Manuel Sillerico acaba de guardar en un ropero de su sastrería dos nuevos sacos para el presidente Evo Morales. Los ha colocado en su dormitorio, junto a sus propias camisas, cerca de su pequeña colección de zapatos y de sus bien planchados trajes. Sillerico está acostumbrado a custodiar la ropa de los hombres más poderosos de Bolivia: los que gobiernan. Y éstos, en un territorio tan convulso, han sido muchos.
De vivir en América del Norte, el sastre de origen aymara tendría seguramente menos trabajo. Apenas un cliente de renombre cada cinco o diez años. Pero en Bolivia, en más de cuatro décadas como creador, ha visto desfilar por la pasarela del poder a casi treinta gobiernos de diferentes siglas y colores.
Sillerico ha gozado del dudoso honor de ver en paños menores a la mayoría de los presidentes de su país: a los de izquierda y a los de derecha, a los populistas y a los dictadores, a los gordos y a los espigados, a los brutos y a los letrados. Por eso sabe que cuando un mandatario está desnudo se preocupa por la ropa más que por la ideología.
El reconocido sastre recuerda que el ex presidente Gonzalo Sánchez de Lozada escapó del país a finales de 2003 vistiendo un traje con el membrete de su sastrería. El dictador Hugo Banzer fue enterrado en 2001 con otro de sus diseños. Mientras que el presidente René Barrientos, que murió en 1969, le llamó en cierta ocasión para pedirle un atuendo después de que Sillerico lo criticara con dureza en un periódico. Había dicho que el dignatario vestía rematadamente mal: “solo ropa de batalla hecha en serie en los Estados Unidos”.
De alguna manera, los sastres y las modistas son los responsables indirectos de algunas de las opiniones que la gente tiene sobre las celebridades de la política. En ocasiones, los periodistas parecen estar más pendientes de los trajes de Cristina Fernández de Kirchner que de sus medidas de gobierno. A Michelle Obama le bastó un vestido amarillo para que los críticos de moda escribieran sobre ella con mucha más amabilidad que los columnistas sobre su esposo. Y Evo Morales le debe a su sastre no menos favores. Parece que a ciertos analistas les resulta más agradable admirar sus sacos de vanguardia que juzgar sus discursos políticos o sus metidas de pata. En ocasiones, la tentación de aceptar un traje bien cortado puede salir demasiado cara, como han sufrido los atildados dirigentes del Gobierno regional valenciano, en España.
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Sillerico vive en una casa-taller-tienda de tres pisos ubicada en pleno centro de La Paz. Allí, en el tejado, una gigantografía muestra a Evo Morales caminando al lado del ex presidente argentino Néstor Kirchner. “El primero usa un saco mío con apliques de aguayo que representan lo indígena, lo andino”, explica.
El aguayo es un material ancestral, cuadriculado y multicolor, típico en muchas mantas del Altiplano. Hasta hace poco, algunos turistas se llevaban tejidos de este tipo para usarlos únicamente como tapices o alfombras en sus respectivos países. Pero desde que Morales se convirtió en presidente de este remoto territorio sin mar —que antes solo era noticia cuando los campesinos cortaban las carreteras, cuando había un golpe de Estado o cuando, con suerte, su selección de fútbol se clasificaba para un Mundial—, esa tela inusual se ha hecho notar en los mismos lugares donde sus predecesores pasaban inadvertidos.
El Evo Fashion se ha lucido al lado de los reyes de España, en Madrid. En el púlpito de la moderna sede de la Organización de las Naciones Unidas. E incluso junto al controvertido presidente iraní Mahmud Ahmadineyad. Y seguramente seguirá dando que hablar durante los próximos viajes presidenciales. Gracias, sobre todo, a los nuevos diseños de Sillerico.
Los dos sacos que acaba de terminar de confeccionar estarán en unos días más en el guardarropa del presidente. Para ello, como ya es habitual, el sastre en persona deberá llevarlos hasta el Palacio de Gobierno. Pero ambas prendas descansan todavía en su ropero, sobre la tienda donde se exhiben alrededor de trescientos trajes al público.
Junto a ese ropero ilustre, el sastre solo se permite tener dos catres, un espejo, un televisor, un archivador metálico y varios paños. Semejante austeridad parece responder cualquier pregunta sobre su estado financiero. Estar cerca del poder no lo ha convertido en un nuevo rico.
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Sillerico es un hombre de poco más de metro y medio. Presume a veces de su melena canosa, cortada a capas, y es tan menudo que no podría llenar ninguno de los trajes que ha puesto a la venta. Es la tarde de un lunes y viste una camisa azul cielo, de tela Oxford; un pantalón de algodón marrón oscuro; chaleco de lana y zapatos bien lustrados.
Una cinta amarilla para medir cuelga de su cuello, donde se balancea mientras él maneja una tijera más grande que sus antebrazos. En estos instantes corta un patrón para un cliente de talla sesenta, de un hombre atlético. “Evo, en cambio, es cincuenta y seis y tiene su jorobita”, comenta. Luego se concentra.
Sillerico, que primero fue aprendiz de carpintero y zapatero, dice que se enamoró de su actual oficio gracias a los maestros europeos que emigraron a América Latina después de la Segunda Guerra Mundial. La mayor parte, italianos. Y le gusta comparar a los sastres con los artistas. “El pintor dibuja al hombre con detalle. Nosotros pintamos el cuerpo con nuestras creaciones”, recita.
La discreción, una cualidad inherente a su carácter, es lo que más aprecian sus clientes. Y es difícil sacarle una opinión concreta. Jamás revelaría lo que conversa con los presidentes mientras se dejan medir de pies a cabeza.
¿Cuánto sabe Sillerico? ¿Cuánto ha visto? ¿Qué le han contado?
“Yo tengo el deber de comportarme como un cura durante una confesión”, aclara. Y señala también que, a pesar de haber sido testigo de cientos de conversaciones confidenciales, él actúa en todo momento como si no hubiera escuchado ni una palabra.
Sillerico asegura después no creer en nada. Y posiblemente sea cierto. Sólo un afiche del Che Guevara, como si se tratara de una prenda antigua, cuelga en el dormitorio-cocina-taller que le sirve de refugio.
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En ese espacio tan personal hay más cinta adhesiva que alfileres. El sastre la emplea para sujetar notas de distintos tamaños que se descuelgan del armario, de las paredes, del teléfono y de cualquier otro rincón u objeto donde haya un hueco disponible. Entre todas, arman un mosaico compuesto por los números de celular de sus amigos, por recordatorios, invitaciones y direcciones postales, por las medidas exactas del cuerpo de sus clientes y por las cartas de sus hijos.
“Los papelitos son como mi agenda —comenta mientras le da un sorbo pequeño a un vaso de Coca-Cola—. Sin ellos estaría perdido”.
Pero ni siquiera el hecho de anotarlo todo le ha servido para evitar deslices. Ocurre que Sillerico no solo ha vestido a políticos importantes. También lo han buscado narcotraficantes.
En Bolivia, Roberto Suárez fue conocido durante años como El rey de la cocaína. Era amigo personal del temible narco colombiano Pablo Escobar. Colaboró con dictaduras como la de Luis García Meza, a comienzos de los ochenta, y hasta ofreció pagar la deuda externa del país a cambio de una amnistía. Sillerico admite que lo solía recibir a menudo, pero señala que no tenía idea de quién se trataba.
“Suárez era un hombre fornido. Yo pensaba que era ganadero —recuerda ahora—. Solía llegar con sus dos guardaespaldas y me encargaba tres o cuatro trajes. Decía que en la región del Beni —de donde era oriundo— no sabían hacer bien los sacos. Y me pagaba bien. Siempre al contado”.
Sillerico también ha vestido a militares. Uno de ellos, el general Joaquín Centeno Anaya —responsable a finales de los sesenta de la captura del guerrillero Ernesto Che Guevara—, le encargó a comienzos de los setenta un baúl entero de trajes de gala para viajar a Francia como embajador. Pero no pudo disfrutarlos porque fue asesinado poco después de haber llegado a París para ocupar su nuevo cargo.
Y entre los clientes más recordados por el sastre cabe mencionar a un antiguo director de banco. Se llamaba Guillermo Gutiérrez, y una vez, refiriéndose a su anterior negocio, le dijo: “esta tiendita le queda ya chica. Lo que necesita usted es un lugar más grande”. Luego ordenó que le concedieran un préstamo para que comprara su actual casa-tienda-taller de tres pisos, en la calle Federico Zuazo.
La construcción es sobria por fuera y un tanto desangelada. Se levanta en medio de un enjambre de cables eléctricos, sobre una vía repleta de vehículos durante todo el día. Está rodeada por el sonido estridente de las bocinas de los autos y por el ruido de los pasos de hombres de negocios, estudiantes y desempleados sobre la acera. No es quizá la carta de presentación más adecuada para alguien que lleva años dedicado a trabajar para los primeros mandatarios de Bolivia. Pero a Sillerico le funciona. Él viste gente, no edificios.
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Uno de los sacos que Sillerico ha diseñado recientemente para el presidente está hecho de cuero y lleva una cremallera al medio. Es un tanto informal. Quizá pensado para los días de trabajo en el campo. El otro es más ceremonioso: una mezcla de cachemir europeo con tejido andino. Un producto de alta costura que seguramente sería todo un éxito en cualquier escaparate de Nueva York.
Lo que los periodistas bolivianos llaman ahora el Evo Fashion con cierta admiración, comenzó de manera espontánea durante una gira internacional antes de que Morales asumiera la presidencia. En ese viaje, el futuro mandatario vestía un suéter a rayas como los que solía utilizar cuando era un dirigente cocalero. Y con el tiempo, ese look un tanto informal se ha sofisticado gracias a la intervención del propio Sillerico y a la diseñadora de moda Beatriz Canedo Patiño.
A Canedo Patiño la llaman La reina de la alpaca por su identificación con esa fibra de camélido. Entre sus clientes están Hillary Clinton, el ex presidente francés Jacques Chirac e incluso la muñeca Barbie. Fue responsable de parte de la vestimenta con la que Morales juró su cargo como primer mandatario en 2006. Y es dueña de un establecimiento en La Paz que parece un clon de las lujosas tiendas de la Quinta Avenida neoyorquina.
Canedo Patiño se mueve con elegancia y habla en una extraña mezcla de castellano e inglés. Lo hace muy rápido. El día que me recibió en su local me confesó que fue un placer vestir al primer dirigente indígena de Bolivia, y añadió que ella era la verdadera responsable del look andino.
—¿Y Sillerico? —le pregunté enseguida.
“Le agradezco, pero no me gustaría aparecer en las mismas páginas que ese señor —se excusó ella antes de darme la espalda y perderse tras una puerta dando por terminada nuestra cita—. Cuando quiera, le puedo conceder una entrevista en exclusiva, pero a mí sola. No es que sea discriminadora, pero yo soy diseñadora y él es sastre”.
Alguien que jamás ha cortado una tela puede ser quizás más analítico que ella. El sociólogo David Mendoza Salazar, experto en vestimentas tradicionales, sostiene que el Evo Fashion es producto de la mezcla, del sincretismo. Es decir, no es fruto de un único autor, sino de varios.
“Antes de ser el presidente de Bolivia —explica—, Evo Morales no vestía como campesino aymara, con el sombrero mestizo, el poncho y la chuspa, y tampoco solía consumir hoja de coca. Para él la ropa es un símbolo del cambio político que propugna su Gobierno. Es parte de un discurso no verbal que ha recuperado el orgullo de tener unas raíces y que va más allá del exotismo”.
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Pero no solo los conocedores de los secretos de la moda suelen opinar sobre la ropa que emplea el presidente boliviano. Hace tiempo, en su columna dominical del diario El País, el escritor peruano Mario Vargas Llosa escribió que la apariencia de Evo Morales “parecía programada por un genial asesor de imagen para elevar el entusiasmo de la izquierda boba a extremos orgásmicos”. Y poco después, el escritor ya fallecido José Saramago calificó las críticas de Vargas Llosa como una muestra de “la soberbia estúpida de los pueblos civilizados”.
Como toda novedad, el estilo adoptado por Morales causaba al principio y por igual simpatías y antipatías. Ahora, en cambio, se ha vuelto habitual en cada cita presidencial donde se presenta, y hasta ha sido imitado por otros mandatarios de la región, como Rafael Correa, en Ecuador; Daniel Ortega, en Nicaragua; y Fernando Lugo, en Paraguay.
Pero no por todos, ya que algunos de los líderes más conocidos de la izquierda continental han adoptado patrones más exquisitos a la hora de vestirse.
Cristina Kirchner, por ejemplo, gasta unos 350.000 dólares al año en vestuario y se dice que su ropero en Argentina mide casi cien metros cuadrados. Y Hugo Chávez, en Venezuela, usa trajes Lanvin de tres mil dólares y corbatas Pancaldi de trescientos. “Se fascina, además, con las camisas de rayas de cuello y puño blanco”, escriben Cristina Marcano y Alberto Barrera en el libro Hugo Chávez sin uniforme.
Evo Morales, en contraste, y a pesar de los esfuerzos desplegados por su sastre, a veces combina los pantalones de tejido fino con zapatillas deportivas, como si fuera un niño que todavía no ha aprendido a conjuntarse.
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Sillerico estima que durante los más de cinco años de gobierno de Evo ha debido confeccionar unos treinta sacos para el presidente. Pero no quiere confesar lo que cuesta cada uno. Lo evade.
“A un jefe de Estado no se le cobra —dice—. Siempre me han dado nomás la voluntad”.
En 1982 esa voluntad era un fajo interminable de billetes colocados encima de la mesa, uno por uno, por el presidente Hernán Siles Zuazo. Eran años de hiperinflación y el dinero no valía lo que debería. Pero a Sillerico no parecía importarle demasiado.
Él defiende cada vez que puede la mística del oficio. “Yo no hago esto para enriquecerme. Nunca he pedido un favor a ninguno de los mandatarios, ni siquiera trabajo para mis hijos. Mi conciencia está limpia. Y mi único objetivo sigue siendo la búsqueda del terno perfecto”. Para él, algo así como la piedra filosofal.
“El terno perfecto —describe— es ese terno que no existe, que nunca existirá”. Su explicación es como un discurso para las masas. Dice mucho y a la vez no dice nada.
Para conseguir sus materiales, el sastre suele recorrer rincones salpicados de adivinos y campesinos que leen la hoja de coca, como la embrujada calle Linares de La Paz o la calle Sagárnaga. En ellas todavía es posible hallar aguayos con decenas de años de antigüedad, los preferidos por Sillerico.
Salimos ya hace un rato de su sastrería y él camina ahora por ese sector de la ciudad a pasos cortos, rápidos y acompasados. Hasta que en el número 810 de la calles Linares, sus ojos saltan, como alucinados.
En anteriores ocasiones ha comprado aquí tejidos para el presidente Morales y acaba de ver unos cuantos que, cuando menos, le resultan presentables.
Pero la encargada del establecimiento, Yomar Ferino, una muchacha de unos veinticinco años, le recuerda que los aguayos que está apreciando son de colección, que no están a la venta.
—Es una pena —reclama él—, porque son de los que tienen ajayu (espíritu), de los que conservan la fuerza. Sus diseños son los que las abuelas han visto en los sueños.
Es una conversación bastante poética para tratarse solo de una tela. Aunque está claro que no se trata de cualquier tejido.
—Son como textos —replica la vendedora—. Cada uno de ellos cuenta una historia distinta. Cortarlos sería un sacrilegio.
—Claro, pero hay que tener también en cuenta que los utilizaría Evo Morales —dice Sillerico, y se queda esperando nuevamente una respuesta. Pero nada. La negativa se repite; y al sastre no le queda otra que alejarse con el andar pausado y cabizbajo de los vencidos.
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Sillerico sabe que cuando debe hacer una entrega en Palacio de Gobierno tiene que armarse de paciencia. Durante la dictadura de Luis García Meza, en 1980, el general lo hizo llamar varias veces en vano, pues nunca se animó a hacerle encargo alguno. Y a Evo Morales no puede tomarle medidas en condiciones desde hace ya bastante tiempo.
Cuando lo reclaman, a través de la secretaría de la oficina presidencial, Sillerico agarra un recatado maletín azul oscuro, mete los trabajos ya acabados envueltos en plástico y sale como una bala.
“Da igual que sea a las doce de la noche o a las cinco o las seis de la mañana”, comenta el sastre. Más de una vez así ha ocurrido. A veces, Evo Morales convoca ruedas de prensa en la madrugada, reúne a su Consejo de Ministros en fechas para estar con la familia, como Semana Santa o Año Nuevo, o soporta jornadas de más de quince horas. Y Sillerico no tiene más remedio que acomodarse en los renglones vacíos de tan apretada agenda.
Entre sus clientes afines al actual partido de gobierno, al oficialismo, Sillerico nombra al vicepresidente Álvaro García Linera (que viste cortes occidentales) y al canciller David Choquehuanca, quien luce un estilo Evo con aguayos menos vistosos.
Pero a continuación confiesa que también ha tenido numerosos seguidores entre los rivales del presidente indígena.
A Gonzalo Sánchez de Lozada, quizá el más acérrimo de todos ellos, le hizo una infinidad de trajes, tanto en su primer mandato, a mediados de los noventa, como en el segundo, a principios de la siguiente década. “Era muy exigente —recuerda— y conocía todos los pormenores del oficio. Por ejemplo, cómo tenían que ser los hombros o las solapas. Por lo que solíamos terminar haciendo los ternos entre los dos”. Con Jaime Paz Zamora (1989-1993) conversaba mucho sobre arte. De Tuto Quiroga (2001-2002) destaca su buen vestir. “Él puso de moda las camisas con el cuello rectito”, se ríe. Y de Carlos Mesa (2003-2005) dice que antes de ser presidente era uno de sus incondicionales. “Hasta que se enfrió la relación”. Sillerico cree que se debe a que no asistió a la presentación de un libro del ex mandatario.
Pero podría estar equivocado.
Mesa reconoce que Sillerico realiza buenos cortes. “Sin embargo, yo comencé a hacerme los trajes con un muchacho egipcio que ya me había vendido antes algunas camisas. Me convenía sobre todo por comodidad, porque me traía los modelos a la oficina. Ésa fue la razón por la que dejé de ser cliente suyo”, comenta ahora en su despacho de grandes ventanales.
El egipcio, que conocía su cuerpo de memoria, “era capaz de hacer una medición en treinta segundos”, puntualiza acto seguido.
El ex mandatario, de buen porte y cosmopolita, aclara después que, durante su presidencia, solo se mandó hacer dos o tres ternos porque ya tenía una buena colección, debido a que, cuando era presentador de televisión, cambiaba constantemente de traje y de corbata. Y reconoce sin problemas que le gustan los diseños que viste Evo Morales. “Los motivos prehispánicos quedan muy bien en los sacos y camisas —opina—. Hasta yo mismo los usaría si mis ideas no confrontaran con las del oficialismo”.
Otro de los clientes de Sillerico con una ideología totalmente distinta a la del actual Gobierno fue el dictador Hugo Banzer Suárez, del que recuerda aún una anécdota que puso de por medio a uno de sus trajes. Fue en los años setenta. Carlos Andrés Pérez, presidente de Venezuela, acababa de llegar a La Paz desde Caracas y quería elogiar la vestimenta de su colega. Para eso, empleó un divertido juego de palabras. “¡Qué frac-aso!”, dijo. A lo que Banzer respondió: “Ya ve usted, de-sastre boliviano”.
Pese a la aparente consideración que Banzer le tenía a Sillerico, el sastre nunca se convirtió en uno de sus seguidores. Y es que hasta un oficio tan discreto como el suyo puede ser caldo de cultivo de intrigas palaciegas.
“Mientras preparaba las indumentarias para Banzer, regalaba trajes a escondidas a periodistas amigos míos que estaban siendo perseguidos por las fuerzas represivas de la dictadura. Era para que se los llevaran al exilio”, rememora.
Dicen que la historia de un país bien podría reconstruirse a partir de la memoria de sus sastres. Y en el caso de Sillerico esto ha sido verdad hasta cierto punto.
A finales de los setenta, la presidenta boliviana era Lidia Gueiler (1979-1980), y el sastre nunca trabajó con ella porque su especialidad no es la vestimenta para mujeres. Tampoco le tocó atender al presidente provisional Eduardo Rodríguez Veltzé (2005-2006). “Debe ser que no se me dan muy bien los gobernantes de transición”, bromea.
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Cuesta comprender que un hombre que ha hecho sacos incluso para el ex presidente brasileño Lula da Silva se mueva en taxi o caminando —y no en su propio auto—, vista informalmente cuando sale a pasear o a hacer algún recado y no tenga la ostentación como un principio.
Pero Sillerico no es ni Beatriz Canedo Patiño ni George de París, el sastre que ha diseñado los atuendos de los últimos ocho inquilinos de la Casa Blanca, cuyos trajes están valorados en más de 3.000 dólares.
Sillerico es un tipo que comenzó de abajo —sus padres eran migrantes del campo—, que no cursó más que tres años de colegio y que trabajó en un taller de vehículos antes de montar su primera sastrería frente la plaza Venezuela, en un local de dos por dos donde apenas entraban una plancha, una mesita y una máquina de coser.
“Empecé nomás con aguja e hilo –dice–. Las cosas para mí se hacen así, por quijotismo, no por lucro”.
Con un vistazo rápido a su ropero, donde lo más caro son quizás los sacos ya preparados que tiene que entregar a Evo Morales, uno enseguida se da cuenta de su voto de pobreza. Además, hace años que no toma vacaciones —sus viajes a Europa y Estados Unidos son para comprar telas, no por placer— y su televisioncita, ubicada a escasos metros de su cama, parece haber vivido mil y una batallas.
Pero con aquel viejo aparato y la música que interpreta para relajarse para él es más que suficiente.
Antes de comenzar a bucear entre sacos, telas y patrones, no es extraño escucharle tocar la guitarra o la concertina. Y lo que su diminuto cuerpo no es capaz de llenar dentro de un traje, lo llena con su música cuando interpreta diferentes temas del folclore boliviano.
Tiempo tiene bastante para darse semejantes gustos. Y es que, a pesar de seguir casado, vive solo desde hace cuatro años. “Yo ya eduqué a mis hijos y cumplí con mis todas obligaciones como marido. Ahora me toca disfrutar de una vida de bohemio, sin ataduras, desordenada”, apunta.
El sastre comparte su libertad con una paloma marrón y blanca. Enseña todas las tardes a aprendices jóvenes sus trucos de maestro experimentado y confiesa, sin pudor, que quisiera morir dedicado nada más que a cuidar plantas.
Álex Ayala Ugarte es periodista. Una versión diferente de esta crónica se publicó en la revista Etiqueta negra