A lo largo del año cientos de grandes barcos, muchos de ellos petroleros obsoletos, buscan un lugar donde poder ser desguazados. Por lo general, los países con este tipo de industria metalúrgica tienen un denominador en común, la pobreza. En Chittagong, Bangladesh, se encuentra el mayor cementerio marino del mundo. Chittagong es una ciudad ubicada en la parte oriental del país asiático, cerca de la frontera con Birmania. Cuenta con una población de cuatro millones de habitantes y en su costa se halla el puerto más importante de Bangladesh, clave para sus exportaciones. A pesar de haber podido optar por otro tipo de industria, los comerciantes de la zona decidieron convertir el litoral, que cuenta con algunas de las playas más bellas del mundo, en el mayor punto de desguace de barcos del planeta.
Cientos de naves van a parar anualmente a esas costas, donde a diario una cantidad ingente de trabajadores desguazan con sus manos estas enormes moles de metal. Uno de los asuntos que causa mayor alarma social son los materiales de los que están hechos algunos de estos barcos. Muchos de ellos llevan en sus entrañas toneladas de sustancias contaminantes y muy perjudiciales para la salud, como es el caso del amianto. En estas playas, cuya vida gira en torno al reciclaje de metales, se obtiene el 80% del acero que requiere Bangladesh anualmente.
Sabemos cómo nacen los barcos, cómo se botan navíos majestuosos al océano con botellas de champán. Pero pocos de nosotros sabemos cómo mueren. Cientos de barcos encuentran su final cada año. De transatlánticos de cinco estrellas a cochambrosos cargueros, auténticos vertederos flotantes, con su registro bruto de acero, asbestos y toxinas, que son arrojados a las playas de uno de los países más pobres del mundo. Los hombres que trabajan aquí son los desgraciados de la tierra. Hacen un trabajo sucio y peligroso por poco más de un euro por día.
En una playa solitaria cerca de la ciudad de Chittagong, sobre el Golfo de Bengala, los barcos son abarloados o alineados como en cualquier puerto. Pero aquí serán desguazados, remache por remache, mampara a mampara, plancha a plancha. Cada pedazo de metal se envía a los hornos para ser fundido y convertido en barras de acero. Los barcos no mueren fácilmente. Son construidos para flotar, no para ser desmontados, derramando toxinas, aceite y lodo en los mares circundantes.
Los hombres que trabajan aquí son empequeñecidos por los buques que desguazan, mientras los desmontan a mano en bloques grandes y pieza a pieza. La tecnología más sofisticada con la que cuentan en la playa es un soplete y la duración de su trabajo se mide más por la cantidad de gas de que disponen por jornada que por el número de hombres desmantelando. De día, los operarios parecen pequeñas termitas devorando un monstruo. De noche, con el fragor y el fuego candente contra el acero, la atmósfera de la playa parece estremecerse. Un infierno de humo ardiente.
Esta industria, que emplea miles de hombres comenzó con un accidente: un ciclón. En 1965, una violenta tormenta dejó varado un gigantesco carguero sobre lo que era entonces una línea de costa prístina. Fue entonces cuando la gente comenzó a desmontar la nave apoderándose de todo lo que podían, más por curiosidad que por necesidad. Fueron los avispados hombres de negocios de la zona quienes tomaron nota de ello haciendo del paradisíaco lugar un varadero de desguace y contaminación.
La familia Mohammed Mohsin (uno de los clanes del negocio) se ha hecho sumamente rica en estas playas con esta labor. Pagan millones de dólares por cada barco y sacan su beneficio gracias al acero que venden. El nombre de su empresa es PHP, que significa Paz, Felicidad y Prosperidad. En sus ostentosas oficinas no hay la menor imagen o logotipo que advierta sobre el medio ambiente o prevención de riesgos laborales.
Una de las partes mecánicas más valiosas del barco es el propulsor. Se trata de una pequeña pieza que vale alrededor de 30.000 euros. Con cada barco que vara en la playa, la empresa en cuestión gestiona y reparte los elementos más valorados que van llegando, haciendo del negocio de los desguazadores de navíos un lucrativo holding formado por 30 astilleros invertidos, repartidos por una extensión de 10 millas de playa en las que 100 barcos, la mayor parte occidentales, son desmantelados cada año.
«Este es el vertedero del occidente», dice Mike Brull, un trabajador norteamericano contratado en los astilleros de los Mohsin y que vive en Chittagong. «Hacer el mismo trabajo en Estados Unidos resultaría muy caro. En Europa o América, este tipo de trabajos se realiza en diques secos. Los propietarios de estos navíos los venden aquí para el desguace. Si lo hicieran en América tendrían que pagar por llevar a cabo todo el proceso. De ahí la verdadera razón económica para hacerlo en Bangladesh. Los barcos son tan viejos y están tan pasados de moda que de representar un temible lastre se convierten en un inesperado activo. Por eso los barcos mueren en esta costa”.
La nación más densamente poblada del mundo, y una de las más pobres necesita desesperadamente el acero para la construcción. Bangladesh no tiene ninguna mina de hierro. Las playas de estos naufragios inducidos, de estos shipbreakers, son como minas. Pero el acero es sólo la parte del trato. Hay muchas otras cosas en la cubierta y la bodega de un buque para vender. El desguace es de hecho una formidable operación de reciclaje. Se puede encontrar de todo en un mercado del borde de la carretera: Desde fregaderos a un bote salvavidas, bombillas, lavabos o escalerillas. Se estima que el noventa y siete por ciento de lo que formaba parte del buque es reciclado. El otro tres por ciento es la escoria que nadie quiere, por la que nadie puja residuos peligrosos, como asbestos, arsénico o mercurio, que son arrojados a un oscuro pozo, que acabará siendo una bomba de relojería ambiental. Los hombres que allí trabajan lo hacen en las condiciones más precarias. Carecen de sindicatos, equipo de seguridad o educación. Aproximadamente una cincuentena de proletarios pierde la vida cada año en accidentes, a menudo a causa de explosiones de los rudimentarios sopletes que manejan. Los operarios son alojados en camarotes sin camas que han sido recuperados de los barcos que ellos mismos desmenuzan. Muchos no son ni lo bastante viejos cómo para que les haya salido la barba. No son más que niños, como Vali, un joven dicharachero que trabaja desde los 14 años como termita de barcos de acero. Pero el trabajo infantil es uno más de los dilemas que se plantean en Chittagong. Otra es la catástrofe ecológica que organizaciones ecologistas llevan años denunciando.
Mientras unos aseguran que Occidente no hace ningún negocio vertiendo basura tóxica sobre empobrecidas tierras de Oriente, los ecologistas condenan las espantosas condiciones de trabajo de estos obreros, la paga escasa y la carencia de la más mínima responsabilidad de los empleadores hacia los trabajadores que mueren o sufren accidentes o enfermedades. Y todo eso a pesar de que una ley internacional prohíbe expresamente el envío de basura tóxica de países ricos a países pobres.
Rezwna Asan, miembro de la Asociación de Abogados Ambientales de Bangladesh, está a la vanguardia de la lucha contra la industria del metal y sus prácticas. Según Asan, los centros de desguace de Chittagong no respetan las mínimas normas ambientales. “Una industria que no puede cumplir con estas normas mínimas no debe funcionar. Si no puede pagar a un trabajador el salario mínimo no se puede funcionar. Y si no puede asegurar la mínima protección del medio ambiente tampoco debería funcionar”.
Los reyes del negocio del desguace argumentan que la protección medio ambiente es un lujo reservado a las naciones ricas. «Es caro. No nos lo podemos permitir», aseguran. Parar la industria de las termitas dejaría a 30.000 hombres sin trabajo y privaría a Bangladesh de su principal fuente de acero. De momento, la industria del desguace en Bangladesh navega a toda máquina.
* Javier Arcenillas es periodista. En fronterad ha publicado: Los apátridas de Birmania