A Cristina, guardiana delle segrete cose
Quisiera ensayar, a propósito de Simone Weil, una “meditación española”. España, lo que ella seguramente también habría dado en llamar el “alma española”, no le fue ajena a Simone Weil. Así, al anarquista español Antonio Atarés, prisionero en el campo de internamiento de Vernet, le escribe: “Su carta me ha causado mucho placer, pues, al leerla, me he creído transportada de nuevo a España; ya le he dicho hasta qué punto amo España, la lengua española, la manera de pensar y expresarse que tienen allí y en ninguna otra parte de Europa”[1]. Esta “manera de pensar y expresarse” Simone Weil la ve reflejada señaladamente en las coplas españolas, de las que le sigue diciendo a Antonio: “No hay otro país en el que exista en el pueblo una poesía semejante”[2]. En la misma conversación epistolar, no por azar entre la referencia al “místico” Platón[3] (“No hay nada tan bello como Platón…”) y la letra de una de estas coplas populares, que le “parece muy bella” y copia para el amigo (la que empieza “Las aves de Arabia…”[4]), alude Weil a su lectura de san Juan de la Cruz, “una mezcla de poesía y prosa, ambas extremadamente bellas”[5]. No por azar, pues en la lírica de Juan de la Cruz, sobre todo en los poemas “menores”, se cumple de un modo único la expresión del amor místico en la sencillez de la canción, el romance o la copla[6]. Esta triple referencia (Platón, Juan de la Cruz y las coplas) es puesta por Simone Weil, al igual que la correspondencia entera con Antonio Atarés, bajo el signo de la belleza: de la belleza que misteriosamente se revela en el dolor del mundo y en la desdicha de los hombres. Simone Weil, por tanto, hace partícipe a Antonio, en la intimidad del encuentro amistoso (amistad, no lo olvidemos, exclusivamente confiada a la escritura, pues nunca llegarán a conocerse personalmente), del centro mismo de su pensamiento y su experiencia; un centro que, de nuevo no por azar, se traslada aquí a esa “España” cuyo amor por ella le declara.
Conocemos bien, sin embargo, en qué concreta circunstancia España, o mejor, “la guerra de España”, jugó un papel decisivo en la trayectoria y en la evolución del pensamiento, esto es, en la praxis de Simone Weil. En la primera carta a Antonio evoca veladamente ese paso por España: “Pasé algún tiempo, en otra época, en su hermoso país, incluso en pequeños pueblos a los que no van nunca los extranjeros. Creo que en su región. No he olvidado jamás a los campesinos que vi en sus campos y me dejaron una impresión imborrable. Por eso, cuando Nicolas[7] me habló de usted, me pareció que lo conocía desde hace mucho”[8]. Es muy probable que Atarés fuera consciente de esa circunstancia, que Weil deliberadamente no explaya o prefiere dar por sobreentendida. Lo que al lector inadvertido pudiera parecer por estas palabras la estancia en España de una viajera poco convencional y curiosa de su paisaje y sus gentes, sabemos que no es sino el paso fugaz de la miliciana Simone Weil por el frente del Ebro durante la Guerra Civil Española como miembro de un grupo de combatientes integrado en la Columna Durruti. Los datos escuetos de esta peripecia pueden resumirse como sigue.
El 8 de agosto de 1936 cruza la frontera en Portbou, camino de Barcelona. Allí va enseguida a visitar a Julián Gorkin, dirigente del POUM [Partido Obrero de Unificación Marxista], para ofrecerse a cruzar las líneas enemigas, llegar a Galicia y averiguar in situ el paradero del desaparecido Joaquín Maurín, fundador del partido[9]. Despedida con cajas destempladas, acude a las milicias de la CNT [Confederación Nacional de Trabajadores] y el 14 de agosto está en Pina de Ebro, en la línea de frente ocupada por la Columna Durruti. Sobre todo, habla con los campesinos, se interesa por su situación. Presencia episodios brutales entre los milicianos y la población civil. Apenas interviene en alguna pequeña incursión en territorio enemigo. No dispara un solo tiro. Destaca sin querer entre sus compañeros por su torpeza y su miopía. Un desafortunado accidente le causa quemaduras graves en una pierna. Acaba siendo trasladada al hospital militar de Sitges, donde sus padres, que habían seguido sus pasos hasta Barcelona, se hacen cargo de ella. El 25 de septiembre, los tres cruzan la frontera camino de París. Ha permanecido en España menos de dos meses y no volverá ya[10].
De las pocas páginas de su ‘Diario de España’ se pueden extraer algunas claves sobre el significado que para ella tuvo ese breve lapso. No solo la movió la decisión de “comprometerse” (como escribirá dos años después a Georges Bernanos), es decir, la resolución de tomar partido no ya “moralmente” sino en persona, físicamente. La mueve, además, el interés de presenciar la revolución[11]. Lo primero que hace al llegar a Pina de Ebro es interrogar a los lugareños acerca de sus condiciones de vida, de la colectivización implantada por los anarquistas; quiere conocer su opinión sobre los propietarios, la vida en la ciudad, el servicio militar… Concluye: “Sentimiento de inferioridad bastante vivo”. A la observadora atenta a las palabras, los comportamientos, los gestos, los silencios, se le impone enseguida una impresión: “Coacción cruel”. La misma evidencia que formulará más tarde a Bernanos: “… un abismo separaba a los hombres armados de la población desarmada, un abismo semejante al que separa a los pobres y a los ricos”. Sobre ese trasfondo, las acciones bélicas en las que toma parte resultan incongruentes: una actividad angustiada sin claro sentido, una emoción inicial que pronto decae, apenas la sensación de miedo, una opresión constante… y el sentimiento de culpa: “Me tumbo sobre la espalda, miro las hojas, el cielo azul. Un día muy bello. Si me cogen, me matarán… pero es merecido. Los nuestros han derramado mucha sangre. Soy moralmente cómplice”. A las vivencias agolpadas en primera persona vienen a sumarse en el Diario las noticias que le llegan estando convaleciente en Sitges: relatos de expediciones de castigo para matar a “fascistas”, ejecuciones de civiles… Hay también contadas excepciones, breves instantes de contención. Las nuevas condiciones de trabajo en las pequeñas fábricas o los negocios son variopintas, pero la autogestión también ha traído muertes, no solo de propietarios.
Al poco de volver a Francia intenta hacer balance de la experiencia española, aun a riesgo de “disgustar y escandalizar a mucho buenos camaradas”[12]. Una de sus conclusiones es que “la coacción y la espontaneidad, la necesidad y el ideal, se mezclan de manera que llevan una confusión inextricable no solo a los hechos, sino también a la propia conciencia de los actores y los espectadores del drama. Esa es la característica esencial y tal vez el peor mal de la guerra civil”. Y prosigue: “No es cierto que la revolución corresponda automáticamente a una conciencia más elevada, más intensa y más clara del problema social. Lo cierto es lo contrario, al menos cuando la revolución adopta la forma de guerra civil. En la tormenta de la guerra civil, los principios pierden toda medida común con las realidades, cualquier criterio en función del cual se puedan juzgar los actos y las instituciones desaparece, y la transformación social queda entregada al azar”. Son juicios atinados, honrados y valientes (como es típico en ella), coherentes con la experiencia que hemos reconstruido hasta aquí. Que la guerra significa, en su entraña, la pérdida de toda medida, de todo límite y fin determinable, que la guerra es lo “a-lógico” por antonomasia (lo que no tiene logos, “proporción”, “equilibrio”) es algo que conocemos de otros escritos suyos anteriores o ligeramente posteriores, en los que argumenta a favor de un pacifismo a ultranza[13]. Lúcidamente desencantada, reconoce que la guerra de España es en realidad un conflicto entre Estados dirimido en suelo español. Y decide que la preservación de la paz mundial y la evitación de “un desastre con el que nada podría compararse” requieren la no intervención. Sobre el suelo inestable de ese compromiso políticamente frágil y moralmente insatisfactorio (pues significa abandonar a su suerte al bando al que, a pesar de todo, se siente adherida) repercutirá como un golpe imprevisto la lectura de Los grandes cementerios bajo la luna de Georges Bernanos.
No es extraño que Weil leyera el libro nada más publicarse en abril de 1938, pues su asunto principal es el relato y enjuiciamiento de determinados acontecimientos de la Guerra Civil Española. Tampoco debería sorprender demasiado, dada su irreverente independencia de criterio, que no desdeñara leer un escrito del autor de La Grande Peur des bien-pensants, colección de artículos y conferencias aparecida en 1931 en la que Bernanos defiende La France juive de Édouard Drumont, fundador de la Liga Nacional Antisemita de Francia.
Georges Bernanos, católico sincero y polemista impenitente, que residía en Mallorca desde octubre de 1934, fue testigo de los preparativos y del triunfo de la sublevación militar en la isla el 19 de julio de 1936. Aunque al principio se mostró partidario del alzamiento, convencido como estaba de que estaba inspirado por un ideal moral y religioso, sus “ilusiones sobre la gesta del general Franco no duraron mucho: unas semanas”[14]. Las implacables “depuraciones”, la “organización del Terror”[15] llevada a cabo por las autoridades militares con el apoyo del ejército italiano y “la complicidad más o menos confesada, o incluso consciente, de los sacerdotes y los fieles”, que, prosigue Bernanos, coadyuvó a dar al Terror “un carácter religioso”[16]: todo ello provoca en el honrado observador que es Bernanos una violenta denuncia. Cabe suponer el eco profundo que debieron de despertar en Simone Weil reflexiones como esta: “No es el uso de la fuerza lo que me parece censurable, sino su mística: la religión de la fuerza puesta al servicio de un estado totalitario, de la dictadura de la Salvación Pública considerada no como un medio, sino como un fin”[17]. Es con esta mística de la fuerza con la que se envuelve el poder para implantar el estado de excepción que Bernanos denomina “régimen de Terror” o “régimen de Sospechosos”. Y añade: “… la sensibilidad estaba embotada, anulada por el estupor. Las víctimas y los verdugos estaban aturdidos por el mismo fatalismo”[18].
La especie de metanoia que tiene lugar en Los grandes cementerios –y que supone la doble capacidad de ver lo que otros, embotados y aturdidos, no son capaces de ver, y de encontrar las palabras justas, de inventar casi su propio idioma para decir lo que se ve– mereció una sugerente valoración por parte de Hannah Arendt[19]. En su escrito sobre ‘La literatura [política] francesa en el exilio’ dice Arendt: “Nada ilumina mejor el colapso interior del sistema europeo de partidos que el hecho de que la mayor acusación contra el fascismo provenga de un hombre que ha sido toda su vida monárquico y que albergó enormes esperanzas en la falange española. Les grands cimetières sous la lune (el libro sobre la Guerra Civil Española) de Georges Bernanos ilustrará más a los futuros historiadores sobre la barbarie fascista que la mayoría de esos tochazos con su pedante aparato de anotaciones”[20]. Sugerente porque señala una dimensión –una actitud, diríamos– que queda fuera del terreno de los partidos, o mejor aún: porque indica una “toma de partido” “no partidista”. Es a esto a lo que, de la mano de Simone Weil, quisiera también yo apuntar.
En su ‘Carta a Georges Bernanos’[21], Simone Weil empieza diciendo que, después de haber leído Los grandes cementerios, “no puede resistir[se]” a escribirle a su autor, aunque no sea esta “la primera vez que un libro suyo [la] afecta” o le gusta[22]. Pero en este caso el motivo es bien distinto: “… he tenido una experiencia que responde a la suya, aunque mucho más breve, menos profunda, situada en otro lugar y vivida, en apariencia –solamente en apariencia–, en un espíritu muy distinto al suyo”[23]. “Una experiencia que responde a la suya” y “solo en apariencia en un espíritu muy distinto”. Ambas experiencias se corresponden, coinciden en cierto sentido: no en la apariencia, sí en el “espíritu”. ¿Cuál es esa correspondencia de espíritu?
Ciertamente, no la de una creencia religiosa. “Yo no soy católica”, dice Weil. Si bien le declara enseguida a Bernanos su profesión de fe: “nada católico, nada cristiano me [ha] parecido nunca ajeno”. (La misma profesión de fe que, cuatro años después, confiará a su amigo el padre Perrin en su ‘Autobiografía’ o desmenuzará en 35 artículos para examen del padre Couturier en la conocida como Carta a un religioso). Tampoco la de la adhesión a “grupos que se identificaban con las capas despreciadas de la jerarquía social”, sobre todo después de haber “tomado conciencia de que tales grupos son de una naturaleza que hace extinguirse cualquier simpatía”. De estos, añade, “el último que [le] había inspirado alguna confianza era la CNT española». Y hablando de España, manifiesta –como más tarde a Antonio Atarés– “sentir el amor que es difícil no experimentar hacia ese pueblo”. Volveré sobre este amor. Lo que interesa señalar ahora es aquello que, según Simone Weil, caracteriza la actitud de Bernanos y hace que ella se sienta cercana a él, como le reconoce al final de la carta: “Usted me es más cercano, sin comparación, que mis camaradas de las milicias de Aragón, esos camaradas a los que, sin embargo, yo amaba”. La cercanía, la correspondencia en espíritu, obedece a algo aparentemente insignificante –pues, literalmente, no ha lugar para ello en un clima de guerra civil, “de sangre y de terror”–, a saber: haberse sumergido en esa atmósfera y haberlo resistido. Porque, escribe, “hay ahí una incitación, una ebriedad a la que es imposible resistirse sin una fuerza de ánimo que me parece excepcional, puesto que no la he encontrado en ninguna parte”. Literalmente, pues, ambas experiencias coinciden en ese no-lugar, en un punto de tangencia donde se tocan y se corresponden, siendo sus respectivos espíritus aparentes muy distintos uno de otro: de un lado, un “católico”; del otro lado, una “anarquista”.
La ‘Carta a Bernanos’ es la “meditación española” de Simone Weil. Lo es porque en dicha carta, por vez primera, y más acá de consideraciones convencionalmente morales, políticas o religiosas, se instaura el no-lugar meditativo que permitiría, al límite, leer la fuerza “desde fuera” de la fuerza. (Al límite, porque si la fuerza es lo que impera en este mundo, no hay, aquí, afuera de la fuerza). Pero una instauración así no podía tener lugar a partir de la propia experiencia: requería la correspondencia con la misma experiencia de otro. Bernanos es ese otro de Weil. Es su secreto. (Y sabemos que Bernanos, a su vez, llevó siempre consigo, en secreto, la carta de Weil). El secreto de la atención. El milagro de la atención que Weil descubre en el poeta de la Ilíada: “No es posible amar y ser justo más que si se conoce el imperio de la fuerza y se sabe no respetarlo”[24]. Y no nos resistimos a pensar que la meditación que se instaura en la ‘Carta a Bernanos’ está ligada al amor que Simone Weil declaraba tener al pueblo español.
A partir de la “meditación española” de Weil quisiera dar aún un paso más. Hay en las Meditaciones del Quijote de José Ortega y Gasset (su primer libro, que sale a luz en 1914)[25] una frase desconcertante, terrible: “Yo sospecho que, merced a causas desconocidas, la morada íntima de los españoles fue tomada hace tiempo por el odio”[26]. Comenta Julián Marías que lo que Ortega intenta definir es “la estructura de nuestra convivencia nacional”. Y aclara: “El odio crea inconexión, aísla, abstrae: retiene un solo punto, aquel donde se fija el resorte del odio, y olvida el resto […] La obra de Ortega intenta contribuir al remedio de esto; hay que restablecer la conexión, la fecundidad, la riqueza de la realidad; hay que restablecer el amor en la morada íntima de los españoles”[27]. Así, el propio Ortega señala, un poco más delante de la frase sobre el odio, que “entre las varias actividades de amor” (amor que él entiende, en efecto, como “ligamen y compenetración”) está “el afán de comprensión”: “Y habría henchido todas mis pretensiones si consiguiera tallar en aquella mínima porción del alma española que se encuentra a mi alcance algunas facetas nuevas de sensibilidad ideal […] es menester que multipliquemos los haces de nuestro espíritu a fin de que temas innumerables lleguen a herirle”[28]. Probablemente no anda lejos de esta “perspectivista” visión orteguiana de la multiplicación de los “haces” por los que la realidad “hiere” a nuestro espíritu la concepción weiliana de las “lecturas superpuestas”, como modo justamente de atención a lo real. Pues la fuerza, esa “atmósfera de ebriedad” experimentada por Bernanos y por Weil en la Guerra Civil Española, se impone a la manera de una lectura monótona y uniforme, de un leer incapaz de distinción, de discriminación, de discernimiento y juicio, de logos. Como odio, por decirlo con Ortega.
Es probable también que la filósofa de la atención suscribiese la caracterización orteguiana del meditar como “atención reflexiva”, deudores ambos de una larga tradición del ejercicio meditativo[29]. Y que le resultara cercana la reflexión de Ortega (en el epígrafe ‘Profundidad y superficie’) que destaca la “invisibilidad” (“el bosque” que, por fortuna fenomenológica, “los árboles” “no dejan ver”) “no [como] un carácter meramente negativo, sino una cualidad positiva que, al verterse sobre una cosa, la transforma, hace de ella una cosa nueva”[30]. Esto es, la idea que apunta a la “atención creadora”, a la capacidad de hacerse cargo de una lectura más justa de lo real, liberándolo de las imposiciones de lo que Weil denomina “posición central imaginaria”. La meditación, pues, como un descentramiento… un descentramiento amoroso. Dejemos la palabra a Ortega: “Desconocer que cada cosa tiene su propia condición y no la que nosotros queremos exigirle es, a mi juicio, el verdadero pecado capital, que yo llamo pecado cordial por tomar su oriundez de la falta de amor. Nada hay tan ilícito como empequeñecer el mundo por medio de nuestras manías y cegueras, disminuir la realidad, suprimir imaginariamente pedazos de lo que es”[31].
De lo que no cabe duda es de que Simone Weil se hubiera regocijado ante esta acotación del filósofo español: “Llámase en un diálogo platónico a este afán de comprensión erotiké manía, ‘locura de amor’”. Locura de amor encarnada para ella en Antígona, o en los fools de Shakespeare que, “desprovistos de la primera dignidad humana, la razón –tienen solo ellos de hecho la posibilidad de decir la verdad”. O como asimismo les deja dicho a sus padres en su última carta desde Londres: “¿Es este también el secreto de los locos de Velázquez? La tristeza de sus ojos ¿es la amargura de poseer la verdad, de tener, al precio de una degradación sin nombre, la posibilidad de decirla, y de no ser escuchados por nadie? (excepto Velázquez). Valdría la pena volverlos a ver con este interrogante”[32].
Notas:
[1] Simone Weil, La agonía de una civilización y otros escritos de Marsella, edición de Carmen Revilla, Trotta, Madrid, 2022, p. 102. La correspondencia entre ambos se inicia en marzo de 1941 con una carta de Weil. A los pocos meses, Atarés es trasladado al campo de Djelfa, en Argelia. Weil le remite su última carta en mayo de 1942 desde Orán, donde hace escala hacia Nueva York. Por el campo de Vernet d’Ariège, convertido en prisión de extranjeros considerados peligrosos para Francia, pasaron escritores como Max Aub o Arthur Koestler, que dejaron constancia de esa experiencia. De “campo de refugiados” pasó a “campo disciplinario” y, con el régimen de Vichy y la Gestapo, a “campo de tránsito para personas judías”.
[2] Ibid.
[3]Es así como lo califica Simone Weil en sus apuntes de Marsella reunidos bajo el título ‘Dios en Platón’: “Mi interpretación: Platón es un místico auténtico e incluso el padre de la mística occidental” (Simone Weil, La fuente griega, traducción de José Luis Escartín y María Teresa Escartín, Trotta, Madrid, 2005, p. 80).
[4] “Las aves de Arabia/ Viven eternas;/ Viven porque no saben/ Lo que son penas./ Que si penaran/ En el mundo no habría/Aves de Arabia” (La agonía de una civilización, p. 113).
[5] Ibid. Sobre la relación de Simone Weil con Juan de la Cruz véase el trabajo de Carmen Herrando ‘Simone Weil lectrice de saint Jean de la Croix’: Cahiers Simone Weil XLII/4 (diciembre de 2019), pp. 293-322. Es Gustave Thibon quien, a finales del verano de 1941, le da a conocer a Juan de la Cruz en una edición española. De su lectura dejará constancia en sus Cuadernos, donde habla de la “noche de la fe”, de la “noche oscura del espíritu” y del estar a oscuras como camino de purificación que pasa por la aceptación de «un vacío en sí mismo
[6] De “muy grande” califica Dámaso Alonso “el influjo sobre San Juan de la Cruz de la poesía popular” (Dámaso Alonso, ‘La poesía de San Juan de la Cruz’: Thesaurus IV/3 [1948], p. 499). El otro influjo principal que, haciendo frente a los “erizados problemas” planteados por la poesía de Juan de la Cruz, estudia Dámaso Alonso es la tradición de Garcilaso. A ellos dos añade, claro es, el influjo bíblico. Estudios posteriores –pienso en Luce López-Baralt– han rastreado, en este terreno poético tan dificultoso para el intérprete, las concomitancias con “textos semíticos embriagados como el Cantar de los cantares y el Tarŷumān de Ibn’Arabī” (Luce López-Baralt, ‘Prólogo’, en San Juan de la Cruz, Obra Completa 1, Alianza, Madrid, 1991, p. 48). Ahí habla López-Baralt del “terror” y el “espanto” que la poesía de Juan de la Cruz, su “estética del delirio”, “causó a los venerables Menéndez Pelayo y Dámaso Alonso” (ibid., p. 47).
[7] Un antiguo compañero del campo de internamiento.
[8] La agonía de una civilización, p. 101.
[9] Joaquín Maurín era, por cierto, cuñado de Boris Souvarine, comunista disidente amigo de Simone Weil desde 1932 y cabeza destacada dentro del sindicalismo revolucionario francés en revistas de ideas como La Révolution prolétarienne o La Critique sociale. Simone Pétrement hace en su biografía el relato de los hechos de Simone Weil en España (Vida de Simone Weil, traducción de Francisco Díez del Corral, Trotta, Madrid, 1997, pp. 409-420). Disponemos además del llamado ‘Diario de España’, unas breves anotaciones de la mano de la propia Simone Weil (Escritos históricos y políticos, prólogo de Francisco Fernández Buey, traducción de Agustín López y María Tabuyo, Trotta, Madrid, 2007, pp. 509-516). Remitimos además al trabajo de Emilia Bea ‘Simone Weil y la Guerra Civil española. Una participación esperanzada y crítica’: Cuadernos electrónicos de Filosofía del Derecho 27 (2013).
[10] Sabemos que, en agosto de 1935, Simone Weil estuvo de tránsito por España: se embarca en Pasajes para encontrarse con sus padres en Vigo y pasar con ellos las vacaciones en Portugal, en Viana do Castelo. Es allí cerca, en un pueblecito de la costa, donde se produce el primero de sus “tres contactos con el catolicismo verdaderamente cruciales”, como dirá en la larga carta al padre Perrin de mayo de 1942. Simone Pétrement deja caer que había estado ya en Viana el año anterior, en 1934. Pero no dice nada de su paso previo por España. Es muy significativo, en cualquier caso, que Weil anduviera por esa época muy al tanto de “los acontecimientos actuales en España” –en clara referencia a la Revolución de octubre de 1934 en Cataluña y Asturias–, que incluso la llevan a declarar su intención de «retirar[se] de una vez por todas a [su] torre de marfil” y abandonar la lucha política (de partidos) (véase Vida de Simone Weil, p. 344). A esa resolución había de seguir, no por casualidad, su “experiencia de fábrica”.
[11] Su primera impresión al llegar a Barcelona es que nada había cambiado en apariencia: “Se necesita cierto tiempo para darse cuenta de que se trata de la revolución y de que se está viviendo aquí uno de esos períodos históricos sobre los que se lee en los libros, y que han hecho soñar desde la infancia: 1792, 1871, 1917. Ojalá pueda tener efectos más felices. / Efectivamente, nada ha cambiado, salvo un pequeño detalle: el poder está en manos del pueblo. Los hombres vestidos con mono tienen el mando. Estamos actualmente en uno de esos períodos extraordinarios que hasta ahora no han perdurado, en los que aquellos que siempre han obedecido asumen responsabilidades. Esto no se produce sin inconvenientes, por supuesto. Cuando se da a muchachos de diecisiete años fusiles cargados en medio de una población desarmada…”. No puede haber ingenuidad, y mucho menos fanatismo, en quien dos años antes se había atrevido a formular, ante sus compañeros en la lucha obrera, la cuestión “impía” de si “el término revolución es algo más que una palabra”. Lo que sí hay es un auténtico afán “filosófico”, diríase “fenomenológico”, de ver, de “ir a las cosas mismas”. Es el afán que movió sin descanso su praxis: su pensamiento y su involucración en la vida material. Y lo que también hay es la oscura premonición de la experiencia de la “barbarie”, que indeleble se llevará consigo de España.
[12] Véanse los dos esbozos, de otoño de 1936, titulados ‘Reflexiones para disgustar’ y ‘¿Qué sucede en España?’ (en Escritos históricos y políticos, pp. 517-519).
[13] Así en los artículos ‘Reflexiones sobre la guerra’ (1933) y ‘No empecemos otra vez la guerra de Troya’ (1937), en Escritos históricos y políticos, pp. 325-334 y 351-365, respectivamente.
[14] Georges Bernanos, Los grandes cementerios bajo la luna, traducción de Juan Vivanco, Lumen, Barcelona, 2009, p. 99.
[15] Ibid., p. 124.
[16] Ibid., pp. 111-112.
[17] Ibid., p. 99.
[18] Ibid., p. 133.
[19] En el reciente libro de Agustín Serrano de Haro Arendt y España (Trotta, Madrid, 2023), en el capítulo ‘Miradas de Arendt a la guerra civil española’ (pp. 42-50), se recoge la experiencia de Georges Bernanos en Mallorca destacando la atención que le prestó Hannah Arendt en diversos lugares de su obra, o, como dice Serrano de Haro, la “preferencia arendtiana por Bernanos como testigo de la guerra civil española” (ibid., p. 47). En Simone Weil, como veremos enseguida, no se trata tanto de una preferencia sino de una coincidencia, pero a contrario sensu.
[20] Hannah Arendt, Más allá de la filosofía. Escritos sobre cultura, arte y literatura, edición de Fina Birulés y Àngela Lorena Fuster, traducción de Ernesto Rubio, Trotta, Madrid, 2014, p. 153.
[21] Escritos históricos y políticos, pp. 522-526.
[22] Es el caso, dice, del Diario de un cura rural, “a mis ojos el más hermoso, al menos de los que he leído, y ciertamente un gran libro” (ibid., p. 522). (En adelante, evito dar las páginas de las citas de la carta, fáciles de localizar).
[23] Ibid.
[24]‘La Ilíada o el poema de la fuerza’, en Escritos históricos y políticos, p. 308.
[25] Como señala Antonio Gutiérrez Pozo, “el pensamiento orteguiano es un constante meditar”, desde las inaugurales Meditaciones del Quijote a la ‘Meditación del saludo’ en El hombre y la gente, pasando, entre otras muchas, por la Meditación de la técnica o De Europa meditatio quædam (véase ‘Filosofar es meditar. La comprensión meditativa de la filosofía en Ortega y Gasset etc.’: Stoa 9/17 (2018), pp. 101-119).
[26] José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote, edición de Julián Marías, Cátedra, Madrid, 2020, p. 47.
[27] Ibid., p. 47, n. 13.
[28] Ibid., p. 50.
[29] Que se remontaría, al menos por lo que hace al término, hasta lo que Jorge Cano Cuenca llama, a propósito de Marco Aurelio, la “práctica ascética de la meditatio”, del “diálogo interior o escritura de sí”, en especial en su relación con Epicteto (Marco Aurelio, Pensamientos. Cartas, edición de Jorge Cano Cuenca, Trotta, Madrid, 2023, pp. 23-28), y que conocerá renuevos filosóficos más cercanos en Descartes o Husserl, importantes tanto para Ortega como para Weil, pero ahora como una ascesis del yo que dé acceso a “las cosas mismas”. Sobre la importancia de Marco Aurelio para Simone Weil me permito remitir a mi trabajo ‘Le stoïcisme de Simone Weil»’: Cahiers Simone Weil XLII/1 (2019), pp. 1-16.
[30] Meditaciones del Quijote, p. 103.
[31] Ibid., pp. 104-105.
[32] Carta a sus padres del 4 de agosto de 1943, en Simone Weil, Escritos de Londres y últimas cartas, prólogo y traducción de Maite Larrauri, Trotta, Madrid, 2000, p. 198.