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Mientras tantoSin perdón para Bin Laden

Sin perdón para Bin Laden

Si no fuese tan puta   el blog de Manuel Jabois

 

Una escena tipo del cine de Hollywood es la llegada a la sala de ejecuciones de una familia consternada a la que la cámara enfoca dramáticamente mientras toma asiento. Han venido a ver morir al asesino de su hija normalmente diez años después del crimen, y al acabar el espectáculo suspiran con cierto alivio y se abrazan diciéndose que nada devolverá a la vida a la pequeña Rose, pero que la cuenta ha sido saldada y por fin vivirán tranquilos. El plano los devuelve subidos a la camioneta para volver a su casa de Biloxi a hacer un asado, o lo que sea que se come después de estas cosas.

 

Como todos los pueblos que guardan respeto reverencial hacia su simbología, Estados Unidos es un país en cierto modo intacto. Hay cosas que no se han tocado en trescientos años y una de ellas es el derecho sagrado a la protección y a la venganza. Osama Bin Laden violó el primero de forma poco amable y el segundo durante años suficientes como para que ayer el país estallase en júbilo y saliese a la calle en una celebración más propia de una Copa del Mundo que de un tiro en la cabeza. Quizás esté más justificada la alegría de ver muerto a un hombre que amenazaba su destrucción enviándoles aviones y vídeos de estética agrícola que la de los once paisas de turno metiendo goles, pero hay algo trágico en esa reacción popular, una suerte de liberación espiritual que no se remonta al 11-S, sino a la propia cultura iniciática del país: el pistolero que entra en el saloon a reventar a tiros al asesino de un inocente, y la ovación posterior del pueblo elevándolo a la categoría de héroe.

 

Ese concepto de la justicia es imperturbable, como cualquier acto primitivo, y al mismo tiempo turbador, pues un cadáver tiroteado no deja de ser un peso muerto, una carne fría que se arroja al mar para pasmo de los perseguidos balleneros japoneses, que no entienden nada. Aquellas fotos de los hijos de Sadam deformados en la balacera también fueron objeto de alegría desbordante y meses después se vitoreó la ejecución del tirano despiojado subido a un patíbulo amarrado a una cuerda gorda. Quiero decir que últimamente se están celebrando con poca discreción cosas que deberían llevarse con más pulcritud. Cuando Hollywoood exhibe a esa familia de clase media esperando su turno en la venganza el espectador la rechaza íntimamente y desarrolla hacia el encadenado una empatía casi forzada por las circunstancias. Para el espectador no es lo mismo que Clint Eastwood llegue a la taberna en la que se exhibe el cuerpo de Morgan Freeman y se hinche a matar allí dentro que a Gene Hackman lo aprese el Gobierno y lo ate a la silla eléctrica dándole tiempo a pedir perdón, a plantar flores y a redimirse de sus pecados. Eastwood es un asesino respetable: no da oportunidad a la compasión. El Estado, sin embargo, es capaz de curarle un cáncer a su paciente una semana antes de ejecutarlo.

 

Este jaleo popular desatado en Estados Unidos me inspira lo que a Philipe Claudel, que decía que no había muchedumbre feliz (“Detrás de las sonrisas, las risas, las músicas y los eslóganes hay sangre que se calienta, sangre que se agita, sangre que gira y enloquece al verse revuelta en su propio torbellino”), y me convence de que la patria, indefectiblemente, conduce siempre a los hombres a un cierto ridículo, a un cierto teatrillo; una exageración en los gestos, un fingimiento acusado producto del verbo inflamado a lo largo de los años en esa persecución épica de la que escribía ayer Enric González. Si el 11-S fue una especie de superproducción, una película mastodóntica llevada al terreno de lo real, ayer miles de estadounidenses no celebraban tanto la muerte de Bin Laden como el final de un rodaje con un happy ending de manual; por fin abandonaban en masa la sala de ejecuciones y regresaban a sus jardines y sus asados, a su fluir natural de las cosas que toman el rumbo correcto.

 

Mientras, en España, más allá de la congregación de los buenos sentimientos, el antiamericanismo, una ideología tensada en la izquierda desde que el imperio es imperio, y crecida desde que Aznar le puso los pies en la mesa, bramaba por los derechos humanos, la libertad, la democracia y la vida. Bramaba, quiere decirse, por todo aquello a lo que dedicó su vida Bin Laden. El antiamericanismo en la izquierda se desarrolla exactamente igual que el anticatalanismo en la derecha: una tenia formidable que trepa por las paredes del estómago devorando razones para anclarse en el prejuicio rancio de quien encuentra en cualquier noticia la tiniebla del lado oscuro; una moral de segunda mano que sospecha ya no de la gente, sino del territorio mismo.

 

Osama Bin Laden no fue un asesino puntual ni su muerte sólo una venganza, sino también un acto preventivo. El terrorista que organizó los atentados del 11-S predicaba el fin de la civilización occidental a sangre y fuego en cualquier parte del mundo, de Bali a Madrid, y regresar a un mundo ensayado con éxito en el Afganistán de los talibanes: eliminación de la mujer, muerte al homosexual, lapidación de adúlteras y pastoreo de cabras en los lugares que hoy ocupan los cines, las bibiliotecas y las discotecas de las capitales europeas. Coserle cándida una adversativa a la muerte del líder de miles de terroristas encargados de sembrar los trenes de bombas tiene ese punto conmovedor de quienes sueñan con un mundo de justicia magnífica, casi ideal, pero una democracia con prisas no se puede permitir según qué licencias. Una de ellas es timbrar a la puerta de esa casa de Pakistán, presentarse en pareja como la Guardia Civil y llevarse a Osama Bin Laden esposado después de leerle sus derechos, bajarle la cabeza al meterlo en el coche patrulla y garantizarle un juicio justo que le dé la oportunidad de reinsertarse en prisión, llevar con eficacia el economato y echarse un novio de las montañas de Wyoming para salir a los veinte años escribiendo libros contra la Yihad y reivindicando el churrasco.

 

Yo entiendo que hubiera sido mejor detenerlo y juzgarlo en ejemplar lección civil, pero Bin Laden está muy bien matado. Personifica el mal y su existencia hace peores a las personas, que han acabado saliendo a las calles alborozadas a celebrar un cadáver, inseguras a las ciudades y condiciona la vida de mucha gente. A Mussolini lo colgó como a un trapo la turba eufórica, a Ceacescu lo abatieron entre fuegos artificiales y en España el vuelo de Carrero Blanco nos costó años de indulgencia respecto a ETA. Fueron asesinatos simpáticos, como lo hubieran sido el de Franco o el de Pinochet. Bin Laden era el dictador del terrorismo internacional situado en una esfera tan alta que a ella no llega la mano del Tribunal Supremo, sino la de un marine. Pudo haber sido capturado y exhibido en una jaula como King Kong y entonces las quejas hubieran sido otras, porque tiene uno la sensación de que cualquier cosa que se hubiese hecho con Bin Laden habría sido criticada por los mismos que descorcharon el champán, intrépidos, cuando mataron a Carrero.

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