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Simone Weil en la jornada electoral

Vuelvo a Simone Weil en noches inconexas, cuando algo en el curso del día me recuerda la necesidad de volver a ella. En La gravedad y la gracia: “Amar la verdad significa soportar el vacío y, por consiguiente, aceptar la muerte. La verdad se halla del lado de la muerte”. La cuestión de la verdad no deja de asaetearme. En mi caso, vinculada a la verdad a la que no parecen demasiado adictos los periodistas de esta provincia de la tierra, escudándose en su imposibilidad metafísica, aunque la mayor parte de las veces tenga que ver con la desidia, con la pereza, con la necesidad de dedicar mucho tiempo a verificar los hechos, a encontrar voces ponderadas que acoten la realidad, y en la comodidad que supone arrogarse el sacrosanto derecho de opinar de lo divino y de lo humano sin que haya el menor sustento en hechos, datos, estudio, investigación, contraste, lógica. Y en esa gran majadería inmoral de que todas las opiniones son respetables, o esa impostura que lleva a la corrupción intelectual y a la muerte de la decencia que supone decir que no hay hechos, solo interpretaciones. Por eso, regreso al inicio de esas páginas de Simone Weil y a una cita de Tucídides en Las guerras del Peloponeso: “cualquier ser ejerce siempre, por un requisito natural, todo el poder de que dispone”. Una afirmación que seguro que resultaría cara al añorado Rafael Sánchez Ferlosio, aunque pueda esgrimir mis reparos, en mi caso por cautela o cobardía, sobre todo cuando recuerdo cómo actuaba y respondía a las agresiones de mis compañeros de escuela cuando abusaban de mi estatura y complexión.

 

En la admirable sección ‘By the Book’, del New York Times, rescato una afirmación de Gary Snyder. A la pregunta de qué escritor novelista, ensayista, crítico, memorialista, poeta que esté en activo le parece el más notable, dice el autor de La práctica de lo salvaje que su ensayista favorito es Eliot Weinberger. Lamenta la desaparición de Jim Harrison. Respecto a los libros de memorias dice que todavía nadie ha conseguido batir a La Relación, de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, el recuento de su recorrido a través del sur de Norteamérica en el siglo XVI, aprendiendo nuevos idiomas y convirtiéndose en una suerte de sanador.

 

Y dos apreciaciones de la víspera de la jornada electoral de hoy en El País de ayer. Una de Andrea Rizzi, con el título ‘El tsunami de hartazgo avanza’: «¿Por quién doblan las campanas? Por la política tradicional. (…) Resulta sobrecogedora la lectura en este tiempo de Un enemigo del pueblo de Ibsen, que el dramaturgo noruego publicó un par de décadas después del discurso de Lincoln. Su modernidad es extraordinaria. La contaminación de las aguas provocada por una fábrica afecta la viabilidad del gran proyecto de baños termales que encarna la esperanza de prosperidad futura de la localidad donde discurre la narración. Las élites del pueblo logran manipular la situación hasta neutralizar el intento del doctor Stockmann de denunciar la contaminación. El relato muestra de manera escalofriante cómo la distorsión y el abuso del concepto del interés del pueblo conduce a resultados aberrantes. Las élites manipulan al pueblo; el pueblo acosa al denunciante bienintencionado; el denunciante pierde la fe en la democracia. Saca lo peor de todos”. Y otra de Fernando Savater, ‘Pioneros’: “Resultaba indigerible para los marmolillos ideológicos que defendiésemos el laicismo, la educación ciudadana, la regulación del aborto o la eutanasia, pero también la unidad de España, la lengua castellana como derecho común y denunciásemos los privilegios nacionalistas”.

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