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AcordeónSi fuésemos centauros

Si fuésemos centauros

Si fuésemos centauros, el mundo, quiero decir la civilización, sería otro, y mejor. Por el tamaño del llamado rey de la creación, por la perfecta combinación de la fuerza y docilidad de la especie caballo y la adecuada inteligencia del género humano, obteniendo dichosa mesura de una activa y vigorosa continuidad en actitud pacífica. Hubiésemos llegado al progreso del que ahora disfrutamos, pero sin los inconvenientes de nuestra ladina figura, siempre presta, por su elástica mutabilidad, a camuflarse en la ejecución del delito, posturas que difícilmente  adoptarían los asentados centauros.

 

Centauros que podrían conducir asiendo un volante, como los hombres, pues tienen brazos y manos, mas manejando, debido a su mayor volumen, carros más grandes y más lentos, produciendo un transporte más pausado. Nuestros afeites podríamos mantenerlos en la “rama centauro”, pero no existiría el diseño desorbitado de mobiliario y accesorios: sofás, sillas, hamacas, somieres, colchones, sillas, banquetas, pubs, etcétera, pudiéndose, eso sí, extenderse la variedad sólo a coloridas jarapas para poder cómodamente descansar, sin mucho más. Viviríamos en espacios muy amplios y no habría, por consiguiente, esa desaforada especulación del suelo encarnada en minúsculos apartamentos.

 

El Congreso de los Diputados, naturalmente, no tendría escaños, y sería como un tranquilo corral de debate. Para cubrir nuestras vergüenzas se tendría que acudir obligatoriamente a faldones unisex para la parte inferior del cuerpo, sin darse ese batiburrillo de faldas, faldas-pantalones, pantalones estrechos, pantalones campanas, pantalones cortos, bermudas, bragas o gayumbos. Para la parte superior del cuerpo, sin embargo, la cosa podría seguir como ahora. Nuestra idónea situación, si fuésemos centauros, consistiría en activar frecuentemente el coloquio, practicando la serena conversación en torno a temas altos, como la exacta definición sobre la forma: “Toda forma es un gesto, una cifra, un enigma”; sobre el misterio de la lírica: “El Enigma es el soplo que hace cantar la lira”; sobre el problema de la mutación de las apariencias: “Ni es la torcaz benigna, ni es el cuerpo protervo: / son formas del Enigma la paloma y el cuervo.” U, observando la Naturaleza, el dar en el clavo sobre la dinámica fisonomía natural: “Naturaleza sabia formas diversas junta, / y cuando tiende al hombre la gran Naturaleza, / el monstruo, siendo el símbolo, se viste de belleza”. De ser centauros, nuestro patrón sería el poeta Rubén Darío. Quirón nuestro profeta.      

 

Si fuéramos centauros, no se daría en esta adelantada sociedad ese excesivo amor a los perros. Para qué. No tendríamos esa combinación de complejos que ha llevado al hombre a esos equívocos y desmesurados afectos hacia el perro. Precisamente, el lúcido poeta manchego Ángel Crespo, no centauro, sentenciaba: “A los hombres, dos cosas nos reprochará el futuro: el haber inventado los ascensores herméticos y ese excesivo amor a los perros”. En cuanto al ascensor, como centauros tan sólo aguantaríamos espaciosos montacargas bien ventilados. Y esto Crespo se lo decía a un idealizado centauro, durante la soñada transición hombre-centauro, en una difuminada antigüedad. ¡Qué diría ahora! Y conste que Ángel Crespo sentía un sincero afecto hacia los cánidos, aceptando su compañía en una justa medida, la que establecía el mutuo respeto entre animal y hombre y viceversa en el entorno rural de antaño.

 

¿Qué es lo que realmente origina ese patético encariñamiento actual con los perros, exagerada y ridículamente practicado en las urbes? ¿Esa desmesurada consideración afectiva oculta graves odios latentes? ¿Qué justifica tal conducta? Que haya playas, acotadas, donde se permita la presencia de perros, tiene un pase. Pero es difícilmente asumible, para muchos, que el gobernante autorice que los canes puedan viajar en algunos vagones de metro, ya que tendrán que compartir con los humanos, cosa imposible de compartir con los centauros, los tornos de entrada, lanzando los molestos ladridos además de dejar las mierdas que algunos dueños se abstengan de retirar. ¡Hasta qué punto la avanzada civilización ha llegado, pudiéndose presenciar la ridícula estampa en la que el hombre se humilla agachándose a recoger con sus propias manos la caca de los perros!

 

Todo esto está rodeado de una capa de perversión; la perversión de crear y fomentar razas asesinas que los dueños pueden poseer, si están chalados, como sofisticadas y legales armas. La raíz del problema está en la tonta veneración que ha adoptado, con respecto a los perros, esta tan en ocasiones absurda sociedad occidental al humanizarlos, derivada de terribles carencias. Cuenta uno que una vez, en una gran avenida de París, se topó con un tipo que, saliendo de una tienda, tropezaba con un perro que estaba en tó el medio. El gabacho, en lugar de exclamar: ¡Joder, perro, quítate de ahí!, o como se diga en francés, se agachó y se disculpó rastreramente con el can.

 

Hace muy poco, en el suplemento dominical de un afamado diario, un articulista explicaba los beneficiosos tratamientos psicológicos recibidos por su perro, dotado el pobre de una personalidad inadaptada; perro al que ahora se puede aplicar un servicio de peluquería, de odontología, de psiquiatría o de provechoso asesoramiento jurídico. Alguien aventuraba, medio en chanza, que veríamos pronto a los perros en el cine, en el teatro, en los restaurantes que frecuentamos. Los muy perrunos pretenderán que vayan por las calles, tengan el tamaño que tengan, sin el cuidado de la correa. Pues bien, en una sala, a propósito de proyectar una película de mimos caninos, ya se permite la entrada a las mascotas. Quizá no se conozca mejor aforismo que defina este preocupante estado de cosas que la sentencia de Jean-Paul Sartre: “Quien quiere demasiado a los niños y a los perros, los quiere contra los hombres”.

 

Si fuéramos centauros no se mostraría esa insolidaridad manifestada en lo miserable de asegurarse un sitio en la playa. Ha sido noticia el pasado verano. Los abuelos, padres o suegros, se levantan temprano, poco después de amanecer, se dirigen a la orilla del mar y clavan la sombrilla en primera línea, ocupando descaradamente el codiciado espacio sin usarlo debidamente, aunque luego toda la parentela se presente después de la canícula. Es como si cualquiera, gustándole la sombra en la que se sitúa un banco público de un parque, se levantara al alba, pusiera un bolso viejo en el asiento e impidiera sentarse a los demás, anhelantes de esa preciosa sombra en la que el impedido banco se ubica. Los ayuntamientos han hecho bien en amenazar con multa al que clave la sombrilla en la playa con esas tan egoístas intenciones.

 

Los centauros, sobrios, en primer lugar no necesitarían sombrillas. Con eficaces sombreros de ala ancha o vistosas pamelas se bastarían cuando reposen en la arena. No necesitando cremas protectoras de la hiriente pujanza del sol, ya que su piel difiere grandemente de la del huérfano humano en tantas cosas.

 

Otro padecimiento que no soportaría la sensibilidad de una hipotética sociedad dominada por los centauros, sería asistir a esa gran invasión de ciclistas en la que enferma la actual sociedad. Es tanto el dudoso, pero imperante, prestigio de los que van en bicicleta, tan monos en su atinada indumentaria, con su casco y sus plásticos complementos, que muchos ayuntamientos han establecido carriles-bici hasta en las aceras, acogotando el paso del peatón. Ocupa el aluvión de ciclistas, desdeñando el arcén, muchas veces el carril destinado a los coches. Y cruzan, indebidamente montados, los pasos de cebra, cuando deberían pasarlos a pie, arrastrando la bicicleta, ya que pedaleando son vehículos y no peatones. Las bicicletas poseían una mayor dignidad antes, cuando eran usadas, además de por los deportistas profesionales, por el trabajador que aliviaba las distancias subiéndose a ellas con su vestimenta normal, prendiendo graciosamente unas pinzas en las perneras del pantalón para no trastabillarse con los pedales; además de estos usuarios, algunos chicos, señoritas y los niños, propiciando el sano ejercicio en las actividades de sus recreos. Para los centauros sería muy engorroso poseer bicicletas, que reclamarían grandes sillines para posar sus traseros pomposos, dos juegos de pedales y un tamaño desmesurado de su estructura. No se podrían poner esos ceñidos culottes de moda, y si al centauro y a la centáuride les diese por tener un tándem, más parecería que fuesen montados en una vagoneta de tren.

 

No sé bien, exactamente, en cuántas cosas diferiría una sociedad de centauros respecto a la tan consabida de los hombres. Religiosamente, los centauros serían paganos; la mitad de su constitución pertenece a la morfología equina, constituyendo una ofrenda al caballo totémico, animal que, sabedor de la naturaleza plural de la que forma parte, no podría ser cristiano nunca.

 

En ese deseado futuro que estamos proponiendo, los centauros, al menos, se sonreirían de esa desmesurada benevolencia otorgada a las acciones del Papa Francisco en los albores del siglo XXI. Que Francisco entonces cayese bien en general era indudable y justificado en la mentalidad de los hombres de aquel tiempo. Con grados, que iban de lo eufórico a lo escéptico, la verdad es que Francisco caía bien. Por sus dádivas anecdóticas y mediáticas, por sus palabras encuadradas en un ingenio y simulación propios del modo de discursear característico de la mentalidad jesuítica, orden a la que él pertenecía, además de ser argentino, partícipe de una muy lanzada cháchara, tan propia de ese país hispanoamericano. Chocante les resultaría a nuestros centauros que a un pontífice tan conservador, y tan dogmático como el que más, tal lo fue Francisco, se le considerase, osadamente, revolucionario por sus declaraciones subsidiarias y no fundamentales para cambiar el curso de las cosas.           

 

 

 

Amador Palacios (Albacete, 1954) es poeta, ensayista y traductor. Como traductor ha puesto en español la poesía de Cesário Verde, Camilo Pesanha, Lêdo Ivo y Vinicius de Moraes, entre otros poetas portugueses y brasileños. Estudioso del movimiento vanguardista el Postismo, es biógrafo de Ángel Crespo y Gabino-Alejandro Carriedo. En la actualidad ultima una biografía del poeta Dionisio Cañas. Crítico y columnista del suplemento ‘Artes & Letras’ del diario ABC en su edición castellano-manchega, en la que Alfonso González-Calero publicó esta reseña de La flor del humo. Es miembro del consejo asesor de la Fundación Carlos Edmundo de Ory y académico de la Real Academia Conquense de Artes y Letras. En FronteraD ha publicado Sobre ateísmo, sobre religiosidad, sobre CristoAutobiografía apócrifa de Gabino-Alejandro Carriedo. Dentro de la poesía comprometida.

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