento al sexo frenético, Brandon apenas tiene estados intermedios.

 

Recordemos este paseo. ¿Qué desearías ser si pudieras elegir?, pregunta un Brandon que juega con Marianne a ser humano. “Esto, aquí, ahora”, contesta ella. “Músico en los 60” es la opción de él. Ayer vi “Gimme Shelter”, de los Rolling Stones: aquello era un caos, dice Marianne. Pero precisamente el estrés del caos es lo que salva a Brandon de pararse, de escuchar la ley de las cosas. Por eso la relación es imposible. En medio de la empresa Marianne conserva la mínima moralidad de mantener una referente humano. Brandon no quiere saber nada de eso.

 

He aquí entonces que la máquina sexual que es para las mujeres Brandon, es un infeliz a los ojos de Marianne. Por eso él, angustiado por la demanda de amor de ella, tarda primero en acudir a la “cita” nocturna. No está “nervioso”, como cree ella: está armado ante el peligro del amor, que amenaza con hacerle retroceder. Es genial en esa escena su frialdad ante un maître obsequioso, que finalmente acaba desorientado ante tal muralla de hielo. Brandon sufre más tarde la típica “impotencia situacional” en un segundo asalto cargado de fe, sin poder hacer el amor con ella. En el fondo el fracaso con Marianne, que le duele, proviene de no haber venido a Nueva York, desde la dulce Irlanda, para caer otra vez en la trampa del afecto. Eso es lo que le reprocha a su hermana, que no pare de decir “lo siento”, que no consiga separarse de la sentimentalidad natal, que sea tan débil y “dependiente”.

 

La mentalidad de un nuevo rico cool hace estragos en la personalidad de este hombre, incapaz de hacer pie en lo que llamamos vida común, ese suelo que ha de medirse con la muerte. Llevando al límite el sueño de la emigración, Brandon ha de empezar desde cero y levantar un flamante comienzo (“A brand new start”, según reza la canción que deletrea Sissy) y erigir un rascacielos que no tenga nada que ver con el sucio suelo de los mortales. La vergüenza, para todos los que alguna vez intentamos lo mismo, está servida. Jamás sabremos la intención con que Sinatra cantaba New York, New York, pero en los labios de la débil y desordenada Sissy, por una vez dueña de sí, es algo parecido a una representación a cámara lenta del fin del mundo. Por eso Brandon no puede evitar que le salten las lágrimas. Lejos de dejarse caer y volver la mirada a su fondo, nada sexy, acelera la huida espectacular hacia delante.

 

“Quiero despertarme en una ciudad que no duerme”, desgrana Sissy en ese momento valiente, liberada incluso de sí misma. Este es el gran temor de Brandon, dormirse, que los fantasmas del sueño le asalten con la guardia baja. Para eso trabaja desde las 7 de la mañana, hace ejercicio, atraviesa la noche, folla sin parar. Se podría decir que su sexualidad es la propia de alguien que acaba de salir de prisión. Así es, si pensamos que está aprisionado por las imágenes que le separan de la verdad, lo real de los límites, el miedo y el afecto. Brandon no sólo es servil de las imágenes que lo encadenan, sino también de su jefe David, que apenas pierde la ocasión de humillarlo mientras lo adula. Es evidente que este cuadro clínico es un tópico, pero funciona, sosteniendo nuestro mundo pueril. Tras el espejeo de la Metrópolis, un patético miedo a la noche. Sólo Marianne sabe algo de eso. El resto, su jefe David, sus amigos en la empresa (Brandon no tiene amigos: copula con desconocidas a las que olvida en tres horas) viven en un perfecto oscurantismo en relación a la inmundicia que esconde la gigantesca urbe.

 

Lo que enloquece a las mujeres que aparecen escena (las más decentes parecen las prostitutas profesionales) es que él, bajo esa percha impecable, no sea un hombre, sino un excitante simulacro, un simio rubio y pulcro que folla como un animal ansioso. Si la pornografía es puritana al ofrecer carne envasada, maquillada y con marca, eso es lo que él busca: una muralla de contactos que le separe del afecto. Brandon es por eso el semental perfecto para esta época de efectos especiales, pues al día siguiente ni se acordará del olor de sus ligues. Y esto de la peor de las maneras, con educación, buenos modales de caballero y cierta sensibilidad para el detalle. Frente al impulsivo y teatral David, él (salvo con su hermana) siempre tiene modales, incluso invita a las prostitutas a una copa al final del acto.

 

La película termina con una mirada lasciva y provocadora en el suburbano donde nadie mira. Las dos escenas del metro, con la misma mujer, no dejan de ser la metáfora de ese oscurantismo que sostiene los rascacielos brillantes. Inside job ya ensayaba una dialéctica parecida entre lo visible y lo invisible cuando se acercaba a la corrupción estructural y depredadora que se genera en la colosal Manhattan. Una vez más, los vicios privados sostienen las virtudes públicas.

 

La noche, los clubs, el suburbano. Donde los otros callan y descansan, Brandon trabaja, invirtiendo la jerarquía de lo formal y lo sumergido. Tal vez por esto es un poco más inteligente y honesto que los otros. ¿Más culpable también, como sabe su hermana? El sabor final de Shame es en parte la desolación de Leaving Las Vegas, pero librada del toque existencial de aquel amor imposible. Un poco el drama de Inseparables, el de dos hermanos que se arrastran uno a otro hacia el fango del origen renegado, pero sin ese final trágico. En realidad, es de agradecer que McQueen nos ahorre tanto revolcarse en la miseria humana como consolarse con un final feliz.

 

Sólo Marianne y Sissy, socialmente inferiores y moralmente superiores, están al margen del infierno total. “Eres mi hermano, somos familia, tienes que cuidar de mí… Continuamente la cago, pero siempre intento levantarme”. Por eso Sissy tiene al menos el valor de intentar matarse, así como Marianne el valor de intentar amar. Como se decía en el título de una turbadora cinta antigua: They shoot horses, don´t they? Brandon no. Él sólo puede llorar a solas mientas cae la lluvia en el puerto y, poco después, seguir intercambiando teatrales miradas lascivas en el metro. Brandon simula órdagos de una potencia imposible, pues le falta absolutamente la virilidad de hacerse cargo de la noche, esa infelicidad que se ceba en su hermana. Por eso ella todavía puede musitarle casi con cariño, desde la cama del hospital donde se cura de su intento enésimo de suicidio: “Canalla”.

 

 

Ignacio Castro Rey. Madrid, 10 de marzo de 2012

(www.ignaciocastrorey.com)

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