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Siete consejos de Charles Simic a los jóvenes poetas

“Buenos días, Mr. Simic. ¿Ha pasado una buena noche?”.

“Sí, gracias. He dormido relativamente bien”.

Charles Simic ha escrito mucho sobre el insomnio que padece desde hace años. Me explica que no le cuesta conciliar el sueño. Su problema es que se despierta poco tiempo de después de haberse dormido y ya no logra volver a dormirse.

“El caso es que la noche pasada cuando llegué a mi cuarto me puse a leer en mi teléfono con conexión a internet los periódicos de mi país. Terribles noticias. Se está discutiendo en las cámaras el presupuesto nacional y todo indica que se recortarán aún más los beneficios sociales. Es absurdo, quieren que los que tienen menos recursos, una parte creciente de la población, continúen apretándose el cinturón cada vez más. Después de los sucesivos rescates financieros que hemos pagado todos, después de tantas esperanzas como teníamos en Obama, entre cuyos votantes me incluyo, para que al menos cambiase en algo la tendencia, nos encontramos con que el futuro será aún peor. Además, leía que se ha producido otro terremoto en Japón, que la OTAN se niega a pedir disculpas a los rebeldes libios por haberles bombardeado (!)… Antes de apagar las luces, pensando en todo esto, le dije a mi mujer: ‘Helen, creo que el mundo está muy ¡pero que muy jodido!’. Así que, a diferencia de lo que suele ser habitual, me costó conciliar el sueño”, dice Simic sonriendo.

Simic sonríe a menudo mientras habla. A veces parece que lo hace como sorprendido de sus propios comentarios irónicos. En otras ocasiones sonríe para aligerar el tono de una afirmación apenas pronunciada que le resulta demasiado contundente, demasiado perfecta y filosófica para ser cierta.

Faltaban unos diez minutos para las nueve de la mañana cuando me encuentro con Charles Simic en la entrada del hotel de Córdoba en el que se hospeda. Durante estos días, del 6 al 10 de abril de 2011, se está celebrando el festival de poesía Cosmopoética y Simic es uno de los poetas invitados. La organización del festival ha programado para esta mañana una visita guiada a la Mezquita. También se recorrerá el centro histórico de la ciudad para conocer algunos de los patios cordobeses más pintorescos. La tarde anterior Simic me había propuesto conversar mientras se realizaba la visita. La agenda del poeta durante todo el festival ha sido apretada, llena de entrevistas para los medios locales y nacionales y de actos y recitales a los que ha acudido como participante o como público.

Mientras esperamos a que el resto de los inscritos para la visita guiada, incluida la mujer de Simic, se congreguen a las puertas del hotel, le comento a Simic que desde hace unos días estoy leyendo algunos de sus ensayos literarios. Simic ha escrito sobre algunos de sus compañeros de generación más importantes –poetas norteamericanos como John Ashbery, James Merrill, Mark Strand o W. S. Merwin- y sobre poetas rusos y de la Europa Central como Brodsky, Herbert, Miłosz o Vasko Popa. Su labor como traductor de poesía serbia ha permitido conocer en Estados Unidos a muchos poetas que, de otro modo, serían desconocidos o habrían tardado más tiempo en ser traducidos y apreciados fuera de su país. Le digo que una de las cosas que más me gustan de sus ensayos es que no se limita a transcribir unos pocos versos del poema que comenta, sino que ofrece el poema completo. De este modo, sus libros de ensayos son al mismo tiempo pequeñas antologías poéticas. Simic me dice que no le gustan ni los ensayos ni las reseñas que se limitan a reproducir sólo unos pocos versos de los poemas, usados casi siempre además para reforzar la opinión del crítico. “Lo mejor es copiar el poema entero, ya decidirá el lector quién tiene razón, si el crítico o el poeta”, comenta Simic sonriendo con ironía.

Hace unos años, Charles Simic escribió una lista de siete consejos destinados a los jóvenes poetas. Esos consejos constituyen además una buena definición de la poesía de Simic.

El primero de los consejos decía: “No les cuentes a los lectores lo que ya saben sobre la vida”.

Para ejemplificar este consejo con un poema de Simic, creo que se podría elegir un poema en prosa de su libro El mundo no se acaba y otros poemas que, en mi opinión, ejemplifica el primero de los consejos: el poeta trabaja con escenarios y objetos cotidianos que sin embargo significan otra cosa.

 

“En un bosque de interrogantes no eras mayor que un asterisco.

¡Ah, la estación de las lloviznas! Alguien hizo sonar el cuerno de caza.

El diccionario decía que tú eras un signo que indicaba una omisión; luego cambiaba de tema bruscamente y hablaba de “asterismos”,

lo cual se supone que tiene que ver con cristales que muestran

una figura luminosa semejante a una estrella. No te creíste ni una palabra.

     Los interrogantes tenían dedicatorias de amor grabadas en sus troncos,

así no mirarías hacia arriba y no te fijarías en las cuerdas.

Cuerdas grasientas con lazos corredizos para niños”.

 

El mundo no se acaba y otros poemas recibió en 1990 el premio Pulitzer. Las dos terceras partes del libro son poemas en prosa. Es tal vez la obra más libre de Simic y la más representativa de su creación poética.

“Es uno de mis libros preferidos”, me dice Simic mientras caminamos hacia la Mezquita. “Nunca tuve intención de escribir ese libro. A lo largo de los años fueron acumulándose en mis cuadernos de notas entradas escritas en diferentes momentos que, en un principio, no guardaban relación entre sí”.

Para Simic un poema en prosa es el resultado de dos impulsos contradictorios, la escritura en prosa y la escritura de un poema, que en teoría no pueden conciliarse. Y, sin embargo, el poema en prosa existe y constituye uno de los medios más significativos a disposición de un poeta para cuadrar el círculo entre géneros. Los poemas en prosa suelen suponer también todo un desafío para los lectores mediocres que clasifican el arte literario según definiciones de géneros limitadas, que se relacionan entre sí como compartimentos estancos: es decir, no relacionándose en absoluto.

En los fragmentos en prosa que forman El mundo no se acaba aparecen muchas de las obsesiones de Simic. La principal tal vez sea nuestra dificultad para asumir el pasado y el presente mediante un discurso lógico. En muchos casos, las imágenes empleadas por el poeta juegan con las ganas del lector de encontrarles una utilidad antes de desintegrarse con una reverencia burlesca:

“Las cosas no eran tan negras como algunos las pintaban. Había un bello niño vestido de negro y jugaba con dos manzanas negras. O era una chica. Fuera lo que fuera, tenía unos pequeños dientes blancos. El paisaje al que daba su ventaba había sido oscurecido con un brochazo  de pintura pesado y tosco. Todo era muy teológico, salvo cuando el niño sacó su lengua roja”.

En un par de los poemas en prosa, el poeta entabla un diálogo con Friedrich Nietzsche. Simic me confiesa que cuando lee filosofía le interesa sobre todo recolectar estados de ánimo. En ambos poemas en prosa también podría decirse que Nietszche se convierte en un personaje más de la galería de personajes excéntricos que habitan en los poemas de Simic:

 

“Querido Friedrich, el mundo todavía es falso, cruel y bello…

Antes, esta noche, observé al lavandero chino, que no lee ni escribe en nuestra lengua, pasar las páginas de un libro que se dejó un cliente sin prisas. Me hizo sentir feliz. Yo quería que fuese un libro de ensueños, o un tomo de versos tontamente sentimentales, pero no lo vi de cerca.

Ahora es casi medianoche, y todavía hay luz. Tiene una hija que le trae la cena, que lleva faldas cortas y anda a zancadas. Ella se retrasa, se retrasa mucho, por eso él ha dejado de planchar y mira a la calle.

Si no fuera por nosotros dos, allí sólo habría arañas tendiendo sus redes entre las farolas de la calle y los árboles oscuros”.

 

Hace un día soleado. Mientras atravesamos el puente romano sobre el río Guadalquivir que da acceso al centro histórico de Córdoba Simic me explica la importancia que tiene la imaginación no sólo en su obra sino también en el modo de entender cuanto le rodea.

“Soy partidario de que la imaginación participe en tu visión del mundo, y por eso dejo que me ayude a escribir mis poemas. Puedes mirar el mundo con los ojos abiertos. Y puedes mirar el mundo con los ojos cerrados. Esos modos de ver el mundo te proporcionan miradas distintas pero, en mi opinión, complementarias. La realidad es demasiado compleja para abarcarla sólo a través de su descripción objetiva”.

En otras palabras, no sólo somos lo que hemos vivido sino también lo que hemos imaginado –soñado o sentido- que somos. Si nos detenemos a pensar en los momentos que han sido importantes para nosotros a lo largo de nuestra vida, comprobaremos que los estratos geológicos de nuestras vivencias se han sedimentado en nuestra memoria en formaciones no homogéneas de datos objetivos y percepciones subjetivas. En El mundo no se acaba, Simic fotografía escenas que su memoria conserva a pesar de que tuvieron lugar. Son ejemplos de cómo trabaja la memoria en sus niveles más profundos, cercanos al surrealismo, cuando la subjetividad aliada con la imaginación lo deforma todo para explicarlo todo de un modo más preciso:

 

“Todos saben lo que nos sucedió a mí y el Dr. Freud”, dice mi abuelo.

“Nos gustaba el mismo par de zapatos negros en el escaparate de la misma zapatería. La tienda, por desgracia, estaba siempre cerrada. Había un cartel: DEFUNCIÓN DE UN FAMILIAR o VOLVEREMOS DESPUÉS DE COMER, pero no importaba cuanto esperase, nadie venía a abrir.

“Una vez sorprendí al Dr. Freud allí admirando sin pudor los zapatos. Nos miramos enfadados el uno al otro antes de que siguiéramos nuestros propios caminos, para nunca más volvernos a encontrar”.

 

El cuarto consejo que Simic ofreció a los poetas jóvenes tiene que ver con la construcción de un discurso poético propio que prescinda de los discursos elaborados y se construya sobre imágenes y metáforas: “El uso de imágenes, símiles y metáforas aporta concisión a los poemas. Cierra tus ojos y deja que tu imaginación te diga qué hacer”.

Hojeando la obra de Simic encuentro el siguiente poema que, creo, ejemplifica lo contenido en ese cuarto consejo:

 

HACIENDO EL CUERVO

 

¿Estás autorizado a hablar

en nombre de los árboles desnudos?

¿Eres capaz de explicar

lo que pretende el viento

con la camisa y el camisón

abandonados en la lavandería?

¿Qué sabes tú de las nubes negras?

¿Y de los estanques repletos de hojas muertas?

¿De coches antiguos oxidándose en la entrada?

¿Quién te ha dado permiso

para mirar la lata de cerveza en la cuneta?

¿Y la cruz blanca junto a la carretera?

¿El columpio en el jardín de las viudas?

Pregúntate a ti mismo si las palabras bastan

o si sería mejor agitar tus alas

de árbol en árbol

y seguir haciendo el cuervo.

 

Simic cree que el éxito comunicativo de las imágenes y metáforas sobre las que el poeta construye su poema no depende completamente del autor.

“Los poetas pueden no comprender del todo sus propias imágenes y metáforas. No considero que esto sea un problema”, me dice Simic. Hablamos de su lectura constante del folclore serbio y de los nativos americanos. Me explica que durante un tiempo se dedicó a anotar las imágenes de corte surrealista más sorprendentes que encontraba en las profecías, los sueños y los cantos de nuestros ancestros. “Poseían una gran riqueza expresiva. Lo lógico y lo irracional formaban parte de su modo de ver y de expresar el mundo”, comenta Simic. Menciona a uno de sus maestros, el poeta serbio Vasko Popa, que también buceó en el folclore serbio para enriquecer su estilo. Una adivinanza o un conjuro pueden decirnos tanto acerca del mundo como el aforismo de un moralista francés.

Otro de los principios poéticos de Simic es la concisión. La mayoría de los poemas de Simic no son muy largos. Simic me comenta que la concisión expresiva, además de ser uno de sus principios, es el resultado natural del trabajo de corrección que realiza habitualmente sobre los borradores.

“Lo más frecuente, cuando termino de corregir un poema, es que el número de versos se reduzca. Además, suele ocurrirme que meses después de haber publicado un poema –cuando lo releo por ejemplo con motivo de un recital- siga detectando versos que podrían suprimirse o, al menos, reformularse para hacerlos más concisos”, comenta Simic.

No es de extrañar, por tanto, que el consejo número tres que les da a los jóvenes poetas tenga que ver con la economía expresiva: “Algunos de los más grandes poemas que se han escrito son sonetos o poemas con no muchos más versos, así que no escribas más de lo necesario”.

Mientras hablo con Simic pienso en uno de sus poemas más breves:

 

  LA VOZ A LAS TRES DE LA MADRUGADA

 

  ¿Quién ha puesto risas enlatadas

  en la escena de mi crucifixión?

 

Es uno de los poemas más perturbadores de Simic. Uno de los momentos destacados en sus recitales. Simic no recuerda cuántos recitales ha podido dar al cabo de su vida. Cientos. Dice que le gustan. Ha dado ya uno en Cosmopoética y participará también en el recital de clausura. La próxima semana viajará a Madrid donde impartirá una charla y ofrecerá  una lectura en la Residencia de Estudiantes, los último actos de su estancia en España, país en el que nunca había estado.

“Como te comentaba antes, algunos poemas han sufrido correcciones tras haber pasado la prueba de ser recitados en voz alta. Correcciones que no tienen que ver sólo con reducir el número de versos, claro. No existe eco mejor para comprobar la musicalidad del poema que el proporcionado por un recital. Se escuchan los poemas en voz alta semanas o tal vez meses después de haberlos escrito. Durante el proceso de corrección uno está demasiado cerca y demasiado dentro del poema y algunas de las cacofonías no le suenan tan mal”.

Simic dice que, en algunos casos, tras meses de búsqueda de un solución rítmica y expresiva, sólo ha logrado encontrarla tras haberlo recitado el borrador casi definitivo de un poema ante un auditorio. Obviamente, ese trabajo de sonoridad no sólo se puede comprobar en un recital, lo importante, como señala Simic en su quinto consejo a los jóvenes poetas, es que esa prueba de resistencia estructural de un poema se lleve a cabo en voz alta: “Recita las palabras que has escrito en voz alta para decidir qué palabra será la siguiente”.

También recomienda a los jóvenes poetas en su consejo número seis que no acepten todo lo que su “inspiración” les dicte en esos inexplicables momentos de fluidez mental en los que puede llegar a sentirse que uno se limita a transcribir un poema “perfecto”: “Lo que estás escribiendo es un borrador al que necesitarás realizar pequeños ajustes, tal vez durante meses, e incluso durante años”.

En ocasiones, esos ajustes no son tan pequeños. Simic me recuerda la anécdota que cuenta en sus memorias, tituladas Una mosca en la sopa, publicadas hace unos meses en España por la editorial Vaso Roto.

En el invierno de 1962, Simic se encontraba sirviendo en el Ejército americano, destinado en un cuartel situado a las afueras de un pequeño pueblo francés. Le había pedido a su padre que le enviara desde Estados Unidos una carpeta donde guardaba todos sus poemas escritos hasta entonces. La misma noche en la que le llegó la carpeta se sentó en su catre y se puso a leer. El resto de sus compañeros de barracón sacaban brillo a los zapatos, jugaban a las cartas o escuchaban la radio mientras él leía su poesía completa.

“Quizá al haber permanecido tanto tiempo apartado de ellos y al encontrarme en unas circunstancias tan distintas pude juzgarlos con claridad. Reconocí las influencias obvias y los errores de estilo. Había unas doscientas páginas. Las hice pedazos rápidamente y las tiré a la basura. Me avergonzaba de esos poemas. Quería escribir poesía, pero no como esa”, señala Simic en sus memorias.

“Sí, podríamos decir que aquella decisión implicó una seria de ajustes bastante drásticos en mi poesía completa”, bromea Simic.

Unos días después de nuestra conversación en Córdoba, durante la charla que mantuvo con el poeta Luis Muñoz sobre sus memorias en la Residencia de Estudiantes, Simic amplió el relato de esta anécdota. Al parecer, aquella noche tras romper sus poemas y haberlos arrojado a la basura, regresó al barracón, se metió de nuevo en su catre y trató de dormir. Pero no pudo. Volvió a salir al patio del cuartel, se acercó al cubo de la basura y rompió los ya rotos papeles con sus poemas en pedazos más pequeños.

“Sólo entonces pude conciliar el sueño”, confesó antes una carcajada.

Años más tarde, un viejo amigo llamó a Simic para decirle que había encontrado en un cajón unos viejos poemas firmados por él. Simic cuenta que la mayor parte de esos poemas eran los mismos que había roto años atrás, mientras realizaba el servicio militar en Europa. “Volví a leerlos y encontré algunos versos aquí y allá. Tal vez no debería haberlos destruido con tanta saña, pensé”, comenta Simic terminando la anécdota y riéndose de nuevo.

En sus memorias, Simic se ocupa sobre todo de sus primeras tres décadas de vida. Las décadas de su formación como ciudadano y como artista. Su primera vocación fue la pintura, que abandonó cuando comprendió que no tenía el talento suficiente, volcando todo su esfuerzo y creatividad en la poesía. Escribe sobre sus primeros recuerdos infantiles, relacionados todos con la Segunda Guerra Mundial. Simic nació en Belgrado en 1938. Al terminar la guerra, su padre emigró para buscarse la vida fuera de Serbia. La familia no se reuniría con él hasta años más tarde, cuando la madre, el hermano Simic y el propio Charles viajaron a los Estados Unidos para reunirse con el cabeza de familia tras haber pasado unos cuantos meses refugiados en París.

A pesar de todas las dificultades, Simic no recuerda su infancia con acritud. Al contrario, trata muchos de sus episodios biográficos con bastante sentido del humor. Como cuando afirma –al recordar, la guerra, el exilio en Francia y su posterior llegada como emigrante a los Estados Unidos- que en aquella época Hitler y Stalin fueron sus agentes de viajes.

“No supongas que eres el único que sufre en el mundo”, escribe Simic en su segundo consejo a los jóvenes poetas.

En algunos de sus poemas se puede entrever todo el horror que se vivió en Europa durante los años de la Segunda Guerra Mundial y la posguerra. Pero siempre con ese tono, entre resignado y lúcido, con el que Simic parece contemplar las cosas negativas de esta vida.

 

GUERRA

El dedo tembloroso de una mujer

recorre la lista de bajas

en la tarde de la primera nevada.

 

La casa es fría y la lista es larga.

 

Todos nuestros nombres están incluidos.

 

“A estas alturas de siglo la historia de mi vida”, escribe Simic en el primer párrafo de sus memorias, “no parece tener nada de particular. Son tantas las personas desplazadas, tan dispares los destinos individuales y colectivos que han tenido que afrontar que sinceramente resulta imposible, para mí o para cualquier otro, afirmar que alguien posee un estatus especial en virtud de su condición de víctima. Sobre todo si se tiene en cuenta que lo que me sucedió a mí hace cincuenta años sigue ocurriendo en la actualidad en Ruanda, en Bosnia, en Afganistán, en Kosovo, entre los kurdos, humillados hasta la saciedad, y en muchos otros lugares. Cincuenta años atrás eran el fascismo y el comunismo los que amargaban la vida a la gente. Ahora son el nacionalismo y el fundamentalismo”

En otro de sus libros, Simic ha escrito:  “Una de las ventajas de haber crecido en un lugar donde uno podía ver hombres ahorcados en los postes de las farolas mientras iba camino de la escuela es que procuras quejarte lo menos posible de la vida conforme te vas haciendo mayor”.

En relación con lo anterior, le pregunto a Simic si el sentido del humor es una de las alternativas con las que contamos a la hora de observar cuanto nos rodea, y para observarnos a nosotros mismos, para evitar caer en la auto compasión.

“El sentido del humor es muy importante para mí, así que me parece lógico que esta preferencia se muestre en mis poemas. En varias ocasiones he escuchado que en Estados Unidos no hay buenos poetas con sentido del humor. No es cierto. Tenemos por ejemplo a James Tate, un espléndido poeta y un buen amigo. Gran parte de su poesía es de carácter humorístico”, afirma Simic. Añadiendo que muchos lectores, incluidos aquellos que suelen leer poesía, consideran el sentido del humor como algo incompatible no ya con la buena poesía, sino incluso con la poesía como género.

“Recuerdo una anécdota que puede ejemplificar este prejuicio. Acudí a un recital de James Tate y pude comprobar cómo la gente reía a mandíbula batiente. Al salir del recital, escuché una conversación entre un hombre y una mujer. ‘Ha sido estupendo’, le dijo ella. ‘Oh, sí, muy bueno’, dijo él. ‘Aunque, supongo que sabes que eso no es poesía, ¿no?’, cuenta Simic sin poder evitar una sonrisa. “Es una lástima que haya gente que crea que sólo se encuentra ante buena poesía cuando lee poemas en los que el autor lamenta lo desgraciado que es, qué fuerte es su amor no correspondido, etcétera. Cuando pienso en ese tipo de lectores, siempre me viene a la mente una cita de Tate que me gusta repetir: ‘Es una historia trágica, y por eso es tan divertida’”.

Cuando salimos de uno de los patios cordobeses que hemos visitado, Simic y su mujer deciden regresar al hotel. Faltan aún un par de horas para la hora de comer y quieren descansar un rato.

Los Simic se orientan ya con bastante soltura a través de la red de callejuelas del centro histórico de Córdoba. Dicen que han recorrido la ciudad en varias ocasiones durante los últimos días disfrutando de su belleza y del clima soleado. Cuando abandonaron su casa de New Hampshire hace apenas menos de una semana, aún se veían restos de nieve en los campos.

La mujer de Simic, Helen, me dice que en New Hampshire llevan una vida tranquila. Tal vez demasiado, aunque tiene sus ventajas. Fue el lugar perfecto para criar a sus hijos y ahora ya se han acostumbrado a contemplar el paso de las estaciones desde su casa de campo situada a la orilla de un lago. Helen reconoce, sin embargo, que no termina de acostumbrarse a tener que depender del coche para todo. Nada que ver con Nueva York, la ciudad favorita de ambos, en la que poseen un casa y que visitan siempre que pueden.

Incluso antes de llegar al país siendo un niño, los Estados Unidos en general y Nueva York en concreto eran para Simic la patria del cine más notable y de la música blues y jazz, que aún escucha con pasión. Hablamos de Armstrong, de las grandes big bands, como de la Count Basie o Duke Ellington. También de bluesmen primitivos como Robert Johnson o Charlie Patton. Muchas noches de su juventud, cuando era un pintor bohemio escaso de efectivo, transcurrieron en los clubes neoyorkinos donde tocaban las grandes figuras del bebop, como Thelonious Monk.

Algunos poemas de Simic parecen compuestos como canciones bop, reinterpretaciones de viejas tonadas estándars con un lenguaje completamente nuevo que, sin embargo, no olvida de dónde viene y qué pretende expresar. Le pregunto hasta qué punto cree que el jazz ha influido en su escritura. Simic me dice que seguramente le haya influido, aunque no sabría decir hasta qué punto y en qué modo.

En su séptimo consejo a los jóvenes poetas, Simic escribió: “Recuerda que al escribir un poema estás construyendo una máquina del tiempo, un vehículo que permitirá a otros viajar por su propia mente, así que no te sorprendas si no te resulta fácil lograr que todas las piezas de ese mecanismo funcionen correctamente”.

En sus memorias recuerda las dificultades que tuvo que afrontar cuando era joven mientras intentaba encontrar una voz propia: “Mis poemas se publicaban a un ritmo muy lento. Todos los días encontraba en el buzón una nota de rechazo. Recuerdo que en una de ellas el editor me envió una nota personal que decía así: ‘Querido señor Simic, es obvio que es usted un joven inteligente. ¿Por qué pierde el tiempo escribiendo sobre cerdos y cucarachas?’”.

“El poema que me gustaría escribir es un imposible. Un piedra que flote en el agua”, ha escrito Simic. Le pregunto al poeta norteamericano si tras varias décadas de oficio se siente más seguro a la hora de escribir un poema, si cree que los años de práctica le permiten controlar los resortes que permiten lograr un buen resultado. “No creo que en este sentido sea muy distinto a otros creadores, el oficio puede ayudar a sentirse menos inseguro, pero es una especie de engaño que creemos para no reconocer que nada de lo que hayas escrito antes te puede ayudar a escribir un siguiente poema que sea tan bueno como pretendes”, comenta Simic.  Le digo a Simic que recuerdo haber leído un frase suya en la que decía que cuando escribe pretende crear algo que aún no existe pero que tras su creación parezca haber existido siempre. “¿He escrito yo eso”, pregunta Simic y suelta una carcajada. “Bueno, si escribí eso, tal vez se podría considerar de mal gusto si me contradijera, ¿no?”, concluye con una sonrisa.

 

 

En el texto se reproducen textos de las siguientes ediciones españolas de la obra de Charles Simic: El mundo no se acaba y otros poemas (Editorial DVD, 1999), traducido por el poeta Mario Lucarda; La voz a las tres de la madrugada (Editorial DVD, 2009), antología poética traducida por el poeta Martín López-Vega; y las memorias de Charles Simic tituladas Una mosca en la sopa (Editorial Vaso Roto, 2010), traducidas por  Jaime Blasco. En 2004 la editora del Ayuntamiento de Lucena publicó una antología de Simic traducida por el poeta Jordi Doce.

 

 

 

Lino González Veiguela es periodista. Sus artículos más recientes en FronteraD han sido La edad de oro del cinismo, Los jóvenes saharauis reclaman acciones concretas, Vivian Maier: balada fotográfica de un corazón solitario y Patrice Lumumba: 50 años del magnicidio neocolonial.

 

 


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