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Simplemente gracias, Natalia Ginzburg

El 25 de julio de 1963 Oriana Fallaci asistió en el Ninfeo de Villa Giulia a la entrega de los Strega, uno de los más importantes premios literarios en Italia. Entre los asistentes se encontraba Natalia Ginzburg, quien sin convencimiento había acudido al certamen arrastrada por su editor. Todos los corrillos daban por hecho que su última novela, Lessico famigliare, tenía muchas posibilidades de alzarse con el triunfo y no había discusión en que la suya allí era una presencia más que obligada. Tampoco Oriana Fallaci tenía ningún interés en el certamen, de hecho odiaba el mundillo literario casi tanto como odiaba a los editores, a los que encontraba engreídos y tan vanidosos como las estrellas de cine. Aquella noche le hubiera apetecido cualquier cosa menos dejarse ver por allí, pensaba en sus perros o asistir a la exposición fotográfica de su amigo Gianni Minischetti, pero a diferencia de Natalia Ginzburg ella sí estaba segura de que ganaría el galardón, y era más la curiosidad y los deseos de ser la primera en felicitarla, que el aburrimiento que de antemano ya presentía.

Unos días antes la había entrevistado en su casa de Roma. La entrevista todavía no había salido a la luz, solo le faltaba ultimar algunos detalles antes de enviarla al periódico. A pesar de su fama de déspota, con ella no se había comportado de este modo. Había llamado a su puerta temerosa como una niña llamando a la puerta de su profesora de francés. No era timidez. Tenía miedo de sentirse defraudada, como le había sucedido con otros escritores a los que había admirado de pequeña. De ella conocía cada uno de sus libros, envidiaba su estilo conciso, un estilo que sin querer había imitado en sus inicios en el periodismo y que ahora, pasados los años, convertida ya en una periodista reconocida, no podía dejar de envidiar.

La primera impresión sobre Natalia Ginzburg fue tranquilizadora. Ni guapa ni fea, sin adornos, de edad incierta, con una tristeza en los ojos que parecían ocultar un pasado tormentoso. Aquello le gustó, tenía predilección por los pasados tormentosos. El suyo lo había sido, no solo en amores: sus comienzos en el periodismo, sus reportajes de guerra, su vida entera. Tan pronto vio una colección de libros de Proust sobre la chimenea empezó a sentirse en casa. Le llamó la atención su voz, una voz de mujer fatal que no se correspondía con su aspecto ni con su falda de lanilla. Cuando volvió de la cocina con un café la oyó disculparse. No se sentía lo bastante importante, no estaba acostumbrada a conceder entrevistas, tendía a apabullarse y más con una diva del periodismo como era ella. Esperaba estar a la altura, no quería que se sintiera decepcionada.

Esta humildad suya tan poco habitual en una escritora de su fama conquistó a la periodista que, cuando quiso darse cuenta, la escuchaba embelesada mientras la oía hablar de la guerra, del Turín de su infancia. Incluso pese a su fama de mujer fría estuvo a punto de echarse a llorar cuando la oyó hablar de la muerte de su marido, Leon Gingzburg, a manos de los alemanes. Todavía le costaba hablar de él. Era tanto su dolor pasado el tiempo que había preferido no mencionar su muerte en el libro. “De él solo he podido escribir un poema”, le dijo mostrándole una libreta. Después de decírselo se arrepintió. Para entonces, Oriana Fallaci quería oírlo, casi se lo suplicó. Estaba dispuesta a leérselo, y se levantó para coger sus gafas, pero antes de hacerlo su tío salió en la conversación. Hasta ese momento ignoraba que su tío, el periodista Bruno Fallaci, fuera un antiguo conocido de la familia Ginzburg, incluso que Cesare Pavese, al que tanto admiraba, hubiera estado sentado en ese mismo sofá.

Según le contó, se habían conocido muy bien. Durante un tiempo Pavese y ella trabajaron en la editorial Einaudi, donde compartían despacho. Sus mesas estaban enfrentadas, escribía, y reescribía, le veía llevarse las manos a la cabeza cuando no conseguía que sus ideas tomasen el rumbo que su imaginación marcaba. Se enamoraba de quien no debía, cada ruptura suponía un golpe del que solo conseguía reponerse enredándose en los brazos de mujeres que lo dejaban tan maltrecho que amenazaba con quitarse la vida. Fantaseaba con cómo hacerlo, veneno, gas…, una vez le habló de una pistola que guardaba en el colchón de su cama. Nunca le creyó. Ni siquiera le creyó cuando le llegó la noticia de su muerte aquel verano maldito de 1950.

Oriana Fallaci la escuchaba conteniendo la respiración. Cuanto más la miraba menos advertía los rasgos de una escritora al uso. Como a ella, tampoco le gustaba esa frivolidad tan común en muchas escritoras que no consiguen liberarse de los sentimientos cuando escriben. Siempre había querido escribir no fingiendo ser un hombre: “Una mujer ha de escribir como una mujer, pero con las cualidades de un hombre”, le dijo, antes de verse interrumpida por el teléfono. Era su hija desde Pisa, se disculpó. Sus hijos ya estaban casados, la habían hecho incluso abuela, pero ella los seguía tratando como si fueran niños: No olvides la chaqueta por la noche, Carlo, los peores resfriados son los que se pillan en verano”. “Hija mía, ten cuidado con la lumbre, que eres muy despistada y un día vas a tener un disgusto”. “Acuérdate de pasar por casa, he preparado pastel del que tanto te gusta”.

Con la mente lejos, se acordó de una de sus tías, el mismo porte desgarbado, hasta el tono de su voz (si cerraba los ojos) era el mismo. Por unos minutos continuó así, perdida en sus pensamientos. Se sentía tan a gusto en ese saloncito de cortinas verdes que cuando quiso darse cuenta había olvidado no solo el motivo de su presencia allí, también cambiar la cinta de la grabadora. Pero aquello le pareció lo de menos. Le sucedía a menudo, mejor no se lo diría. Ya improvisaría el final de la entrevista, una vez de vuelta a casa.

Pero ya habían transcurrido dos días de aquello, y ahora era el anfiteatro del Villa Giulia el que la acogía y la arropaba con una familiaridad que le hacía sentirse incómoda. Mientras conversaba con los mismos editores a los que tanto detestaba, la veía rodeada de colegas con una sonrisa forzada que no podía disimular. Natalia Ginzburg buscaba con los ojos a su segundo marido, Gabriele Baldini, se estiraba la falda del vestido, un vestido negro con un filo plateado que estrenaba para la ocasión. Se la notaba tan incómoda como ella. Rossella Frank hacía recuento y anotaba los últimos votos en la ya conocida pizarra negra. El resto de los finalistas mostraban en sus gestos el mismo nerviosismo que se había apoderado de todos.

Se fijó en ella otra vez. Observó que ni siquiera cambió el gesto, solo mostró un ligero sobresalto cuando su nombre fue pronunciado en el salón como ganadora del certamen. En aquel momento le hubiera gustado rescatarla de las fauces de los periodistas y llevársela lejos de los flashes de los fotógrafos. En vez de eso se limitó a estudiarla. La compadecía, pero al mismo tiempo disfrutaba viéndola en apuros. ¿Dónde estaba la seguridad de la que había hecho gala mientras leía la poesía que le había escrito a su marido, Leon Ginzburg? La voz seductora de entonces era sin embargo la misma voz entrecortada que ahora en el escenario, llevándose a la boca el micrófono, agradecía que la hubieran tenido en cuenta en tan importante premio, pero deseando no estar allí, acordándose de sus hijos, de su saloncito de cortinas verdes. Oriana Fallaci, mezclada entre el público, la escuchaba con atención. Se alegró cuando notó que su voz había recuperado por fin el brío. Una voz solo callada cuando los aplausos irrumpieron en la sala y ella, Natalia Ginzburg se estiró la falda y, reconociendo a su marido en el salón, se limitó a decir simplemente gracias con una sonrisa, antes de perderse de vista entre la multitud.

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Fotos: Natalia Ginzburg y Oriana Fallaci

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