En estos días aciagos me gustaría ser un predicador de los de aquella esquina de Hyde Park. «Aquí un cuáquero, allí un mormón, allá un anarquista y acullá un partidario de Mussolini». Cambiando al «partidario» original de Camba por un español del siglo XXI, o si prefieren al cuáquero, al mormón o al anarquista, el español sería yo lanzando mi discurso exaltado sobre por qué en una parte de mi país han subvertido los principios para ponernos a todos boca abajo.
Yo me siento como si me hubieran colgado boca abajo, con toda la sangre en la cabeza y esa sensación de abotargamiento; de que algo peor puede suceder, estallar, con toda esa turba enloquecida por Cataluña. Los demás catalanes se sienten solos como el hombre que llora en la Comandancia de Lérida. Llora como el dueño de la tienda en la que trabaja el joven Vito Corleone, al que tiene que despedir para contratar al sobrino de la mano negra, al sobrino de don Fanucci.
Donde habla de los oradores de Londres (que hablan ante un público escéptico y burlón pero nunca irrespetuoso ni descortés), Camba escribe en el año treinta y séis ¡en el treinta y séis!, que nadie tiene gran fe en la libertad en «esta arriesgadísima curva de la Historia» a la que hemos vuelto cerca de cien años después sin oradores de primavera en Hyde Park, sin oradores que le ofrezcan a uno» la salvación eterna» o «la revolución en veinticuatro horas» o la mismísima independencia. Sin oradores a los que se les fuera toda la energía por la boca, mientras los guardias «sonríen viendo lo fácil que es mantener el orden cuando se le da al pensamiento una válvula de escape».
Quizá el problema sea cuando aparece el sentimiento en lugar del pensamiento. Ya hemos visto demasiadas veces lo que pasa cuando se le da al sentimiento una válvula de escape, cuando al final, tras la siembra, aparecen los perros de paja (y los guardias sonríen viendo lo fácil que es producir el desorden cuando se le da al sentimiento una válvula de escape) conduciendo sus tractores por la ciudad mientras el odio irracional, falsamente ancestral y atávico, químicamente edulcorado en sus manifestaciones más aterradoras, emerge como el vapor en todos los estados de la convivencia muy lejos de la democracia, muy lejos de Hyde Park donde los oradores tan sólo «arman sus tribunas y se ponen a hablar de todo lo humano y lo divino».