Siesta

 

Es ahora temporada de ellas, como de las cerezas. Se atiborra uno de arroces en la comida, dejándose llevar, y acaba postrado entre sábanas quejándose dulcemente. Yo la practico en profundidad, y en ocasiones, cuando la tarde no exige otra cosa, me santiguo de rodillas en la cama con el esquijama puesto y llamo a mis padres para despedirme. Entro en el sueño mientras gestiono una manola pausada en duermevela pensando en alguna mujer de robustez gallega, que son las que le dejan a uno baldado, y entrecierro los ojos perezosamente cuando llega la venida, que dejo morir entre el pulgar y el índice. A veces me levanto con la sensación de que habrá en mi vida un antes y un después de esa siesta, pues no tengo constancia ya no sólo del tiempo y el espacio, sino de mi propia persona, y me dirijo hacia un espejo con la boca reseca mientras me palpo los sudores del pecho como un herido de guerra. Los antiguos se sentaban en la mecedora con una moneda de plata en la mano, y cuando el sueño les iba venciendo la dejaban caer sobre una bandeja para despertarlos. Cela hacía las siestas de pijama, padrenuestro y orinal porque pertenecía a la escuela tremendista, que fue en la que se inscribió su vida blasonada y augusta. La ciencia aconseja siestas de media hora porque repara el espíritu, pero a mí siempre me ha parecido una exageración, como lo de la belleza del vino en las comidas y así otras. Hay días en que si tuviese mecedora y moneda haría lo de entonces, porque uno necesita a veces desmayarse durante segundos para recuperar el ánimo, un poco al estilo Fraga. Así subía las montañas un ciclista no muy lejano, Zenon Jaskula, del que se decía que hacía la goma: entraba y salía del grupete, en un ir y venir que hasta tenía un algo de ternura. Los veranos suelen ser épocas de grandes y fastuosas siestas. En 1634, en Willemstad (Curazao), en las Antillas holandesas, un hombre llamado Andruw Jeenen se acostó después de comer y se levantó siete meses después a punto de morir de hambre. En algún momento de su obra Umbral escribió: “La gran siesta española empezó hace unos tres o cuatro siglos, en el XVII, cuando los reyes y los cortesanos y los escribanos (que no los escritores), decidieron echarse la siesta, nada, sólo un momento, una cabezada, y se les pasaron trescientos años, como al fraile aquel”. Y en el verano de los bares de Pontevedra, como de los bares del mundo, sale la retransmisión del Tour de Francia en alguna de sus etapas llanas y el señor que ha llenado el estómago y achica el carajillo, de descuidarse en la propia barra, se expone al abanico.

Salir de la versión móvil