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Si esto es amor

 

Dinastía industrial. Un lujoso edificio gris, ajardinado en medio de Milán, es el recipiente de un calor familiar lento, moral, adinerado, casi perfecto. Lo que se retrata, sin embargo, se parece a una muchedumbre solitaria, donde cada uno gira en sus cuitas, en su percepción. Desde el principio nos sentimos ante algo de sorprendente buena factura. Lo mejor es cuando no ocurre absolutamente nada y la cinta se recrea en planos largos, sin argumento, mezclando retazos inestable con escenas de paso, miradas de soslayo, perspectivas ciudadanas y domésticas, gente cruzando, conversaciones a medias. Y todo ello teñido de una piedad por cada detalle casi animista, intensamente poética.

        En estos pasajes de Io sono l’amore, tan visuales como sonoros, la variación es el tema. El plano largo le concede a cualquiera, incluidas las personas anónimas del servicio y el entorno, también a la nieve que cae, un protagonismo al que no estamos habituados, que bloquea nuestro esquema informativo. El deslizamiento distante de la cámara conserva el misterio de lo que se muestra, como si espiásemos la vida desde el otro lado de sus ventanas.

        Se rueda una misteriosa rutina de relaciones cruzadas, una tradición impregnada de buenos modales y afecto. La cinta no transcurre, ya que, propiamente hablando, durante parte del largometraje no hay acción, ni tema. Los planos largos muestran a personajes sentados, hablando o cruzando un entorno burgués, como el que gustaba a Antonioni o a Visconti. Pero durante mucho tiempo no existe el esquema de un sujeto destacado, aislado, que se conecta al mundo a través de una idea que guía la acción, ese esquema tan caro al cine estadounidense.

        Io sono l’amore es al principio un fresco histórico de la no historia, de los entresijos cotidianos de una familia de educación exquisita captada en sus momentos de ocio, de abandono privado. La delicadeza táctil de la cámara que recorre distintas estancias, escenas y personajes, introduce una cierta inseguridad, aunque discreta, como lo es todo en esta película.

        La encantadora Ida, mediana edad, morena, de origen campesino y temperamento discreto y sentimental, es imprescindible en la casa de los Recchi. Casi una más de la familia. Si hay clasismo, es impecablemente elegante y humanitario. Todo transcurre en un marco de deliciosa ambigüedad, sin desdicha ni felicidad, como en un mundo de pasiones contenidas por la exquisita educación. Se agradece que no exista maniqueísmo, como si Luca Guadagnino no necesitase señalar el mal para poder contar una historia. La música de John Adams tiene la misma mezcla de clasicismo y vanguardia, la misma ambivalencia poética que buena parte de las situaciones y las perspectivas amplias de Milán, San Remo o Londres.

        El coro de rostros, sus planos demorados, sugiere que el protagonista podría ser la mutación de una humanidad que no tiene empleo, un rol social que le sujete. Un poco a la manera de los dramas de Chéjov, en los que los personajes actúan solamente a través de sus emociones, los cambios de color y de tono, los silencios, las miradas. El dolor de vivir, sin causa y sin solución. Gestos contenidos en el seno de una gran familia milanesa, con pasado y cultura, patriarca y vástagos que son fieles. Se agradece, repito, que el director nos ahorre desde el comienzo la habitual trama familiar con sus tópicos en torno a la autoridad paterna y el sufrimiento de los descendientes o su intriga. Que Io sono l’amore roce desde el principio el preciosismo, no el manierismo, sólo se debe a que se quiere mostrar cada evento, también la duda, ocupando un lugar sin estridencias.

        Edoardo y su dulzura. Su amigo Antonio, humilde, un poco inexpresivo y enseguida querido. Tímido, meditabundo, Antonio elabora en la sombra cien platos con los que extiende su encanto. La dulzura de Elisabetta, también. Y la de la novia de Edoardo, Eva, intrusa de ojos grandes en un mundo ya hecho. Pero el mal y el bien apenas son insinuados. Una película sobre el dolor del mundo, de acuerdo, pero sin víctimas ni culpables. Cada uno tiene su parte, difícil de desentrañar en salones de pasos cruzados.

        Tiene gracia que una de las pocas caras del mal tome la forma de un empresario hindú-estadounidense de mentalidad new age, con una espiritualidad global y ecologista, al estilo de Bill Gates o Bono, que apenas tiene en cuenta el sufrimiento del hombre de carne y hueso.

 

 

        Durante largos minutos, lo mejor de la cinta es el drama humano de vivir, sin que pase nada. Nada más que un dolor sordo insinuado por las miradas y por leves diálogos o titubeos. Todo ello entre fragmentos de música intermitente y desigual, esquinas urbanas muy distintas, planos de figuras humanas… El conjunto se va construyendo como una catedral gótica que en cada punto, sin necesidad de argumento, reprodujese una épica apagada, el drama de vivir. Es Navidad, la nieve impone una pausa en la ferocidad de este mundo y en casa de los Recchi se reproduce el ritual de la última cena. Emma y Tancredi, hijo del magnate, con sus hijos Edoardo, Gianluca y Elisabetta, algunos parientes y amigos, celebran el traspaso del bastón de mando en la empresa. El patriarca ha descendido en abundancia, con hijos y nietos que parecen armonizar bajo la sombra paterna y el imperio industrial que ha atesorado. Este escenario perfecto sólo es rasgado de vez en cuando por alguna mirada perdida, algún gesto abatido, desorientado. El origen ruso de Emma acentúa su piadosa vacilación. Pero todos son un poco extranjeros, extraños que se encuentran en salas compartidas.

        Con frecuencia, el autor de una obra ya ha hablado a través de ella. Mejor, ella, la obra, se expresa a través de alguien que sólo sirve como un medium. De tal manera que el autor, después, no tiene mucho más que decir acerca de lo que ha hecho, salvo la literalidad ambigua del argumento. Por ejemplo, diga lo que diga el director, las mujeres son cruciales desde el comienzo en Io sono l’amore, tanto en el discurrir normal de la vida en la familia Recchi como en las alteraciones trágicas que ésta va a sufrir.

        El amor aparece más bien como un accidente lujoso, un suplemento excesivo en un mundo en el cual, salvo quizás el cansancio de soportar el peso de un laberinto tradicional, no existía ninguna carencia, ninguna humillación claramente marcada. Todo el mundo tenía su lugar, hasta la dulzura de Edoardo y Betta, hasta la complejidad rusa de Emma. Es el amor, como un virus, el que va a trastocar todo eso.

        Y no es que el amor, cuando aparece, carezca de poesía. Al contrario. Por ejemplo, entre dos mujeres, Betta y su amante, en sus besos de día con un hilo de saliva. También en el ascenso de Emma a la montaña donde vive Antonio, con la lujuria de la naturaleza en verano, el zumbido de insectos, el calor entre ramas y hierba. Vela fugitiva. Regresa. La diferencia de edad, la piel arrugada de ella y su rostro anguloso. Y un corte de pelo que simboliza la vuelta a la libertad. ¿Amores prohibidos en el seno de una familia burguesa? Pero aquí, lo siento, rozamos ya las convenciones.

        A nuestro entender, el director cede al mito alternativo del amor impetuoso, prohibido, pasional. ¿Sentimiento liberador porque es imprevisto? Pero hoy el orden social se basa en estas emociones nuevas del sujeto, sean o no narcisistas. De cualquier manera, la forma en que se presenta el amor, rompiendo la dulzura de la rutina y la fidelidad, es dudosa. Aunque esa no es en absoluto la intención de Guadagnino, en cierto modo el amor aparece como el más innoble de los sentimientos, al servicio del impulso egoísta del ser humano. Ni Emma ni Antonio tienen reparos con su amor en empujar a Edoardo, hijo y amigo, a la familia entera, a una situación insostenible. ¿El amor como disculpa para abandonar la nave común, al servicio del divorcio perpetuo que conviene al narcisismo individual?

        Amenazo con morirme de risa si ahora se me acusa de conservador. Imaginario romántico de nuestro fin de semana industrial, el amor es en todas partes, desde la basura televisiva hasta los best-sellers de la narrativa, el suplemento emotivo que adereza un mundo implacable, de egoísmo subvencionado. El frenesí sexual de las tardes reproduce el frenesí productivo de las mañanas.

        Acelerador de partículas, acelerador de metamorfosis. Emma se enamora de otro «marginado», como ella. Que ella es una marginada en ese entorno, más que el viejo señor Kubelkian, nos enteramos al leer el folleto explicativo. ¿A imitación de Visconti o Antonioni el proletariado se venga de este mundo opulento arrastrando a la pasión a uno de sus intocables miembros?

        La verdad, la película es preciosa. Sólo echamos en falta un final un poco menos tópico, menos moralista, menos sustantivo, con el mensaje en el aire, más acorde al resto de la cinta. Donde lo mejor, insisto, es el titubeo del ser humano mientras no pasa nada, en medio de un amor que apenas tiene objeto.

 

30 de junio, 2010

 

 

Ignacio Castro Rey es filósofo y crítico de arte, autor de libros como «Votos de riqueza» (A. Machado Libros) y «Roxe de sebes» (Noitarenga).

 


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