Mientras esperaba a que el café enfriara –porque en el Iacobus Pepe los pone tan calientes como crujiente el pan tostado– aproveché para leer una de las crónicas de Gaziel en la Primera Guerra Mundial que recopila En las trincheras. «El lúgubre entierro era el primer signo de vida que veíamos circular por sus calles». De repente en la lectura interfirió la conversación cercana del camarero con una clienta –ancha, unos cuarenta años– que se disponía a pagar. Al darle el cambio, él se interesó por la salud de un conocido común. Cáncer de pulmón. Y tuve que cerrar el libro. El pronóstico no pinta bien. La conversación terminó de repente – «hasta mañana» – como si la dosis de penas tempraneras estuviera ya saciada. Caminé hacia la Alameda, acurrucada por un viento de finales de agosto en Santiago. Escuchaba Silencio Blanco. Y la marcha bien servía para el sepelio de Los muertos humildes, que reanudé. Leí la siguiente pieza: La manufactura nacional de Châtellerault. Las líneas avanzaban entre cornetas y tambores. Por primera vez, cuando recibí la fotografía, el comentario estaba escrito. ¿Se permite?