La angustia se apodera del recién llegado incluso antes de aterrizar en Shanghái. Es una cuestión de magnitud. Desde el aire, la capital económica de China asusta. Cuando el avión está ya suficientemente cerca del suelo como para que la polución no impida ver la superficie, la megalópolis que alumbró al Partido Comunista en 1921 se erige al otro lado de la ventanilla como una brutal jungla de asfalto que parece no tener fin. Es una pasta gris grumosa pensada en superlativo y erigida a escala inhumana. Un humeante cóctel molotov de casi 24 millones de almas que se hacinan a diferentes alturas. En todos los sentidos.
Para descubrirlos hay que aterrizar sin una guía turística. Porque la homogeneidad de la imagen a vista de pájaro se estrella a ras de suelo para romperse en un complejo mosaico de matices que ningún texto es capaz de explicar. Pero basta un paseo para que queden en evidencia los brutales contrastes que caracterizan a la ciudad que mejor representa el milagro económico del país y que se ha convertido en el paradigma del sueño chino.
A la estación central de ferrocarril llegan cientos de pasajeros desorientados cargando pesados fardos y arrastrando gigantescas bolsas de plástico decoradas con imágenes de Mickey Mouse y Hello Kitty. Son algunos de esos 300 millones de emigrantes rurales que China espera albergar de aquí a dos décadas. Miran con tanto asombro el plato de fideos que dibuja el mapa del metro que sus ojos ni siquiera parecen oblicuos, y luego se rascan la cabeza tratando de comprender cómo funciona el sistema magnético que da entrada al suburbano. Les espera un agónico viaje al más allá que terminará en una sucia litera de alguna fábrica o de cualquier caseta prefabricada a un lado de las faraónicas obras para las que hace falta mano de obra barata, incluida la del rascacielos más alto del gigante asiático.
A su lado pasan raudos los orgullosos habitantes de Shanghái. Hay desprecio y disgusto en las breves miradas que lanzan a los nadining, el término utilizado despectivamente en el dialecto local para referirse a quienes proceden de otras provincias. Es una de las imágenes más tristes de la ciudad. Los nativos son conscientes de que la presencia de estos molestos individuos, considerados primitivos y maleducados, es vital para mantener encendida la llama del desarrollo económico que ha devuelto a Shanghái la magia, y también el carácter extremo, que la hicieron famosa antes de que Mao Tse Tung proclamase la República Popular China, en 1949.
Pasado y futuro se miran ahora frente a frente en las orillas del Huangpu. La ultramoderna zona de Lujiazui, en Pudong (literalmente, “al este del río Pu”) compite en espectacularidad con la antigua concesión extranjera del Bund, en Puxi (“al oeste del río Pu”). El vidrio y el acero del nuevo centro financiero son el telón de fondo perfecto para trepidantes persecuciones en las alturas, como las protagonizadas por Tom Cruise en la tercera entrega de Misión imposible, y desasosegantes historias futuristas, como el Código 46, de Michael Winterbottom, que ahonda en el brutal choque de clases del que Shanghái resulta paradigmática.
Pero los materiales de nueva generación no consiguen arrebatarle su encanto a la piedra marrón de los edificios neoclásicos de corte europeo, escenario canalla de obras que reflejan bien el pasado atractivo extremo de la Perla de Oriente, como El embrujo de Shanghái, dirigida en 1941 por Josef Von Sternberg, o La joya de Shanghái, con la que Zhang Yimou sumerge al espectador en el siempre vibrante submundo del crimen. Los visitantes, indecisos, se fotografían con ambas orillas del río de fondo sin poder decidir cuál es la más interesante, muestra de la extraña dicotomía que persigue a Shanghái.
Los turistas pasean por las calles de estilo neoclásico y se sienten transportados a la era semicolonial de la década de 1930, la época dorada de una ciudad que se debate siempre entre perla y puta; en la orilla opuesta se sumergen en las amplias avenidas del centro financiero para verse transportados a un tiempo que todavía no corresponde al suyo, ése en el que China liderará el mundo globalizado y acuñará un nuevo orden mundial. Si se cumplen las previsiones, el país más poblado del mundo dejará de serlo poco antes de hacerse con el oro de la economía mundial, un hito que se hará realidad hacia el año 2030.
Y es muy posible que antes Shanghái destrone a Nueva York como la capital del mundo. Ambas megalópolis representan el poder de un sistema que busca la hegemonía mundial a través de la fuerza económica. Aunque los países en los que están ubicadas se definan con términos opuestos, estos dos centros neurálgicos demuestran que los extremos, finalmente, se dan la mano. A diferencia del carácter belicoso de las capitales políticas —Pekín y Washington—, sus centros económicos son desenfadados y multiculturales.
Ambos se han beneficiado del contacto directo con el mundo, para el que también ejercen de imán. Esto es algo que la crisis económica global hace cada vez más evidente en las calles de Shanghái, donde se mezclan lenguas de los cinco continentes. El sueño americano, dicen algunos, se ha mudado a China, y una visita al centro en el que se tramitan los visados y los permisos de residencia parece darles la razón, porque las colas cada vez son más largas.
Esta coyuntura se refleja en la cifra de residentes españoles registrados en la Embajada de Pekín, cuyo número se ha multiplicado por seis en la última década. En 2000 eran sólo 697, mientras que el 7 de abril sumaban 4.125. Y ese crecimiento se agudiza. La demarcación consular de Shanghái vivió en 2010 el mayor número de inscripciones —más de 320—, y es la megalópolis que concentra la mayoría de los españoles. “España está muerta. No hay oportunidades para la juventud. En Shanghái, sin embargo, está todo por hacer y es fácil llevar a cabo un proyecto. La gente es muy abierta y está ávida por conocer y recibir todo tipo de estímulos”, cuenta Andrés Ferrer, un diseñador tinerfeño de 37 años que actualmente ejerce de profesor en la facultad ModArt de la Universidad de Shanghái y que participa también en una nueva marca de ropa made in China, Lolovinz, en la que Ana Tafur, colombiana, lleva la batuta.
Pero el Gobierno ha comenzado a preocuparse por lo que considera una “avalancha de inmigrantes”, y ha estrenado 2012 con la introducción de dos controvertidas medidas que lo acercan más a la paranoia estadounidense: la nueva normativa de inmigración, que estipula el arresto y la deportación de los “muchos” extranjeros que se encuentran en situación irregular —los profesores de inglés son uno de los colectivos que más peligro corre—, y la obligatoriedad de registrar datos biológicos de quienes pasen en el país más de seis meses. No obstante, la población extranjera residente en Shanghái supone sólo el 2% del total, unas 400.000 personas, frente a más del 30% de la Gran Manzana. En cualquier caso, estas restricciones no impedirán que el glamur y la excitación que provocan el mero hecho de nombrar a Nueva York pronto cedan ante el ímpetu de la ciudad de moda.
Hasta entonces, el bullicioso presente del principal centro económico de China se refugia en pequeños reductos llenos de vida. La calle Nanjing Donglu, una de las arterias comerciales más conocidas del país, es uno de ellos. Por aquí desfilan las clases medias chinas, y aquí cobra sentido la densidad urbana de Shanghái, que ha pasado en sólo una década de 2.588 habitantes por kilómetro cuadrado a 3.631. Sí, hay muchos chinos.
Por eso, los establecimientos más sofisticados escapan de la masificación y buscan ubicarse en zonas más exclusivas, donde los más adinerados pueden aparcar sus cochazos en la acera —total, la multa es de un importe casi insignificante para ellos— y hacer las compras con la discreción que siempre exige la elite.
Los fajos de billetes de cien yuanes (unos 12 euros) vuelan, y el dinero de plástico echa humo. El chino ya es considerado el mercado de productos de lujo más prometedor del mundo, a la greña con Japón. Quién lo iba a decir sólo dos décadas atrás, cuando el país del Sol Naciente era la superpotencia oriental indiscutible, la única capaz de hacer sombra a Estados Unidos, y China el dragón dormido que se desperezaba poco a poco. Olvídese de Tokio. Ahora, la crisis condena al archipiélago nipón a un infinito letargo económico, y Shanghái recupera el esplendor de principios del siglo XX, cuando se convirtió en la puerta por la que las potencias occidentales asomaban la nariz para husmear en lo que ya se presentía como Eldorado.
Las expectativas se han cumplido, y se estima que el número de quienes pueden adquirir bienes de lujo supera los 200 millones de personas. Si tenemos en cuenta que el 70% de la clase alta china reside en ciudades como Shanghái, las llamadas tier-1 (término financiero que se suele utilizar para evaluar la solvencia de una entidad bancaria), no es de extrañar que esté plagada de locales de lujo. Sin duda, quien quiera comprar un Lamborghini o un Louis Vuitton no tiene que buscar mucho. Eso sí, quizá tenga que esperar en la cola para entrar al establecimiento.
Por eso, las marcas de más relumbre no dudan en apostar fuerte por el mercado chino, con Shanghái como punta de lanza. Una de las últimas ha sido Miu Miu. Para la presentación de su colección otoño-invierno 2011-2012, la segunda marca del coloso del lujo italiano, Prada, decidió alquilar cinco plantas del Park Hyatt, el hotel más alto del planeta. Y las introdujo en un túnel del tiempo para que reflejasen la atmósfera de principios de la década de 1940, ésa en la que Shanghái alcanzó el cénit de su carácter extremo.
El piso 87 del Centro Financiero Mundial acogió una pasarela de espejo por la que desfilaron las últimas creaciones de la firma milanesa, mientras los 800 invitados que representan a la beautiful people de China, y del resto del continente asiático, degustaban sus langostas a la americana y las regaban con champán francés. Luego, los VVIP (vips, pero más), un popurrí en el que se contaban polémicas actrices como la hongkonesa Cecilia Cheung o heroínas nacionales como la nadadora Guo Jingjing, pudieron disfrutar en la planta 93 de un show de cabaret, ilusionismo y circo, amenizado por una despampanante estadounidense que no dudó en jugar con la libido de los hombres chinos de las primeras filas. “¿Has visto alguna vez una mujer negra?”, le preguntó a uno de ellos mientras se contoneaba con sorna frente a él. Todo vale si la cartera es abultada.
No en vano, China representa ya el 27% del total de ventas de la industria de la opulencia —Europa suma el 18%—, y la Asociación Mundial del Lujo (AML) calcula que el año que viene se haga con la medalla de oro del escalafón tras superar a Japón, donde todavía se genera el 29% de los ingresos mundiales. Si se confirman las estimaciones, en 2012 los chinos gastarán más de 10.000 millones de euros en productos de lujo, sin incluir jets privados, yates y automóviles. La velocidad del crecimiento del sector provoca mareos incluso a los analistas más optimistas: el año pasado triplicó la ya impresionante tasa de la economía nacional al superar el 30%.
Por si fuera poco, los habitantes del país más poblado del mundo se han convertido también en grandes consumidores de productos de lujo en Europa. De hecho, según la AML, el 57% de los chinos que el año pasado compraron algún artículo de esta industria lo hizo en el Viejo Continente. Y gastaron una suma cuatro veces superior a la del mercado local, hasta 50.000 millones de dólares. Así, no es de extrañar que incluso los dependientes de Cartier en Madrid tengan un plus si saben hablar chino.
En cualquier caso, el mundo de la opulencia no resulta excesivamente obvio en las calles. Hay que franquear las puertas de los reductos en los que se da rienda suelta. La discoteca Babyrichie es un buen ejemplo. Es lunes y no cabe un alfiler. Las dos salas del local, una con música hip-hop y la otra con trance, son un hervidero. Algunos chinos sí que se atreven a bailar, aunque sus movimientos son repetitivos y parecen desligados de la melodía que brota de los potentes altavoces. Otros prefieren aprovechar la intimidad que brinda una multitud para besarse apasionadamente, algo que rara vez harían fuera de un recinto como este. Es un mundo paralelo dentro de una sociedad regida todavía fuertes valores tradicionales.
Rayos láser. Niebla artificial. Música techno a todo volumen. Y camareros haciendo juegos malabares con fuego sobre la barra central. De repente, un estallido y silencio. Atravesando una cortina de humo aparece un ser monstruoso. Se mueve al son de una serie de sonidos propios de una película de terror. La gente chilla, jalea, aplaude. El gigante se mueve con torpeza entre las mesas, tratando de captar la atención de quienes llevan ya un buen rato inmersos en un mundo irreal.
Corre el Chivas de 18 años, combinado con refresco de té verde. Saltan los dados de quienes juegan a ver quién bebe. Otros se entretienen con el póker. Los solitarios apuestan con el camarero, a la espera de una compañía que no llega. O que, si lo hace, es por dinero. Desaparece el monstruo y se reanuda la música. En esta ocasión, un DJ toma el relevo, y dos potentes focos iluminan las plataformas sobre las que se contorsionan dos espectaculares gogós.
Escenas similares se repiten por toda la ciudad bien entrada la noche. Shanghái reina, y todos quieren acostarse con ella. El impresionante auge de las clases media y alta ha abierto un nuevo nicho de mercado impensable en la China comunista de hace dos décadas. No hay mes sin alguna inauguración importante en el sector del entretenimiento. No obstante, establecerse aquí sigue entrañando riesgos. Los chinos no son occidentales, y eso se nota. “Al principio, decidimos copiar la estructura del local que tenemos en Bruselas, pero nos dimos cuenta de que los chinos no salen a bailar como hacemos los occidentales, son bastante sosos”, comenta M. R., gerente del CD Club. “Nos sobraba un espacio que difícilmente se llenaba, así que decidimos seguir el esquema de los establecimientos locales. Distribuimos mesas pequeñas por lo que era la pista de baile, y logramos un importante aumento en la clientela”.
Wei Lin es uno de los VIP del Babyrichie, literalmente “bebé rico”. Los fines de semana reserva un espacio privado para invitar a unos compañeros de trabajo a unos tragos. Como muchos otros clientes habituales, hace unos días adquirió varias botellas que ahora llevan su nombre en el bar. Un sistema que va popularizándose por toda Asia y que también ha saltado a Europa y Estados Unidos. “Compras una botella, le ponen tu nombre, y siempre que vayas sabes que está ahí, esperándote. Resulta más barato, y cómodo, y para la disco es una forma de fidelizar a los clientes”, explica. Sin duda, él y sus amigos podrían ser perfectamente personajes de Shanghai Baby, la controvertida novela nihilista —prohibida en China— de Wei Hui, en la que esta joven escritora hace una radiografía descarnada de quienes pululan por lugares como Babyrich.
Generalmente, y a diferencia de lo que sucede en España o en Nueva York, los asiáticos prefieren pasar la noche en un solo local. Nada más llegar, Lin es dirigido a su reservado, donde ya esperan sus amigos y las botellas que llevan su nombre. Whisky, ron, ginebra, y también Coca- Cola, Sprite, té verde y bebida de ginseng, el red bull chino. Dos cubiletes y cuatro dados completan la mesa. La noche es larga, y no saldrán de ahí hasta que termine. “Shanghái es mucho más vibrante que Nueva York, donde todo es mucho más viejo y pequeño. Aquí la fiesta va en serio”, sentencia Wei.
Pero a Shanghái todavía le queda un trecho para alcanzar a la Gran Manzana en lo referente a cultura. Mejor dicho: subculturas. Porque la ciudad china del neón carece de un Brooklyn, no se diga ya un Harlem. Algunos espacios rompen la homogeneidad artística de la ciudad, pero incluso estos resultan un poco artificiales. Moganshan, por ejemplo, es la zona de los estudios y las galerías de arte.
Los gremios en China tienden a concentrarse, y los artistas no son una excepción. Su territorio está delimitado por los únicos grafiti de la ciudad, y por algunas esculturas extravagantes. Pero no hay en la atmósfera ningún elemento alternativo, todo aparece excesivamente comercial.
Tsai Yulong (Taiwán, 1952) es uno de los pocos creadores que llama la atención. Sobre su mesa se amontonan pinceles de hace décadas. Cada uno de ellos tiene una historia. “Este fue el primero que compré”, señala con añoranza el pintor chino que ha creado el concepto de caligrafía de vanguardia. Sólo le quedan unos pocos pelos, pero Tsai lo guarda como oro en paño, junto a ramas de árboles centenarios que ha ido recogiendo del bosque durante años y que le sirven de inspiración. Le gusta lo antiguo, “cualquier cosa que rezume historia”. Curiosamente, a la hora de trabajar también le estimula escuchar lo último de Lady Gaga: “Tiene mucho ritmo, produce un efecto como el del café”, bromea. Sin duda, algo inusual para quien cultiva un arte milenario. Claro que en sus cuadros la tinta china adquiere una dimensión desconocida. Sí, ahí están los ideogramas de la caligrafía tradicional, pero no faltan notas de una locura de vanguardia que a veces los hace ininteligibles. En sus creaciones más extremas, los caracteres terminan convirtiéndose incluso en extrañas piezas que vertebran un arte abstracto y único. Pero, en el fondo, su significado se mantiene invariable. Porque en las obras de Tsai las palabras son siempre las mismas: las de uno de los libros en los que se recogen las enseñanzas del budismo, el Sutra del corazón. Lo ha copiado hasta la saciedad, “más de mil veces”, pero siempre adquiere matices diferentes. “Dependiendo de mi estado de ánimo, dibujo los ideogramas de una forma o de otra, con calma o con rabia, destacando unos conceptos u otros”. Sin duda, las palabras budistas contrastan con el rabioso materialismo que espera en la calle.
“Me gusta Shanghái. También me aterra y me estresa, pero la multiculturalidad de esta ciudad no tiene rival en el país, y eso me permite estar en contacto con todo tipo de artistas. No tanto para aprender de ellos como para compartir ideas. Además, también es cierto que aquí residen muchos de mis clientes”, cuenta Tsai. No en vano, el negocio es también el principal motor del arte chino. “El arte chino se ha convertido en una moda en la que no quiero participar. Tengo la sensación de que los creadores sólo buscan enriquecerse lo más rápido posible, y la presión que existe para producir sin cesar es muy intensa. Eso no es, en sí, ni positivo ni negativo, porque puede resultar tanto un acicate como una fuente de frustración. En cualquier caso, creo que la calidad de las obras chinas, en general, es más que dudosa. Por esta razón, auguro que la burbuja del arte chino no durará mucho. Es bastante menos robusta que la inmobiliaria, con la que guarda mucha relación porque en ambos casos los compradores sólo buscan una inversión rentable. Y los artistas jóvenes se prestan encantados a ello”.
Li Zizou es una de ellos. Podría servir como la antítesis del comunismo, y, sin duda, ningún joven occidental aspirante a artista se identificaría con ella, pero es fiel reflejo de la juventud china. Viste zapatillas Adidas, minivaqueros Levi’s, ropa interior Calvin Klein, y camiseta bien ceñida de H&M. El conjunto lo remata con una gorra de Nike, y nunca sale de casa sin su i-Phone 4 resguardado bajo una piel de Hello Kitty. Ahí ha guardado el último álbum de Lady Gaga, quizá lo único que comparta con Tsai Yulong.
Li nació en 1991, y es una de los más de cien millones de chinos que han crecido sin hermanos, consecuencia de la política de natalidad que ha evitado el nacimiento de unos 400 millones de chinos en las últimas tres décadas. Los llaman los pequeños emperadores, y ella está a gusto siendo la emperatriz de la familia. “Claro que nos han mimado mucho y que no nos falta de nada, pero mejor eso que morir de hambre como nuestros padres y abuelos, y tampoco es fácil crecer sola”, espeta rápidamente cuando se le pregunta por la generación post-90, un término utilizado para referirse a los nacidos a partir de 1990 y que en China raya en lo despectivo.
Se les tacha de egoístas y materialistas, amorales y exhibicionistas, débiles y mal preparados. Hay quien incluso asegura que el milagro chino acabará cuando éstos alcancen el poder. “No es cierto. Somos los primeros que podemos elegir nuestro destino en China, y no vamos a dejar que este país que amamos se vaya al garete”, rebate Li. Eso sí, no puede dejar de reconocer que el dinero es lo que más capta su interés, y que creará solo aquello que le permita “vivir muy bien”. Seguramente, ella lo conseguirá, porque pertenece a un linaje con aura dentro del Partido Comunista.
Pero toda moneda tiene su cruz, y el Gobierno es consciente de que este mundo de superabundancia en el que vive gente como Li gira en torno a otro mucho mayor que se mueve a una velocidad diferente. Está muy bien que China se haya convertido en uno de los principales mercados para los productos de lujo, entre los que también se cuenta el arte, pero es mejor no hacer ruido al respecto. Por eso, las autoridades chinas han decidido prohibir la publicidad que promueve “un lujoso estilo de vida extranjero”. El comunicado con el que se justificó la medida, en vigor desde el pasado 15 de abril, señala que estos anuncios “favorecen el hedonismo y el culto a los productos fabricados en el extranjero y tienen un impacto negativo en la sociedad”.
No obstante, lo que realmente preocupa a quienes decidieron establecer este veto es que, en palabras de Xu Anqi, sociólogo de la Universidad de Fudan, “la publicidad de estos productos recuerda a la población la brecha existente entre clases sociales”. Y eso es exactamente lo que aducen los líderes comunistas, de forma más velada, en el comunicado oficial. “Estos artículos que importa la elite económica impiden el desarrollo en armonía de las clases medias, al crear más diferencias entre pobres y ricos”. Y ahí reside la amenaza que siempre planea sobre la sociedad china, resultado de las reformas económicas que introdujo Deng Xiaoping, el ideólogo que abrió China al mundo al grito de “¡Enriquecerse es glorioso!”, a finales de la década de los 70.
Gracias a él, Shanghái es, con una renta per cápita de unos 3.300 euros, la ciudad con mejor calidad de vida del país, y también el núcleo urbano en el que más proyectos inmobiliarios se están construyendo, por encima incluso de la suma de todos los que están ahora mismo en marcha en España. Así, no es de extrañar que, a pesar de la desaceleración a la que ha abocado la interminable crisis económica de las potencias tradicionales, la megalópolis siga siendo uno de los principales receptores de inversión extranjera directa (IED), y que produzca en torno al 20% del PIB del gigante asiático.
No en vano, la imagen a vista de pájaro de los datos macroeconómicos resulta tan aterradora como la que se obtiene desde el avión en la maniobra de aproximación y aterrizaje. La efervescencia es tal que, en 2010, en la bolsa de Shanghái (SSE) se realizaron transacciones por valor de casi seis billones de dólares (algo más de 4,5 billones de euros), una cifra que supone un crecimiento del 120% comparado con el ejercicio de 2008, y un billón más que el volumen de negocio de Tokio.
Así, la ciudad más poblada de China se convierte en el tercer mercado de valores más importante del planeta (la capital de Japón cae a la cuarta posición), y sólo le aventajan el Nasdaq y la bolsa de Nueva York (NYSE), una nueva muestra de que la batalla por el liderazgo mundial se libra entre Estados Unidos y China y, más concretamente, entre la Gran Manzana y la Perla del Oriente.
Y esto es sólo el comienzo. Porque en una década Shanghái podría arrebatar a Londres el segundo puesto como centro financiero mundial. Actualmente, en la capital económica de China se han establecido ya más de 900 instituciones financieras —de las cuales casi 400 son extranjeras o cuentan con capital foráneo—, que manejan bienes por valor de más de 7 billones de yuanes (unos 650.000 millones de euros), un 11,5% del total del país. Según un estudio elaborado el año pasado por el bufete de abogados Eversheds, para el que se ha encuestado a 600 prominentes figuras de los negocios, el 91% de los empresarios chinos muestran confianza en la perspectiva de futuro de su negocio, mientras que en la capital británica sólo un 22% se declara optimista. Y el 87% de los participantes en el informe asegura que la crisis económica ha supuesto un gran cambio en el orden económico mundial que favorece claramente a China.
Así que no parece que el Gobierno vaya a tener muchos problemas para cumplir el objetivo que se propuso en 2009: convertir a Shanghái en un centro financiero global para 2020. Según el banco Hang Sheng, todavía se encuentra en el puesto 35 de esta categoría que encabezan Londres, Nueva York y Singapur. Claro que la ofensiva de la megalópolis no se circunscribe únicamente al mercado de valores. Aquí se encuentran también los mercados nacionales de oro y de petróleo, y en su potencia no sólo cuenta la especulación. Tiene mucho que ver la economía real. Porque, a diferencia de lo que sucede en su más directo rival, Hong Kong, en las provincias vecinas de Shanghái se encuentra buena parte de la producción que ha convertido a China en la fábrica del mundo. Concretamente, la ciudad, sumada a las vecinas provincias de Zhejiang y Jiangsu, fabrica en torno al 27% de la producción industrial del país. Algo que ha convertido al puerto de Shanghái en el más importante del mundo por volumen de mercancías. Y en 2020 la zona podría ser considerada puerto franco.
Pero las reformas tienen que continuar para que más inversores decidan cambiar Hong Kong o Tokio, que siguen resultando mucho más “amables” para el extranjero, por la anfitriona de la Exposición Universal del año pasado, un evento en superlativo que certificó la pleitesía que el mundo rinde a China para hacerse con un bocado del suculento pastel que representa.
En primer lugar, el sistema de impuestos tendrá que reformarse para resultar más atractivo. En la ex colonia británica se cobra un máximo del 15%, mientras que Shanghái tiene el listón situado en el 45%. También hay grandes dudas sobre el rumbo que va a tomar la divisa nacional, el yuan, cuya convertibilidad está ahora en juego. Aunque la presión para su apreciación es enorme, y ha ido ganando valor poco a poco, siempre lo ha hecho cuando le ha interesado al Ejecutivo.
Y no es oro todo lo que brilla. Los destellos del espectacular desarrollo chino ciegan a quienes quieren ver las sombras a las que todavía no llegan los colores de neón. En cualquier caso, no hay que alejarse mucho para encontrarse un paisaje muy diferente al de las bulliciosas calles de la ciudad. Pronto, los monstruos de hormigón que llevan la firma de prestigiosos arquitectos dan paso a una interminable serie de cubos anodinos que esconden el corazón industrial del país y atraen a las muchedumbres de campesinos que llegan a la estación de tren.
Aquí, cientos de miles de trabajadores hacen turnos de 10 a 12 horas por el salario mínimo, equivalente a unos 120 euros. Sus fotografías, en las que aparecen siempre con la mirada perdida en lo que sea que están produciendo, se han grabado a fuego en el imaginario colectivo occidental, como aquellas otras imágenes de campesinos ataviados con el traje Mao azul. Pero en el ámbito laboral también se están dando cambios importantes. Parece que unos tópicos sólo pueden ser reemplazados por otros, nunca por la complejidad de lo real.
En muchas de las empresas chinas, la copia se ha convertido en la base de su inspiración, sí. Pero, sin duda, esa es solo la primera fase de un proceso de desarrollo muy ambicioso, que ya prevé la innovación. Para ello, el Gobierno destina un porcentaje a I+D que supera al de la Unión Europea, y ya atrae centros de producción e investigación de empresas punteras como Airbus o Microsoft. Incluso compañías locales, como la fabricante de ordenadores Lenovo, trata de tú a las grandes en cuestiones de avances tecnológicos. China ya no es el país del todo a cien. Y ya ha lanzado la tercera fase de su desarrollo, la que contempla la internacionalización de las marcas chinas que ya miran al exterior para expandir sus horizontes a lo largo y ancho del globo.
Pero todo tiene un precio que resume bien un proverbio chino: “Lo viejo ha de desaparecer para dejar paso a lo nuevo”. Aunque esta filosofía no deja lugar a dudas, son cada vez más los que se oponen a enterrar la historia bajo el asfalto. “Una cosa es que no se pongan trabas al desarrollo económico y otra muy distinta que se destruya el patrimonio cultural de una ciudad como Shanghái, corazón económico de China desde hace siglos”, se queja Wen Xiaohai, estudiante de la universidad de Fudan. Se refiere a la destrucción de los barrios tradicionales de pequeñas construcciones de dos o tres alturas, llamados shikumen, que están siendo derribados para levantar en su lugar centros comerciales o urbanizaciones de lujo.
Afortunadamente, todavía quedan algunos más o menos intactos. La calle zona de Lujiazui, en Pudong es uno de ellos. Sin duda, no hace honor a la reputación de Shanghái. No hay un solo edificio de más de cinco plantas, y el acero brilla por su ausencia. De hecho, la vanguardia arquitectónica por la que se conoce a la capital económica del Gran Dragón queda muy lejos. No en el espacio, sino en el tiempo. Desde Dongbaoxing se puede ver la torre Perla de Oriente, símbolo del crecimiento económico de China. Pero en esta estrecha calle del norte de la ciudad el tiempo se detuvo hace tres décadas, cuando comenzaron las reformas económicas de Deng Xiaoping: no hay baños en las casas, sólo servicios comunales, los vecinos todavía juegan al mahjong en los patios, las motocicletas se reparan en la acera, los patos lacados cuelgan de una cuerda en la calle, y de cada ventana sale una caña de bambú en la que se cuelga la ropa recién lavada.
De hecho, cuando sale el sol el vecindario aprovecha para lavar colchas y colchones que tienden entre los árboles. Los mayores contemplan la vida pasar desde sus taburetes, que levantan sólo 20 centímetros del suelo, y los parados duermen sobre sus motocicletas o en hamacas que cuelgan de un árbol a otro. Estas callejuelas esconden sorpresas en cada esquina. Pequeños puestos de fideos o de dumplings —exquisitos buñuelos rellenos de carne, pescado, o verdura—, comercios de todo tipo y, sobre todo, imágenes de una forma de vida que se extingue. China pasa de la sociedad horizontal a la vida vertical. Y Dongbaoxing pronto será historia.
Esta transformación urbanística impacta directamente en la sociedad. Adiós a la vida de barrio. Ahora los vecinos tendrán que trasladarse a una de las miles de colmenas que pueblan los alrededores de la capital económica de china, en las que nadie se saluda en el ascensor. “Tendremos baño en nuestro hogar, sí, pero la vida que hemos llevado hasta ahora se verá truncada”, se lamenta Zhang Fei, uno de los últimos residentes que ha recibido la notificación en la que se detallan las condiciones de su expropiación.
Nada mejor para hacerse una idea general de lo que supone este desarrollo que una visita al Centro de Planificación Urbana, una gigantesca mole situada en el corazón de la ciudad, la Plaza del Pueblo. En su interior, una gigantesca maqueta proporciona una perspectiva histórica que se adentra en el futuro. Los cambios son tan rápidos que la ciudad de miniatura tiene que ser actualizada cada poco tiempo, y eso que ya se incluyen algunos de los edificios que perfilarán el skyline de la ciudad. Muchos visitantes se quedan boquiabiertos al enfrentarse a una realidad tan distante de la que ha creado el imaginario colectivo. Nada de templos y gorros cónicos. Aquí predominan el asfalto y la vanguardia de la arquitectura. En el vidrio de los rascacielos se refleja mucho más que una ciudad. Es la ambición de China.
Zigor Aldama es periodista. Radicado en Shanghái, trabaja para diferentes medios de comunicación, entre los que destacan El País, los medios regionales del grupo Vocento, La Voz de Galicia, los medios del Grupo Noticias y Berria. Es autor del libro Asia, burdel del mundo, sobre el tráfico de personas destinado a la prostitución.