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Mientras tantoShoá y literatura

Shoá y literatura


 

La literatura sabe. La historia pierde las batallas que la literatura traspone: la literatura puede ver bien Sebastopol con Tolstoi, la Primera Guerra con Junger, la Revolución Rusa con Shlovski, la Guerra Civil Rusa con Bábel, el ghetto de Varsovia con Zvi Kolitz, el gulag con Shalamov, un sordo final para Europa con Jonas Mekas.

 

La literatura puede con la historia, la serie más cercana que la acecha. La bandera de rendición sólo está en la ciudadela de la teoría, de la crítica.

 

Cuando el discurso literario, el más condensado, el más valiente, el más permeable, el más complejo y simple a la vez, toma la historia, eso que ha pasado, la traspone a través de mínimas retranscripciones y la conserva a perpetuidad. El discurso histórico, el de la institución y sus muchas formas, no soporta lo real, aunque pueda clamar, mediante disímiles jergas, por la verdad.

 

La institución crítica intenta escribir también esas historias, por eso hay guerra con las crónicas, las memorias y las cartas. Crónicas, memorias y cartas son el testigo, el testimonio material más humano, escrito por los que allí estuvieron. Obras que sostienen el horror y, así, un verdadero encuentro cruza historia y literatura. Porque lo que allí se dice no es el orden dialéctico de los acontecimientos sino el lugar en que dos o más sucesos pueden ser contemporáneos, sin lógica que los ampare. La literatura, hermana del tiempo, sostiene el hilo diacrónico de la historia real.

 

La literatura soporta lo desesperante, lo trágico. Puede. Sabe. Es el drama sin atenuantes, más allá de toda épica, de todo reconocimiento y explicación. La palabra presenta, muestra, señala. La palabra dice y muerde.

 

Phillippe Sollers escribió que la historia es el tiempo que tarda un libro en ser leído. En ese sentido es que ciertos libros todavía no llegaron. No fueron aceptados ni soportados por los discursos legitimadores de la institución: hay libros que la crítica y la teoría, la domesticadora y apaciguadora norma no puede ver (en su doble sentido). Son esos en que la literatura, los autores-que-saben, dan un paso después del abismo y ponen lo que pasó. Así se establece una verdadera guerra de posiciones y permisos. Porque las instituciones legitimadoras, la teoría, pone umbrales, biombos, curas milagrosas y misterios: todos impedimentos como el después de Auschwitz no hay poesía o los soldados vuelven del frente mudos, como musulmanes, o se acabó la experiencia. Todos muros consecutivos al esperado fin, al fracaso y a la impotencia del arte. Pero la literatura goza de extrema salud. Y, creo que esta nostalgia hegeliana del deseo de fracaso -ahora está de moda fracasar, dice un amigo- llevó a lo que puedo llamar el negocio del holocausto. Porque es notable que entonces, cuando llegan los archivos, los documentos de lo horrible, la teoría calla o gesticula, se desalienta o se enoja y sólo puede escribir discursos paradojales.

 

La policía secreta de la historia, de los estados, de la lectura, hace crítica literaria. Pero los manuscritos no arden, sobreviven. Y en estas frases están las sabias palabras de autores silenciados y muertos. Que vuelven del futuro. La institución traza cánones, la literatura páginas cuneiformes de dolor -para seguir el verso de Ajmátova pero más hemos seguido su Sí, puedo del Réquiem.

 

La literatura puede con causalidades múltiples, con capas de tiempo, puede decirlo; la literatura sabe que puede incluso con palabras sin ironía: la literatura dice lo que dice y dice la terrible historia. Un autor francés contemporáneo -Phillippe Murray- ha escrito en este sentido que mientras Baudelaire sabía, Sartre no sabía. Brod expurgó a Kafka, Paulhan no vio a Tsvietáieva, ¿qué pasó entre nosotros?

 

La literatura puede contar en singular Una sola muerte numerosa, como lo hace Nora Strejilevich cuando recuerda su catástrofe en el genocidio militar y paramilitar de los 70 en la Argentina. Donde para pasar de la historia vivida a la literatura no se cambia de nivel por lo que debemos aprender a escuchar. A la literatura no le repugna la historia, que entienda el que pueda y quiera. Para Una sola muerte numerosa de Nora Strejilevich no hay géneros, ni sistema de representación electivo, sola la literatura sostiene  la historia. Su pequeño libro es soporte múltiple frente a los reductores estados críticos que se instalan mediante un gran déficit de conocimientos.

 

Foucault ha dicho en una entrevista: “Hace poco leí en los diarios que los intelectuales franceses dejaron de ser marxistas a partir de 1975, y a causa de Solzhenitsyn. Es como para reírse a carcajadas… Pero cuando las cosas cambian, cambian”. Y muy concreto afirmó luego: “Lo que me sorprendía era que, en filosofía, por marxista que fuera la gente en esa época -y Dios sabe que lo era-, su ignorancia de la historia era, no diría total, pero sí central. Entre los estudiantes de filosofía había una regla fundamental: como uno era marxista, no tenía que saber historia; la conocía como se conoce un viejo secreto de familia cuya clave se ha revelado hace ya mucho tiempo”.

 

El compromiso institucional, crítico, domestica, naturaliza, ordena, tranquiliza. Noveliza como Vida y destino de Grossman mientras que los autores verdaderos, a los que apartan o matan, esos genuinos revolucionarios inútiles para la revolución, los que naturalmente molestan una vez que la revolución triunfa, esos mueren haciendo señas.

 

Ese totalitarismo de la idea teórica mata la lengua al explicarla y ordenarla. Pero la lengua se recupera hasta en el campo de concentración; la lengua es el único lujo cuando ya no queda nada. Hay hablantes de idish, hay alegría en leer y escribir hoy un poema con una palabra en idish. Porque la lengua de ciertas obras es un mitten drinnen entre la horrorosa historia y la literatura. Una lengua rota que justamente por serlo puede asir la tragedia como no puede hacerlo la novela-entera, esos libros con prólogos preventivos y redondos finales.

 

En la Argentina alguien dijo: “…la semántica es el método usado para evitar ver los problemas en su total dimensión, la creatividad argentina para ocultar los hechos radica en el terreno semántico, y quienes descollan en esta capacidad para la jerga que oculta en lugar de revelar son los militares. Perón afirmaba que ´la realidad es la única verdad´ y quería decir que la única verdad era el peronismo”.

 

La literatura va palabra a palabra, es siempre cuestión de frases. El discurso oficial usa una lengua casi intangible, mística y onmiexplicativa. La literatura va con el cuerpo, la crítica hace metafísica.

 

La Shoá fue y es objeto canónico de la teoría literaria, hay un lobby del holocausto que es como decir un idealismo del horror. Y a medida que este sistema de ocultamiento crece, cae la posibilidad de ver la tragedia efectivamente sucedida, porque a menos documento, más discurso interpretativo que aleja todo…

 

La literatura, las memorias, las crónicas, siempre estuvieron, son como esas fotos de los campos de concentración que una vez supe que llegaron, pudieron llegar a EEUU y al Vaticano y por supuesto, nadie hizo nada. Los libros de recuerdos son esas fotos, esos callejones sin salida, suspenden en la complejidad los hechos, no simplifican ni apaciguan nada. Esa contundencia traza la pregunta con que Irina Bogdaschevski abre sus memorias de deportada preguntándose: “¿Dónde están mis libretas?”.

 

Frente a este eterno preguntar por la memoria que construye literatura habrá que ver cómo se lee lo que se lee. No es difícil leer, es difícil escuchar eso escrito. Frente a las memorias insomnes de la mujer de Mandesltam, las cultas y monótonas de Erhenburg… No son lo mismo pero pueden  leerse de igual manera… Digo que si La guerra y la paz mira la batalla desde cierta altura, desde la composición ficcional, el testimonio de Sebastopol palpa, incrusta muerte en vida, muertos en terraplenes verdaderos. Afecta, presenta, describe, sabe. Y no hablo de formas, hablo de obras. Hablo de la batalla entre historia oficial que es teoría y la literatura que es un real.

 

La percepción, entonces, de que hay libros que aún no han llegado hasta nosotros, los que efectivamente pueden representar, es la que descubre que hay sólo dos tipos de épocas: épocas de miedo y épocas de mucho miedo. Pero hay maneras que escapan al miedo regulador del poder crítico ciego y escriben: deícsis, tautología, onomatopeya, catástrofe de la propia palabra donde la literatura se pone en la grieta misma del horror y por eso sobrevive. Perspectiva romántica, pero de Heine contra los Schlegel.

 

La literatura nunca llega tarde, tampoco es visionaria o profética, es contemporánea para siempre, repite incandescente lo que no se quiere saber. La literatura cuenta de uno en uno, la historia amasa de a miles y al no seleccionar fines particulares hace sufrir a los cuerpos. Lo que sucedió es individual, la literatura puede con eso, no generaliza nunca. Recorta verdad a verdad, acontecimiento a acontecimiento y golpea sin metáfora.   

 

Wat, un polaco comunista que termina en el gulag y que en conversación con Czeslaw Milosz reflexiona sobre esa misma confusión utópica que llevó a muchos intelectuales a perder la cabeza, frase que supone su doble tragedia, también se detiene en la materia lingüística y ética que puede trasladar el recuerdo. Es formidable su apreciación de que “lo que hay que hacer no es descubrir el significado de cada palabra, sino su dignidad (y agrega que) “esta afirmación es una crítica todavía actual a la frivolidad de la cultura literaria y filosófica que se complace en relativizar el concepto de verdad”.

 

Más adelante agrega: “la hipocresía era el homenaje que el hombre tenía que pagar a la virtud de la veracidad (…) lo cual representaba que en cualquier momento cualquier palabra podía significar cualquier cosa”.

 

Memorias de un poeta que tiene Palabras para decirlo -como tituló Perla Sneh su libro-, enfrentando el impotente exceso de teorías porque sabemos que “cualquier búsqueda de verdad perjudica a alguien; (sobre todo a) aquel que se beneficiaba del estado de cosas anterior”.

 

Los libros que he traído son una última honestidad, una ética, una patria donde se puede. La crítica envejece, la crónica literaria no, su desmedido registro vuelve a la vida lo que el discurso oficial congela y la teoría administra. La literatura colma nuestro corazón horrorizado de injusticias.

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