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Sociedad del espectáculoEscenariosSilvio en el Carnegie Hall

Silvio en el Carnegie Hall

 

Que en aquel tiempo la lucha fuera justa, que los ideales fueran altos y bellos, que el enemigo fuera y sea poderoso y vil, ¿hasta cuándo justificó la opresión, la mella de derechos en Cuba? Ni el pasado ni el rival pueden dictaminar la ética personal o colectiva: la justicia de nuestros actos la definen sus destinatarios, en presente, hoy. El ayer es buen maestro pero mal inductor; el contrincante es el impulso, jamás la coartada. Quienes defienden al régimen de los Castro son como quienes defienden la dictadura de Franco, perpetran argumentos contra el vínculo que sobrenada cifras, siglos e ideologías, la otorgadera columna vertebral de nuestra especie: la libertad. Los militares que tomaron el poder en Cuba hace cincuenta años cometieron el error central: pusieron la poesía al servicio de la revolución en lugar de la revolución al servicio de la poesía. 

       Cuba ya no es una metáfora de nada, no es un símbolo de nada: es una desventurada isla empobrecida con un gobierno inmundo, pomposo y vacío. Pese a lo que sus estridentes críticos afirman sus constantes violaciones de los derechos humanos no la convierten en uno de los peores países de la Tierra y sus índices de desarrollo son en muchos casos más que aceptables. Cuba no es un infierno: tras medio siglo de consignas y soflamas esto es lo mejor que se puede decir de la Revolución. Cuba es, simple y tristemente, una pena.

       Su estatura en el planeta no se la concedía su grandeza moral sino el tamaño de su estúpido y criminal vecino del norte: los Estados Unidos. Contra Goliat hasta el más miserable es un David. Durante decenios el mamut norteamericano, mediante un reguero de embargos inútiles, intentos de asesinato, conatos de invasión y leyes inicuas, mesianizó a un autócrata como Fidel Castro haciendo levas de espíritus en su favor. Tan desesperante como escuchar verdades en la boca de un terrorista como Osama Bin Laden fue reconocer la evidencia de que el Comandante tenía razón en parte de lo que decía a lo largo de sus inacabables disenterías verbales. La mayoría de los presidentes de Estados Unidos deberían haber sido juzgados por crímenes contra la humanidad; todos tendrían que haber sido condenados por imbéciles, por no comprender la verdad primera: es posible derrotar a tu oponente por las armas, pero la victoria sólo se obtiene cuando lo dejas sin argumentos. 

       Barack Obama es el primer mandatario estadounidense en media centuria que ha entendido esta máxima. Desde que asumió el poder se ha propuesto desmartirizar a Cuba, minando de este modo los ya podridos cimientos de la Revolución. Poco a poco, como en el juego de los palillos chinos, le va sustrayendo exclamaciones al discurso antiimperialista de los Castro. Su última decisión ha sido la de conceder a Silvio Rodríguez el visado para entrar en Estados Unidos. Sus antecesores veían compatible autoproclamarse los líderes del mundo libre y al mismo tiempo impedir que un cantor desarmado interpretara sus canciones ante el público estadounidense que libremente quisiera acudir a escucharle porque sus ideas eran contrarias a las de Washington: es normal que durante décadas muchas personas desconfiaran del país más poderoso del planeta cuando se le llenaba la boca con la palabra libertad. Obama, en el mes de mayo, maridó realidad y principios.

       La última gira de Silvio Rodríguez por Estados Unidos databa de 1980: han pasado treinta años -¡aún se presentaba junto a Pablo Milanés!-. A partir de entonces todas sus peticiones de visado fueron rechazadas: Reagan primero y los Bush y Clinton después consideraron que era peligroso permitir a la voz de la Revolución cantar ante sus posibles votantes. Silvio es el artista más internacional del régimen. Ha sido miembro del Parlamento cubano y aunque en ocasiones haya deslizado levísimas críticas a su gobierno es conocido por su defensa inquebrantable de Fidel y su obra. Algunas páginas de Internet ligadas al Partido Republicano y a la diáspora cubana anunciaban su llegada a Nueva York como el advenimiento del Anticristo. Yo tenía una entrada para su primer concierto: iba a ser en el mítico Carnegie Hall, en el corazón de Manhattan, el 4 de junio. Aquel viernes terminé mis clases y bajé corriendo las pocas manzanas que separan la Universidad de Fordham del hermoso auditorio donde tocaron Tchaikovsky y los Beatles. El aire estaba predispuesto para una noche encalabrinada de historia y política.

       Los rostros del retén de policías tornasolados por las luces de sus coches protegiendo la entrada del Carnegie Hall parecían corroborarlo. Sin embargo al abrirme paso descubrí que los manifestantes que protestaban contra la presencia del cantante en Estados Unidos eran seis ancianos con dos pancartas más bien pequeñas: seis, dos señoras y cuatro hombres. Ninguno de ellos tenía menos de setenta años. Enfurecidos gritaban: ‘¡Silvio, asesino!’, o también, ‘¡Silvio, embajador de muerte!’, en español y en inglés. La policía los miraba al soslayo, con gesto aburrido. Los turistas y algunos asistentes les hacían fotos: una japonesa le pidió permiso a la más vocinglera para retratarse con ella; la vieja exiliada interrumpió sus imprecaciones y atendió a la agradecida oriental. Aquellos viejecitos invitaban a la conmiseración antes que a la complicidad o la réplica. Nadie les prestaba atención: sobre todo el presente de indicativo.

       Mi amigo Brendan me había conseguido una entrada en el último anfiteatro de la sala de conciertos: es un recinto más vertical que amplio, con una sonoridad espléndida. Cuando Silvio apareció en el escenario el Carnegie Hall prorrumpió en aplausos. Desde el primer momento la gente empezó a corear su nombre y a solicitar canciones. También se oyeron los gritos de rigor: ¡Viva Fidel!, y el clásico, ¡Viva Cuba! Me entretuve en contar el número de veces que escuchaba esos vivas: fueron ocho. Y quizá me equivoque, pero siempre las gargantas que los pronunciaban parecían pertenecer a personas mayores: retumbaron tras los primeros temas, luego desaparecieron. Por increíble que resulte en un concierto de Silvio Rodríguez en ‘la capital del imperio’, aquellos gritos sonaban, no sé, fuera de lugar, anacrónicos. Al mirar a mi alrededor comprendí por qué.

 

 

       La inmensa mayoría del público tendría entre veinte y cuarenta años: los que estaban en mi zona eran hispanos de México, Colombia, Puerto Rico y Argentina, residentes todos en Nueva York. No había más que mirarlos para comprender que no estaban allí para idolatrar al portavoz del Comunismo Cubano -les importaba un bledo el Comunismo Cubano-, sino para escuchar al más grande cantautor vivo -con permiso de Bob Dylan-. Aquella noche la ausencia de la política era ubicua: nadie estaba allí porque coincidiera con los postulados del régimen, nadie tenía una postura, una doctrina, una bandera. Lo siento infinitamente por quienes padecen la dictadura y por quienes padecen el embargo, pero Bahía Cochinos, el caso Padilla, el Ché, los balseros, todo aquello olía a necrosado, a pretérito indefinido. El Silvio Rodríguez politizado y sus adversarios habitaban una fotografía sepia: habían pasado de representar la batalla ideológica del siglo XX a ser traslúcidos derrelictos en este milenio. En el Carnegie Hall, aquella noche de junio, el público no era parte en una vetusta guerra. Reverberaba en el ambiente, en las voces y en los ojos: la ideología que nos juntaba era solamente la belleza. 

       Y Silvio, el mágico Silvio, nos brindó la noche más bella imaginable. Sospecho que él lo comprendió antes que nosotros: estábamos allí para sentir, no para asentir. Arrancó el concierto con una declaración de intenciones: En el claro de la luna, una canción en cuartetas heredada del modernismo de Martí. Pura poesía. El Silvio artista acompañado por una guitarra, un bajo, un cuatro, una flauta y percusión, a través de aquel canto desactivó al Silvio activista. Entramos por la puerta del alma, no por la de la consigna. La segunda canción, El Papalote, nos devolvió a los juegos de su infancia en San Antonio de los Baños, y Casiopea, uno de los temas más intensos del disco Rodríguez, nos propulsó a un mundo lejano y ajeno, a las estrellas donde se refugian los fracasados: ‘¿Qué puede haber pasado a mi señal?, ¿será que me he quedado sin hogar?’. La trilogía que Silvio publicó entre 1992 y 1996, Silvio, Rodríguez, y Domínguez, está plagada de canciones derrotadas en las que reconoce entre dientes el hundimiento de la Revolución y proclama su adhesión consciente y patética a ese descalabro: más adelante interpretó El necio, una hermosa, impactante y en último término trístísima loa al empecinamiento.

       Al acabar Son Desangrado -quizá la peor canción del disco Unicornio, nunca entenderé por qué la canta tanto en los conciertos-, con profusión de bongos, llegó el momento más hermoso de la noche: Silvio se quedó solo con otro guitarrista y emprendió La gota de rocío. No ha compuesto una canción más sencilla: son tres acordes que se repiten arriba y abajo. Mientras él tocaba la base musical la segunda guitarra punteaba notas en la parte baja del mástil: sonaba como si de verdad estuvieran cayendo gotas de rocío desde el techo hasta las butacas. La música y la letra de esa historia de amor mínima penetraron entre los frunces del alma: el viejo Carnegie Hall había escuchado cosas tan bellas como esa, pero no más. Y nos elevamos por encima de las aceras y nos empadronamos en un ámbito transparente, luminoso, cimero. Cuando estábamos allí Silvio deslió el principio de La Gaviota, ¿recuerdas?: ‘Corrían los días de a fines de guerra, había un soldado regresando intacto, intacto del frío mortal de la tierra, intacto de flores, de horror en su cuarto. Elevó los ojos, respiró profundo, la palabra cielo se hizo en su boca, y como si no hubiera más en el mundo por el firmamento pasó una gaviota’. Y dos horas más tarde volvimos a aterrizar en Nueva York.

       Tras cantar Sueño con serpientes -me acordé tanto de mi hermano Fernando: es una de sus canciones favoritas-, Silvio hizo el único y tibio comentario político de la velada: recordó a los cinco cubanos que cumplen penas de prisión en Estados Unidos acusados de espionaje y pidió su excarcelación. Para ellos interpretó la Canción del Elegido: ‘Lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida’. Como cuando después tocó otros de sus himnos, La era está pariendo un corazón o Días y Flores, te daba la sensación de que canciones que en su día se identificaron con un contexto y con un lugar, letras que alguna vez pudieron estar asociadas a una doctrina, se han ido despegando de su origen y han comparecido ante lo humano. Cual la Divina Comedia o los planos de Eisenstein, no nos importa la circunstancia que los produjo sino su trascendencia. Al escuchar La Maza nadie piensa en la lucha desigual de Cuba frente al capitalismo, sino en la esperanza, en la fortaleza del corazón para revolverse contra la inercia y la injusticia. Silvio Rodríguez, la persona, ya es su pasado; Silvio Rodríguez, el creador, ya es su futuro.

       Como tantas otras veces se equivocó con Ojalá. A menudo ha declarado que está cansado de su composición más famosa: una seria candidata a la mejor canción jamás escrita. Si la toca solo con la guitarra suele dejar desganadamente que la cante el público; si le añade acompañamiento musical, como fue el caso en el Carnegie Hall aquella noche, pierde emotividad, se diluye la fuerza del punteo y el crescendo del rasgueo, un alud de sentimientos desgarrados multiplicado por la anáfora: ojalá, ojalá, ojalá, esa portentosa palabra intraducible al inglés que los árabes nos regalaron. Daba igual: todos y cada uno de los que estábamos en la sala vinculamos Ojalá con alguien a quien amamos alguna vez, en algún sitio, mucho. Ojalá nos relata en uno de los momentos más terribles de la existencia: cuando deseas que una mujer se aleje únicamente porque no puedes retenerla. Y eres consciente de que su ausencia te condena de por vida al exilio.

 

 

       La emoción pisó nubes con Cita con ángeles: titula uno de los últimos discos de Silvio, de 2003, y mucha gente no la conocía. La letra cuenta la desesperación de los ángeles al no poder proteger a la humanidad de tanta violencia. Sus estrofas recorren crímenes horrendos: Giordano Bruno, Martí, Lorca, Hiroshima, Martin Luther King. La canción termina el 11 de septiembre en dos ciudades distintas, Santiago de Chile y Nueva York: ‘Septiembre aúlla todavía su doble saldo escalofriante, todo sucede el mismo día gracias a un odio semejante, y el mismo ángel que allá en Chile vio bombardear al presidente, ve las dos torres con sus miles cayendo inolvidablemente’. Había algo significativo en escuchar a ‘el enemigo’ alzar su plegaria profana por quienes murieron a unos cientos de metros de donde nos hallábamos. Algunos de los que me rodeaban vivían en Nueva York en 2001: estaban llorando al acabar la canción. Una señora chilena que tenía detrás también lloraba: no sé si Santiago era su casa en 1973.

       Silvio, hacia el final, nos zarandeó el ánima con dos versiones hipnóticas de Óleo de una mujer con sombrero y Quién fuera. Javi Marticorena me enseñó a tocar Quién fuera en Bujumbura y una niña rubia me mostró los acordes de Óleo de una mujer con sombrero en París, hace quince años. Somos las canciones que algún día cantamos y escuchamos, y las personas con quienes las compartimos: por eso es esencial elegir bien los sonidos de la caravana, porque el silencio acecha. Más luego los músicos se retiraron y el compositor quedó a solas con su guitarra. Primero cantó Te doy una canción y después Unicornio, y los rostros, las calles, el vino, las conversaciones y los besos concurrieron desescombrando la memoria; pero lo que es más importante, el amor y el sueño, a través de la voz de Silvio, nos volvieron a convocar desde el mañana. El poema no levanta tumbas, alumbra paritorios. Emergimos del concierto prefiriendo y profiriendo amanecer.

       Era noche cerrada cuando salimos del Carnegie Hall como teselas encendidas por la belleza. No quedaban policías en la puerta, la ciudad arbolada de rascacielos pedaleaba en sus engranajes y millones de habitantes se apresuraban hacia su deshora. Para sorpresa de los agoreros de Miami, ni el concierto había legitimado la abyecta soledad del régimen castrista ni Silvio Rodríguez había envenenado con su mensaje la costa este de la nación: mientras caminaba hacia Times Square creí percibir que la Revolución Comunista en Nueva York no era inminente. Nada había cambiado. Bueno, algunas cosas sí: Estados Unidos aquella noche era un país un milímetro más digno, más capaz de actuar de acuerdo con sus principios; Fidel Castro estaba una jornada más cerca de la muerte, lo cual siempre es una buena noticia; y unos cuantos cientos de seres humanos, la mente aún engastada de hermosas canciones, éramos más ricos de sentimiento y poesía, esto es, más humanos.

       Yo había quedado para tomar algo con Anne, Arancha, Mark y Angie. Al día siguiente iba a hablar con Brendan del curso de Educación en Emergencias que quiere desarrollar, por la tarde pensaba ir al Museo de Historia Natural para ver una exposición sobre la Ruta de la Seda y en la noche Constanza y Steve me habían invitado a su casa a cenar. Justo antes del concierto había llamado por teléfono a mis padres. Como siempre fui preguntándoles por mis hermanos y mis sobrinos: estaban bien. Están bien. Y mientras me perdía entre la multitud hacia la octava avenida recordaba una de las canciones que Silvio acababa de cantar, una canción que no se me va de la cabeza desde que la escuché por vez primera hace veinticinco años, Pequeña serenata diurna. La noche descendía fresca, las luces de neón brillaban por todas partes, todo el mundo, como yo, parecía encaminarse a celebrar algo. Mas por algún motivo no dejaba de tararear los últimos versos de la canción: ‘Soy feliz, soy un hombre feliz, y quiero que me perdonen por este día los muertos de mi felicidad. Soy feliz, soy un hombre feliz, y quiero que me perdonen por este día los muertos de mi felicidad’.

 


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