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Silencios perplejos

 

 

 

Ya es triste mirar al cielo / y ver un inmenso ano activo

José Luis Jover

 

1.

 

Jorge es un hombre neutral, ni pasivo ni agresivo, de quien se nos documenta su vida en una suerte de frialdad distante, en una tercera persona desapegada y rutinaria.

 

La historia –mínima- que cuenta el escritor colombiano Antonio García Ángel en Declive (Random House, 2016) me hizo pensar mucho en Cartas clandestinas de un cartero casi enamorado (Caballo de Troya, 2006), de Pablo Caballero.

 

En ambos casos se trata de hombres solitarios que casi buscan el amor.

 

Con trabajos repetitivos, anodinos (cartero en el caso de Pablo Caballero y trabajador de un call center en el caso de Antonio García Ángel).

 

La de Caballero sucede en Madrid y la de García Ángel en Bogotá. Median 11 años de diferencia entre ambas narraciones. Pero ambas son testimonio de un mismo –y contemporáneo- mal precario.

 

El protagonista de Cartas clandestinas mitiga su desazón con la escritura de cartas y un diario; el protagonista de Declive halla su parnaso en las narrativas audiovisuales que pululan en los tiempos muertos de la novela y que aparecen por televisores repartidos por doquier (talk shows, documentales inverosímiles, filmes fantasiosos, etc).

 

Y es que ambas narraciones están llenas de silencios perplejos y de una inquietante movilidad circular que no conduce a nada. En ambas novelas sus protagonistas gozan de un pequeño instante de iluminación en el que son casi capaces de conectar con otros (una mujer, en ambos casos), pero que se malbarata irremediablemente (por culpa de la desconexión que ambos mantienen con el resto del mundo).

 

Ambas novelas dan cuenta de existencias grises, sin ensueños; vidas rutinarias que se desenvuelvan alrededor de un torbellino de palabras: la del cartero por las misivas que escribe y manda a personas desconocidas y la del trabajador del call center porque se pasa la vida largando palabras a los demás. Al volver a casa, sin embargo, a ambos les espera el silencio perplejo de la soledad, también de la invisibilidad social.

 

2.

 

Declive es una novela breve neocostumbrista (en el sentido que esto puede tener en Colombia, claro; pues de alucinaciones y magias neorealistas): pies que se hinchan sin motivo y ganan varias tallas, hormigas enormes que aparecen y lo gobiernan todo o trasvases de ficciones televisivas a la realidad bogotana.

 

Si en Cartas de un cartero… se produce un desdoblamiento entre el protagonista de la novela y su compañero de piso (que nunca está, y le sirve de sosías fantasmagórico), en Declive se produce entre Jorge, el protagonista, y su padre, don Carlos, un señor que anda en una residencia de ancianos y que Jorge solo visita los fines de semana. En este segundo caso se trata de seres absolutamente torpes, más quejoso el padre que el hijo (y más marrullero también).

 

La diferencia entre ambas novelas es que, en el caso de Cartas de un cartero, la historia sencillamente se diluye sin motivo y se borra y acaba confundiéndose con las miles de historias que sucesivamente confluyen en la ciudad de Madrid, mientras que en Declive, sin embargo, sí que se produce la caída, la pendiente descendiente a la que alude el título es por la que el viejoven Jorge, enfermero de formación, pero trabajador de un call center de profesión, cae y se lo lleva a un abismo mayor.

 

La escena final, en la que padre e hijo comen juntos y tratan de conversar sin éxito es muy elocuente a este respecto. La noche anterior Jorge hubo de acabar en una casa de putas, enredado por un taxista, vomitando encima de una de ellas y llevándose una buena hostia de recuerdo (además le roban la cartera y el móvil –por segunda vez en la novela-). Y encima le acaba de llamar su jefe diciéndole que, por culpa de una negligencia, le van a despedir y puede que acabe en la cárcel.

 

La conversación se desarrolla como sigue:

 

“Jorge tuvo ganas de saltar al vacío. Don Carlos se quedó mirándolo.

 

¿Qué le pasó en la cara?

Ya le conté, papa: me atracaron”.

 

No es nada baladí mencionar que, tras este apesadumbrado final, la edición colombiana del libro incluye siete páginas de cortesía, siete estruendosas páginas blancas que no ya entonan un silencio perplejo sino más bien un largo estruendo insoportable y mezquino.

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